Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

12/06/2006

Doctores y orines

Salgo de la estación Moncloa e ingreso al Parque Oeste con la sensación de que es la última vez que lo hago. Por eso disfruto cada paso, cada aroma, cada imagen. Hace algo de frío, pero no llueve. Veo a los jóvenes madrileños con su caminar apurado y su desparpajo y siento de pronto una gran ternura. El deseo de retener en mi memoria estos instantes impone por momentos una especie de visión en cámara lenta. Hay en todo caso una suerte de cruce de ritmos que se acrecienta a medida que avanzo por los senderos del Parque: el mío, determinado por la ansiedad del momento, y el de los demás, indiferente a mis sentimientos, definido por la rutina del día a día.

A mi derecha el Palacio Presidencial de la Moncloa, con su imponencia y su misterio. A mi izquierda, la avenida del Arco del Triunfo. Triunfo de quién, me pregunto, conciente de mi ignorancia, pero emocionado por una especie de contacto intuitivo y solidario con el flujo de la agitada historia española. Al fondo, la Avenida Séneca que conduce a Senda del Rey, la calle por la que debo caminar para llegar a la sala donde ha de estar todo preparado para defender mi Tesis de doctorado. Y hacia el norte, la ciudad universitaria con sus grandes edificios y su bulla juvenil. Autobuses rojos y autobuses verdes transitan por las avenidas, mientras la gente apura el paso a la hora de cruzar la calle o espera paciente y disciplinada la señal para hacerlo.

También los árboles mezclan el rojo y el verde. Es el comienzo de un invierno que será moderado. Al otro lado de la avenida se encuentran los llamados Colegios Mayores, especie de centros universitarios en otras épocas, hoy residencias estudiantiles. Cada uno corresponde al nombre de un país suramericano. Miro con cierta curiosidad y simpatía el Colegio Mayor de Colombia. Al frente de la puerta, el busto de Miguel Antonio Caro, personaje prohispánico de finales del siglo XIX, muy querido en estos ambientes, pero ya con poco significado para los colombianos de hoy. Los andenes están repletos de hojas secas que hago crujir con un placer inesperado. A mi espalda oigo que para un autobús. Juego a adivinar si es un vehículo municipal o si recoge pasajeros para fuera de la ciudad. Lo veo pasar hacia la avenida Valladolid. La aparición de varios edificios semejantes entre sí anuncia mi destino final: la Facultad de Filología. Cruzo primero por el recinto de la Biblioteca en plena remodelación, y entro luego al lobby del edificio que he visitado tantas veces. El ascensor me lleva hasta el sexto piso.

En la sala 612 está todo listo: el proