Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

28/03/2006

Dios te necesita

Me lo contó Junieles durante el seminario que en el 2003 organizó el Centro de Escritores de Manizales y al que asistíamos los dos, invitados por el generoso Octavio Escobar.


Tal vez fue en el comedor del hotel El Escorial o en la sala de recibo del Hotel Las Colinas o en el café El Osiris de la esquina de la 21 con 21, ya no recuerdo muy bien, lo que si tengo claro es que estábamos reunidos varios de los invitados al seminario, pues nos acompañaban, además de Octavio, Luz Mary Giraldo, Antonio María Florez, Eduardo García Aguilar, Rigoberto Gil Montoya y Rubén Vélez Correa[1]. Compartíamos algunas de las impresiones que nos había dejado el evento y no tardaron en salir a flote todas esas poses odiosas de los escritores con las que suelen demostrar que hacen parte del campus y que se comportan según el hábitus correcto[2], es decir, que son escritores reconocidos al menos por sus colegas, más allá o más acá de la calidad o efectividad de su obra, que debería ser en realidad el criterio absoluto para dicho reconocimiento. Yo, que he renunciado al afán de pertenecer al campus de los escritores colombianos, yo, que soy conciente de la mediocridad de mi obra, disfruto siempre de esos encuentros porque me dedico a develar sin escrúpulos qué hay de artificio y qué hay de autenticidad en cada una de las intervenciones de los “colegas”, y aquélla tertulia no fue la excepción.



Pasados ya varios minutos de la necia exhibición de credenciales, y cuando ya empezaban a escasear los temas, Junieles pasó a comentar intimidades de la reunión que sostuvieron algo así como veinte escritores en México a finales del 2002 con García Márquez, escritores de varias ciudades colombianas que asistían a un encuentro latinoamericano. Lo primero que reveló el joven narrador fue que la reunión con toda la comitiva nacional fue resultado de la rebelión de la colonia costeña (conformada por el propio Junieles, Efraím Medina y otro escritor cuyo nombre he olvidado), pues la intención inicial del Nóbel era reunirse sólo con sus tres coterráneos, lo que no fue aceptado por ellos, por simple sentido de equidad. La reunión se realizó finalmente con todos los veinte, pero fue decepcionante (y aquí la segunda revelación de Junieles) por dos razones.

La primera es que prácticamente el único interlocutor autorizado fue William Ospina, para quien fueron todos los elogios y todas las preguntas de Gabo, lo que convirtió a los diecinueve restantes en convidados de piedra. La segunda es que el tema que se desarrolló fue exclusivamente el de una apología del presidente Uribe, quien llegó a ser calificado por García Márquez como el salvador del país.

Obviamente, los contertulios de Manizales fuimos totalmente solidarios con la frustración sufrida por Junieles y sus compañeros en México y no dudamos en achacar el resultado de la fallida reunión al deterioro senil de Gabo, y hasta nos sentimos afortunados de no haber vivido ese momento y de no haber sido parte de la delegación colombiana al evento en México, todo lo cual, claro, correspondía a la tensión propia de las reglas del campus que también en nuestra reunión se desarrollaban con sutileza pero sin sosiego.


Después del relato de Junieles, el contenido de la reunión no avanzó más allá del recuento de otras anécdotas y revelaciones menores, con lo que pronto se disolvió. De camino al Hotel, Junieles, quien se había retrasado un poco y me había pedido que lo esperara, pues me quería dejar sus datos personales, recordó otro detalle de la reunión de México que no hizo sino confirmar dos cosas que ya para mí eran verdades nítidas: uno, que Junieles, hombre bueno, ingenuo y talentoso, no está todavía tan contaminado por las rarezas del campus, y, dos, que la literatura en Colombia se mueve más por el padrinazgo de ciertas figuras que por los méritos de los propios escritores.

Me narró Junieles que la noche anterior a la reunión con García Márquez, al llegar al hotel, el hombre del mostrador le entregó una nota que estaba marcada como “urgente”. Junieles se sintió ansioso, pues pensó que se trataba de alguna razón de su familla, pero decidió abrir el sobre sólo al llegar a su habitación. Aún allí, se demoró un poco, tratando de adivinar su contenido e incluso estuvo tentado a no abrir la nota, convencido de que no hay nunca nada realmente urgente y que si lo es se manifiesta de muchas maneras y que es preferible esperar la revelación de esas otras formas de la urgencia a enfrentar su simple y a la vez contundente registro escrito. En realidad se estaba llenando de razones para eludir la responsabilidad que surge por atender algo urgente, más cuando estaba tan sumido en la concentración que le exigía la expresión de un relato que le acababa de ser revelado.

Se sentó en la cama, arrugó el sobre, lo tiró a la cesta y decidió acostarse a dormir, pero unos minutos después encendió la luz, recogió la pelota de papel, abrió por fin el sobre y leyó:

Dios te necesita
Efraím

Nada más insospechado que aquél mensaje, tan inesperado que él no supo interpretarlo. Al comienzo creyó que se trataba de una boutade de su colega y coterráneo, tan dado a estos artificios, después pensó que le regalaban el comienzo de un poema, al fin renunció a la hermenéutica y decidió indagar directamente. Llamó a Efraín a su habitación y este le develó el misterio del mensaje

– Marica, Gabo te dio cita para mañana


Manizales, 2003
Bogotá, 2004 - 2005

[1] Hoy febrero 2 de 2006, me entero por boca de Octavio Escobar, quien me dio la noticia sin anestesia alguna, que Roberto murió hace un año tras un breve pero agresivo cáncer. Que Descanse En Paz
[2] Me estoy refiriendo a dos términos con los que Bordeau describe la manera en que se consolidan grupos sociales: campus es ese sector social específico que contiene condiciones particulares de pertenencia, club, dirían algunos; y hábitus es el modo de ser que cada uno de los miembros del campus debe exhibir para demostrar que se hace parte del club

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17/03/2006

La capital paraca

No hace muchos años, viajar a Montería, era como viajar a cualquier otra ciudad mediana del país como Pasto o Ibagué. Pero de un tiempo para acá, los aviones dedicados a pasajeros con destino a Montería son del tipo que uno esperaría para viajar a Medellín, Barranquilla o Cali. El aeropuerto también ha crecido, no sólo en tamaño, sino en servicios y lujos. Buen porcentaje de los viajeros es gente que va por negocios Y adentro, en la ciudad misma, la actividad económica es febril: cibercafés por todo lado, restaurantes y bares ostentosos, centros comerciales cada vez más grandes, hoteles cinco estrellas, bancos de fáciles transacciones, universidades de mil pelambres y todo lo que suele florecer cuando hay circulante de sobra. Y esa es la razón oficial con la que se explica la veloz evolución de Montería: mayor actividad económica, abundancia de papel circulante. Y como hay más circulante, el mundo económico empieza a rendir la pleitesía natural: llega la gente de otros lados a buscar oportunidades de lucro, las aerolíneas disponen sus mejores aviones, la alcaldía invierte en un mejor aeropuerto y la gente, el pueblo, se siente halagada con la presencia de personajes públicos importantes que vuelven su mirada a la antes olvidada, o por lo menos intrascendente, Montería, pueblo de monte, montería, antiguo lugar de caza de los indios sinú

Y es verdad, hay más actividad y más circulante, pero ese circulante es dinero del narcotráfico y todavía más claramente, del narcoparamilitarismo. Sólo eso explica que en los últimos diciembres en Montería se puedan conseguir dólares a 300 pesos, que los traquetos abunden como en ninguna otra parte del país y que la locura del dinero fácil se haya tomado la ciudad. Pero todo es hojarasca. Montería sigue siendo en esencia el mismo pueblo grande, sin servicios adecuados, sin una dinámica cultural apreciable y lo que es más peligroso ahora, viviendo una galopante inversión de sus valores tradicionales: todo el mundo está rendido al todopoderoso señor billete.

Ah: y todos aman al presidente Uribe, le juran también veneración, lo atienden con honores cada vez que él va a su finca a fornicar con sus amantes y disponen para sus hijos los mejores rumbeaderos, muchachos que saben que cuentan con una ciudad prostíbulo toda para ellos. Todos aman allí a Uribe y el les regala puentes y obras y carreteras, todos lo aman por eso, o bueno casi todos: hay quienes tienen razones para temerlo y hasta para odiarlo.

Sofía es una mujer joven y trabajadora que fue testigo de algo menos inaudito de lo que puede parecer a simple vista. Sofía fue asistente durante varios años de un médico, cirujano plástico, que llegó hace una década a la ciudad. Pronto el médico alcanzó la fama de milagrero y no le sobraron pacientes que llegaban a su clínica atraídos por los testimonios de gente que terminaba literalmente feliz con sus tratamientos. Pues bien, para el año 2001 y para desgracia suya, un tipo de clientes muy especial empezó a visitar su consultorio y a demandar sus servicios: don Berna, el gordo lindo y hasta el mismísimo Mancuso, entre otros jefes paras, acosados por la obesidad, acudieron a sus servicios. Y Sofía, la buena de Sofía, empezó a ganar fama de magnífica enfermera entre los nuevos usuarios.

Fue por esta razón que, para abril de 2002, ella, según me contó, se vio obligada a acompañar a su finca de recreo al señor Salvatore, para que personalmente se hiciera cargo de su cuidado, durante la convalecencia del último y radical tratamiento de lipoescultura que se practicara el vanidoso.

Salieron de Montería hacia Ralito en la mañana. A poco, cuando ya empezaron a aparecer por la carretera los colores azul y rosado de tono pastel en las fachadas de las casas y sobre las estructuras de los puentes y de los postes de luz (indicador preclaro de haber llegado a territorio para), fue invitada a ponerse un pasamontañas sin agujeros para los ojos. Durante más de cuatro horas soportó a ciegas un viaje entre trochas, quebradas y cercas que se abrían y se cerraban. Contó más de 40 puertas en ese recorrido que la llevó al paraíso paraco: una ciudadela que nada tiene que envidiar a las mansiones de Coral Grave, con habitaciones de lujo, varias piscinas, helipuerto, comunicaciones satelitales y criados, muchos criados.

Sofía estuvo allí, fungiendo de enfermera por una semana. Fue muy bien tratada: con respeto y lujo. El patrón fue un magnífico paciente hasta cuando, al séptimo día, amaneció con una ansiedad incontrolable. Vociferaba, daba órdenes desde su cama y ya no atendió ninguna de las recomendaciones médicas, sino que se paró, salió a su oficina de trabajo y desde allí se comunicaba con mucha gente por radioteléfono, celulares, satélite.

Varios helicópteros llegaron esa mañana al paraíso de Mancuso, y muchas camionetas de platón hicieron fila en la zona de básculas. Bultos eran descargados de las aeronaves, puestos sobe los camiones, pesados y finalmente despachados. Pudieron ser veinte o treinta, Sofía no sabe muy bien cuántos, todos llenos de bultos que estaban llenos de dólares, cuya cuantía se calculaba de esa forma tan grosera: por peso.

Al final de la tarde cuando la extraña actividad dio paso a una aún más extraña quietud, el patrón llamó a Sofía a su habitación, le ofreció disculpas por su comportamiento y le anunció que debería marcharse al otro día y que se dispondría de todo lo necesario para su retorno a Montería. No lo supo por boca del paciente, pero sí por el de su conductor al otro día: toda la bulla del día anterior obedeció al requerimiento del entonces candidato a la presidencia de contar con los dineros para la última fase de su campaña, dinero que debía alcanzar para el pago a las compañías encuestadoras, a los medios de comunicación, a los políticos regionales, en fin, para dotar de abundante aceite a una maquinaria que necesitaba funcionar muy bien en esas últimas semanas de la campaña.

- Plata, mucha plata para Uribe, mi niña –le dijo el hombre a Sofía-, billete que se lo va a cobrar todito el patrón

Sofía quedó muda y según me cuenta no dijo nada hasta el día en que, por alguna razón que no comprendo aún, soltó todo su rollo, como si no pudiera contenerlo más

Hoy, lo sabemos todos, Mancuso y su gente viven el mejor momento de sus vidas, gracias a las bondades de ese espectáculo circense que el gobierno de Uribe ha llamado cínicamente “proceso de paz”. Hoy, el parque natural del paramillo sigue inundado de matas de coca, de las que se siguen beneficiando el vanidoso y sus secuaces. Pero también hoy un nuevo episodio de violencia se cierne sobre la pobre Montería: la que se viene por el manejo del negocio durante los pocos meses que Mancuso esté en la cárcel.


Montería 2003, 2005, 2006
Bogotá, 2006

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16/03/2006

¿Qué hace un franchute viviendo en Guapi?


Hacia las 6 y 30 de la mañana, después de pasar una noche no del todo grata en una de las estrechísimas habitaciones del Hotel del Aeropuerto de Cali, salí hacia el counter de Satena con la intención de registrarme en el vuelo que tenía asignado para viajar a Guapi, a cumplir una misión más bien rutinaria, aunque en cierto grado memorable. A pesar de llegar con más de una hora de anticipación, la cola era muy larga, lo que llegó a preocuparme, pues bien es sabido que en los vuelos regionales no es que respeten mucho el cupo. Había más de las 30 personas que soporta el Focker y mucho equipaje del tipo cajas y equipamiento técnico, así que mientras lentamente avanzaba la fila, yo construía el plan b: permanecer ese día en Cali.

Justo adelante mío había una pareja constituida por una habitante de la región y un hombre joven que hablaba con acento francés. Pensé que podría ser algún extranjero de paso hacia la isla Gorgona, así que no le puse más atención y seguí maquinando el programa de actividades alternas que podría llevar a cabo en Cali ante la posibilidad de quedarme sin volar a Guapi.

Por fortuna, no hubo inconvenientes, así que abordé el avión y media hora después me estaba registrando en el puesto de policía instalado en el aeropuerto de la población caucana que visitaba. La persona que me esperaba, me saludó a lo lejos, pero al mismo tiempo que yo levantaba las manos para responder, el franchute alzaba su voz para gritar a modo de saludo el nombre de mi amigo, así que quedé un poco confundido. Supe casi enseguida por boca de mi anfitrión que el franchute vivía con él en su casa y por boca del propio franchute que llevaba año y medio viviendo en Guapi y era profesor de la Universidad del Pacífico.

Pasé aquél día y aquella noche desarrollando las labores que me habían llevado el remoto poblado negro y temprano en la mañana, después de una noche tranquila, me dirigí al aeropuerto para tomar el vuelo de regreso a Cali.


Carlos, mi amigo Guapireño, me llevó en su moto desde el hotel y en el aeropuerto no demoré más de la hora de rigor antes de tomar el vuelo programado. Entretanto me dejé lustrar los zapatos por un muchacho de ojos tristes que me recordó a mi hijo, y disfruté la compañía del franchute, quien estaba también en el aeropuerto, sólo que no como pasajero, ni como acompañante, sino simplemente estaba allí, sin ninguna razón aparente. He llegado a pensar que estaba para contarme lo que después conversamos, pero eso sería forzar mucho las cosas, pues nuestra charla no estaba planeada, ni mucho menos seguía algún guión, aunque mi labor de cronista me ha hecho pensar luego que su relato ha sido muchas veces contado y por eso resultó tan eficiente.


Francoise es en realidad un canadiense aventurero, descendiente directo de los hippies que hace diez años aterrizó por estas tierras y se quedó. Su primer lugar de residencia en Colombia fue Popayán, donde se vinculó a la Universidad del Cauca como profesor de inglés. Y desde entonces no ha encontrado más que situaciones extrañas y muy colombianas, es decir muy particulares, a las que ha tenido que adaptarse y de las que ha aprendido suficientes lecciones, como ésa primera de que a un profesor de inglés, sobre todo si es extranjero, no se le brinda ningún programa o plan curricular, sino que se le pide que hable con sus alumnos y que los haga hablar.

A pesar de su talante despreocupado, Francoise asistió a su primera clase cinco minutos antes de la hora indicada: siete de la mañana, con lista en mano. Se sintió inquieto a los cinco minutos, pues no llegaba ninguno de sus alumnos y entró en pánico a los quince, ante la soledad total, así que decidió ir a la secretaría académica y allí comprobó los datos del salón. Volvió y se encontró con una alumna ya en el salón, quien le explicó que no debía impacientarse, pues la costumbre era que los estudiantes llegaran entre quince y treinta minutos después de la hora. La alumna le advirtió también que el profesor sí debía estar cumplido, pues a él se le aplicaría, como a todos en la universidad, la regla del cuarto de hora, es decir, que si no llegaba durante los quince minutos iniciales de la clase, ésta ya no se realizaría. De modo que, sin saberlo, había hecho lo correcto

Francoise decía todo esto sin parar, haciendo gestos histriónicos un poco exagerados e intercalando de vez en cuando la frase, eso es Colombia, mientras yo apenas lo escuchaba, comprobando que tenía ante mí a otro loco deslumbrado por Macondo. Un Macondo que para mí no tenía nada de gracioso o de paradisíaco, después de haber visto a esos adolescentes guapireños vagando por el pueblo sin mucho que hacer y soñando con salir a otro lado, a otra ciudad, pues su pueblo no ha sido capaz de crear un ambiente para retenerlos.

Para el segundo semestre, ya Francoise era toda una celebridad en la universidad y seguramente en toda Popayán. Eso quizá fue la razón que explica la segunda anécdota. Iniciado ya el periodo lectivo, fue invitado, ni más ni menos que por el vicerrector académico, a una misión en territorio indígena. Por más que indagó, preguntando al propio directivo, a su secretaria y a otros, no logró saber la razón exacta de su vinculación a la misión, así que de nuevo sin mucha trascendencia, decidió acompañar a la comitiva, a modo de aventura. El grupo de académicos se reunió con los representantes de la comunidad indígena al día siguiente de su llegada al resguardo y muy temprano comenzaron las exposiciones, que consistían en persuadir a los locales de las bondades del proyecto que desarrollaba la universidad, y muy especialmente de la sensatez del plan de distribución de ciertas actividades agrícolas por parcelas que ya habían sido determinadas por el grupo de investigación, lo cual entraba en contradicción evidente con las tradiciones y las decisiones autónomas del gobierno indígena, lo que, por supuesto, produjo no sólo discusión, sino gran malestar. Fue entonces, cuando el vicerrector sacó su as de la manga. Aseguró que el proyecto tenía veeduría internacional y señaló a Francoise, quien, no negó nada, no porque estuviera de acuerdo, sino porque no contaba con referencias para decidir algún tipo de comportamiento y ante la perspectiva de caldear aún más los ánimos de la reunión, simplemente no habló, convirtiéndose así en víctima de intereses cuyo origen y motivación prefirió no investigar.

Fueron para Francoise tal vez unos siete años en Popayán, en la universidad, donde hizo una interesante carrera de investigador, hasta el día aquél en que decidió pedir aclaración sobre su situación laboral y académica y descubrió que su salario y su cargo no correspondían al de profesor. Un año antes, había sufrido una gran decepción, después de que, con un equipo de profesores, había solicitado financiación para llevar a cabo una indagación de tipo socio antropológico, la cual le fue negada por no se sabe qué asunto burocrático, y que sin embargo descubrió después que le fue asignada finalmente por otra agencia a uno de los jurados externos a la universidad que leyó su trabajo y lo plagió descaradamente. La respuesta que esa profesora le dio a Francoise ante su reclamo fue, haga lo mismo y no se queje, simplemente es una forma de acceder a los escasos recursos.

Esto dejó muy golpeado a Francoise, pero la tapa fue lo que sucedió con otro proyecto en el que él, sin aparecer como investigador principal, prácticamente dirigía y desarrollaba con las uñas, a pesar de que se financiaba y se pagaba salario adicional a más de tres profesores que nunca escribieron una línea. Eso sí para impartir órdenes y encomiendas estaban listos los otros académicos. Una de ellas fue la misión que se le encargó a Francoise de escribir una cartilla de setenta páginas a manera de informe final del proyecto y como condición de la Uneso, la agencia financiadora, en menos de tres semanas y con la sola asistencia de una secretaria de tiempo parcial. Tiempo que se convirtió en dos semanas y luego en diez días y sin secretaria. Francoise terminó a medias aquél encargo y fue cuando decidió indagar por su pago y su rol en el proyecto. De su averiguación resultó que durante años había impartido clases, participado en proyectos de extensión y de investigación a pesar de que su cargo era el de fotógrafo, labor que había también realizado y muy bien, pues llegó a sentirse como corresponsal de la Nacional Geografic.


Obviamente, Francoise renunció y fue así como fue a parar a Guapi, poblado negro caucano, uno de los cuatro polos de la comunidad afro colombiana, junto con Tumaco, Buenaventura y Quibdo. Francoise vive con otros dos compañeros y no sólo no ha dejado el acento de su provincia franco parlante, sino que no ha aprendido a cocinar fríjoles, pero ama la vida que lleva ahora como profesor de inglés y de sistemas en la sede de la Universidad del Pacífico

Un minuto antes de abordar el avión y dejándome llevar por un impulso que mezclaba la inquietud y el chovinismo, le pregunté a Francoise por qué razón vive en Colombia a pesar de que tiene las oportunidades que ninguno de los chicos guapireños tiene de hacer una vida más civilizada en su país. Su respuesta sigue siendo un enigma para mí: Por que aquí si hay vida, me dijo, y sonrió como anticipando mi desconcierto.


Cali - Guapi, Febrero de 2006
Bogotá, 2006

14/03/2006

Cértegui: dónde las estrellas son negras

1.

El Chocó es quizás una de las regiones más bellas del país, pero a la vez una de la más desdeñadas por la institucionalidad colombiana, para quien es tan sólo el lugar a donde han decidido vivir a su manera los negritos y nada más. No hay por qué extrañarse por eso de que los ajenos a esa maravillosa tierra quieran apoderarse de ella a las malas, ya sea para explotarla sanguinariamente o para convertirla en ruta del narcotráfico.

De otro lado, visitar el Chocó es entrar en contacto con la hipérbole: naturaleza hermosamente desquiciada (derivación constante de la selva), temperaturas increíblemente altas todo el tiempo, niveles imposibles de lluvia y gente bella y tranquila, absurdamente bella y tranquila.

2.

Quizás una de las visiones más completas acerca del Chocó y de su situación actual la ha narrado ya el desatendido escritor Javier Echeverry en su también olvidada novela “Caimandó: El camino del caimán”, irónicamente ganadora del premio nacional en 1995.

En estricto sentido Caimandó no es una novela tradicional: no hay una construcción de personajes ni tampoco la hilvanación de una historia, sino que más bien es una alternancia de voces que —por un efecto de acumulación— nos van dando a conocer las circunstancias de vida (y de muerte) en el Chocó colombiano, concretamente en Caimandó un pueblo ficticio, que bien podría ser cualquier pueblito de la región.

La estrategia narrativa de Echeverri es como sigue: el autor implícito de la obra (disperso a su vez en distintos narradores), y quien ha adoptado el lenguaje de la región para comunicarse, hace una breve introducción a los distintos fragmentos del texto y enseguida deja que las voces de los personajes —a través de diálogos— asuman el control de la narración. Estos diálogos podrían pasar por transcripciones de testimonios reales, en cuanto se respeta no sólo la sintaxis y la estructura lingüística del habla regional, sino su visión de mundo. Así es como van sucediéndose los testimonios de Galinda, Juan Caimán, Rosira, la bruja Aluma Gamboa, seño Camila, Juana, el Rafo Urrutia y hasta un Ñojosejai muerto, entre muchas de las voces que se alzan gracias a esa función del autor implícito de hacérnoslas cercanas y audibles. Voces a través de las cuales se va dibujando el mapa etnográfico de la región, con sus mitos y temores, con sus quejas y denuncias y con el horror a la extinción cultural que repica en cada uno de los testimonios.

Si bien de este modo cada pasaje va cumpliendo una función claramente informativa, ésta no se realiza de una forma arbitraria, sino que más bien se solidariza con la visión de mundo expresada de fondo. En efecto, la composición del libro, veintinueve fragmentos, cuya summa no necesariamente constituye un todo narrativo —en el sentido que ofrecería la expresión canónica de la novela—, refleja la manera como el mundo de Caimandó soporta lo que Eliade llama "el terror a la historia" de una cultura enclavada en la realidad del mito. Una especie de "ataque por todas partes" del mundo modernizador: el terror que significa ver los ríos infestados de muertos, el terror que significa para una comunidad tratar de entender una violencia que tiene tantos matices como intereses ajenos —y que por lo tanto se hace imposible de rastrear— y el terror que sigue causando la explotación de la mano de obra rural. Un terror que tiende a ser explicado como la irrupción del mal en la armonía del mundo mítico y que, por lo tanto, se asimila según códigos ofrecidos por la leyenda y por los ritos, pero que termina, de todas maneras, resquebrajando el mundo tradicional.

De ahí que se narren en Caimandó las vivencias de ritos como el carnaval sampachero o versiones de leyendas, como la del ángel solo o la de Don Balboa. Todo esto, en un tono de queja (más que de denuncia) que expresa el dolor por lo perdido. Es lo que sucede, igualmente, con la sensación —extravagante, por lo demás— que se tiene del narcotraficante. Así mismo, la explotación es percibida como una maldición, y la guerra, con sus temibles puntas (narcotráfico, paramilitares y guerrilla), como el "agua sucia" que no merecen y que por momentos refuerza la condición de esclavitud en la que siempre han vivido los negros chocoanos. Lo único que cambia es el amo, pues éste ya no solamente es el compratierras, sino el baquiano rico, o el mafioso, o el paramilitar.

Poco a poco, el mundo caimandiano, con su sincretismo, sus conflictos y sus códigos, va abriéndose a través de una historia recuperada desde la oralidad, hasta configurar una imagen compleja, pero completa, de este mundo fronterizo y marginal, convocando, en quienes estamos del lado de acá (del de la historia oficial), una conciencia asombrosa de la presencia de este mundo.

Las mismas voces de la novela sintetizan la forma y el contenido de la obra. De un lado, aparece esta frase, "Que les cuente ella por boca propia", que bien podría servir de modelo de la manera como se comporta en general la novela: como el vehículo para permitir la expresión del otro, del nunca escuchado, del subalterno que ha desarrollado su propia historia más allá (y más acá) de la historia oficial. Así mismo se escucha esta otra voz: "te meten la guerra a la casa", una frase que expresa la condición general que denuncia la novela. De este modo, “El camino del caimán” constituye una estrategia de resistencia cultural cuya mayor fuerza está en la implícita necesidad expresada de unir mito e historia, oralidad y escritura.

A la apropiación del lenguaje que se requiere para expresar la visión del mundo de la etnia (y que ya habían realizado en Colombia Arnoldo Palacios y Manuel Zapata Oliveira), se suma ahora en Caimandó una ruptura de lo canónico a nivel macro estructural en tres aspectos: primero, la composición misma del libro, que como se ha dicho se da en forma de fragmentos, planteando así una "verdad por acumulación", más allá de la pretensión sistematizante de la homogeneidad narrativa tradicional; segundo, el debilitamiento de la anécdota en favor de lo "etnográfico", y tercero, la clara y consciente puesta en escena de la alteridad del autor, quien ahora se esconde, desprecia su autoridad narrativa y permite que aparezca el otro. Ejercicio consistente con un claro mensaje: denuncia, palabra para el silenciado, respeto por el otro.

3.

Pues bien, como diría un escritor colombiano: una cosa es conocer este testimonio y otra es hallarse. He visitado varias veces Quibdo y he padecido su caos, pero he visto también su crecimiento y lento desarrollo. Allí abundan las “rapis” o motocicletas que te llevan por mil pesos a cualquier sitio en medio de los autos y de la gente que por igual transita la calle. Allí el tiempo se dilata casi a voluntad (“tenemos tiempo”, me dice la persona que me guía cuando visito la capital chocoana siempre que empiezo a acelerarme muy al estilo bogotano, y con ello me obliga a entrar en otra dimensión del tiempo y de la vida), allí las caras están siempre sonrientes y los niños juegan a toda hora.

Claro que no todos. Están también los desplazados que llegan todavía hoy por montones a la capital. Niños que como en el Colegio Diocesano Pedro Graum, ubicado en la zona norte (la más pobre de Quibdo), tienen allí, gracias a ONGs y otras instituciones, la oportunidad de educarse y de salir del laberinto del horror. Hay allí maestros que son verdaderos héroes, profesores que aprenden a querer a esos chiquitos asustadizos y desconfiados, pero necesitados de amor. No es fácil. ¿Cómo va a ser fácil, para un niño recién llegado, recién sacado de su tierra, oír que otro le dice “sapo”, cuando esa palabra ha sido la que alguien utilizó para condenar a muerte a su padre? ¿Cómo va a ser fácil para un profesor entender lo que asusta o motiva a un niño criado en medio de la incertidumbre y el terror?

Esto me contó el Rector del Colegio Graum. La maestra de biología entró preocupada un día a su oficina a contarle en qué había parado lo de la niña que se negaba a oír su clase. No sólo se había vuelto muy agresiva con ella y con los demás, contradiciendo su hasta entonces comportamiento tranquilo y receptivo, sino que llevaba varios días sin volver al colegio, y nadie sabía sus razones, pues ella se negaba a hablar del asunto. El rector llevó el caso a la sicóloga y después de unas duras sesiones se supo que la niña había entrado en pánico cuando la profesora empezó a enseñar el funcionamiento de la lengua humana en su clase. No era para menos: ¡a sus padres y hermanos los habían matado precisamente por culpa de su lengua!

4.

En mi última visita al Chocó, fui, hasta Cértegui, un pueblito a una hora larga de Quibdo, por una carretera bastante buena, interrumpida en un par de trayectos, pero muy transitable. La idea era ir hasta el colegio municipal para oficializar la entrega de una biblioteca y para hablar con las autoridades del pueblo. El intermediario de la visita fue el mismo secretario de educación del municipio, un antiguo profesor del colegio, lo que me convirtió en el destinatario de información de primera mano. Fue él quien, además, me recordó que Cértegui es la cuna del escritor chocoano Arnoldo Palacios, autor de una novela colombiana canónica: La estrellas negras, un dato que sabe todo conocedor de la literatura colombiana.

Pero de nuevo: una cosa es saber e incluso hasta imaginar cómo es el pueblito, y otra es hallarse. Además de su pomposo y moderno palacio municipal, Cértegui es como cualquier otro pueblo de la geografía chocoana: pequeñas tiendas que mueven un exiguo comercio, un colegio en plena decadencia, algunos autos que recorren con desidia las pocas calles, una cancha de fútbol, donde unos cuantos muchachos juegan y sueñan con ser estrellas, así sean estrellas negras y una alcaldesa que literalmente ha heredado la alcaldía de su marido muerto un par de años antes por razones no muy bien determinadas.

Tal vez, Raymond, hayas podido imaginar a Cértegui cuando hiciste tu magnífica obra sobre la novela colombiana, pero estoy seguro de que no conoces Cértegui y por tanto de que el dato sobre la ciudad natal de Palacios no pasa de ser eso en tu estudio: una información más. Tal vez, Raymond, si hubieras visto a esos negritos que yo vi jugando fútbol a la hora en que debían estar estudiando, con sus caras llenas de ilusión, tal vez si te hubieras desesperado con la falta de señal telefónica como me tocó a mí, tal vez si hubieras visto el palacio municipal, tal vez si hubieras conocido a los profesores del colegio, tal vez si hubieras tenido que beberte toda el agua que me tocó beber para evitar la insolación, tal vez si te hubieras enterado de que algunos de los niños desplazados que atiende el colegio Pedro Graum vienen de muy cerca, o que vivir en Quibdo es el sueño más grande de algunos de ellos, tal vez, Raymond, habrías entendido mejor por qué las estrellas de Arnoldo Palacios, sólo podían ser negras…


Quibdó – Cértegui, 2003, 2006
Bogotá - 2006

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9/03/2006

Una cabeza cae en el salón de clases

Nos hemos acostumbrado tanto a eso de los atentados terroristas que incluso algunos pasan desapercibidos y ya no son noticia. Ese es el caso de la explosión de una bomba de mediano poder ocurrida a finales del año 2003 en la carrera séptima de Bogotá, a la altura de la calle 40, a eso de la diez de la noche de un jueves tranquilo.

Hacia las nueve y media de la noche de aquél día, al otro lado de la calle, al frente del edificio de Educación Continua de la Universidad Javeriana, un hombre caminaba con evidente ansiedad de un lado hacia otro, cruzando primero la calle 40 hacia el sur hasta llegar al viejo edificio de la embajada francesa, devolviéndose luego hasta la entrada del túnel peatonal, y repitiendo el trayecto una y otra vez. Nunca se le vio atravesar la avenida ni bajar por la calle 40. Durante casi una hora recorrió la acera occidental de la carrera séptima sin modificar la ruta.

Al interior del Edificio de Educación Continua, todo era casi silencio a esa hora. En el único salón ocupado por estudiantes, se desarrollaba una actividad de evaluación individual, de modo que a excepción del ruido del sanitario que se descargaba una y otra vez debido a un escape y del rasguño simultáneo de los esferos sobre los papeles que contenían la prueba, nada más se escuchaba.

A las nueve y cuarenta y cinco, se dio por terminada la evaluación y diez minutos después sólo permanecían dentro del edificio Pacho Cisneros, el celador, y Yadira Martínez, la conserje, quien gastó diez minutos más recogiendo algún posillo y cerrando los salones. Ya en la calle miró su reloj y comprobó que eran las diez y diez, hizo cuentas sobre el tiempo que tendría en la mañana para hacer algunas diligencias personales y se dirigió hacia el sur, en dirección a la calle 39, por la acera oriental. Antes de cruzar la esquina, el hombre del frente hizo una pausa en su monótono vaivén y sólo entonces se notó que cargaba una tula, se agachó, la abrió como buscando algo adentro, la cerró, volvió a incorporarse y reinició el recorrido

La doctora Ana María León, directora del Centro de Educación Continua de la Universidad Javeriana, apagó el televisor al finalizar la emisión del noticiero, a las diez y diez de la noche, se dirigió a la alcoba de Laurita, su hija menor, y comprobó que seguía dormida, fue al baño, se lavó los dientes, y volvió a la cama, donde Eduardo, su marido, dormía desde hacía media hora. Verificó el mecanismo despertador, apagó la luz de la lámpara y puso su cabeza sobre la almohada, pero un segundo después la levantó intempestivamente, como reacción al timbre del teléfono, eran las diez y veinte minutos de la noche.

Pacho percibió de reojo una especie de fogonazo seguido de un ruido ensordecedor, llevó instintivamente sus dos manos a los oídos y tardó un minuto más para reaccionar, alguna esquirla de los vidrios destrozados del edificio rozó su cabeza y él se tiró al suelo, donde permaneció unos segundos, hasta cuando creyó que todo había pasado. Yadira sintió un empujón en su espalda después del estruendo y corrió, no hacia a la calle 39 como tenía previsto, sino hacia el interior del parqueadero del Edificio de Derecho. Percibió un olor a quemado y vio trozos como de árbol que caían sobre un automóvil, disparando las alarmas. Se sintió sola y la invadió un sentimiento de tristeza como pocas veces había experimentado, al poco rato lloraba desconsolada, pensando en sus dos hijos.

El hombre del frente hizo una pausa en su monótono recorrido, se agachó, puso la tula sobre el piso, miró su reloj y se dio cuenta que eran las diez y doce de la noche, levantó la tula y al ponerla sobre su hombro izquierdo recibió una ráfaga de imágenes en su cerebro. Recordó, como en una película acelerada, su reciente vida en la zona rural de Pereira, el asesinato de sus dos hermanos y de su padre, los gestos de horror de su madre y el peso de la tula, esa otra tula, en la que empacó de afán lo necesario antes de huir a Bogotá, para ponerse a salvo de los asesinos que no descansarían hasta acabar con todos los varones de la familia.

Ana María, lanzó un grito de asombro con el que despertó a Eduardo, no podía ser, un atentado en la Javeriana, tenía que salir para allá. Los niños también se despertaron. Eduardo llamó a un hermano suyo, quien aceptó ir lo más rápido posible al apartamento para cuidar a los niños, mientras los padres atendían la emergencia. Yadira decidió volver al edificio tomando todas las precauciones, las sirenas de las ambulancias y de los autos policiales sonaban enrareciendo el sosiego de la noche, mientras Pacho terminaba de hacer las llamadas de rigor. El hombre de enfrente había desparecido de la escena. Eran las diez y media en punto.

El paisaje que apreció Ana María a su llegada fue desolador. La portada y el segundo piso del edificio situado en al acera occidental de la carrera séptima, donde funcionaba un salón de belleza, estaban destrozados, las ventanas de los edificios adyacentes y cercanos habían desaparecido, la fachada del edificio de Educación Continua había sufrido graves daños y adentro varios salones estaban despedazados. Aquél donde se había realizado la evaluación pocos minutos antes, había recibido el impacto de la onda explosiva. En el interior, una buena cantidad de mesas había quedado aplastada por efecto del derrumbe de parte del techo. En la otra parte, se veía un gran agujero.

Ana María, acompañada de paramédicos y policías de la estación vecina, inspeccionó en detalle los estragos del salón. No tardó en encontrar la causa del gran agujero: una cabeza, la cabeza del terrorista, había caído dentro. Todavía goteaba su sangre. En pocos minutos, un grupo especializado del escuadrón antiexplosivos de la policía dio con los restos esparcidos del hombre de la bomba. Los brazos habían caído en el parqueadero de Derecho, a unos cien metros del salón. Eso que Yadira creyó que era una rama de árbol era uno de las extremidades del terrorista.

La noche terminó para Yadira, Pacho y Ana María a las dos de la mañana, después de que surtieron todas las indagatorias de rutina, después de evaluar la manera de enfrentar la situación al día siguiente, después de sosegar su ánimo, después de verificar que lo ocurrido había sido real, tristemente real, y no el brazo de alguna pesadilla colectiva.

Se indagaron varias hipótesis sobre el atentado: podría estar dirigido a la estación de policía, situada a escasas dos cuadras abajo, por la calle 40, pero también podría estar dirigido al salón de belleza, que fue el establecimiento que más sufrió daños, o podría estar dirigido contra la Universidad Javeriana. Aún hoy no se tienen certezas ni del objetivo ni tampoco de los autores intelectuales. Lo único que se ha comprobado es la identidad del hombre de la bomba, un desplazado más de la violencia que resultó involucrado, no se sabe muy bien cómo, con maleantes muy peligrosos, tan peligrosos que contaban con insumos de guerra. Alguno de los actores del conflicto: narcotraficantes, mafiosos, paracos o guerrilleros. Para el caso da lo mismo.

No hay certezas, sólo víctimas, y esa imagen tan macabra de una cabeza cayendo dentro de un salón de clases de la que difícilmente nos podremos sustraer.



Bogotá, 2003
Bogotá, 2004 - 2005

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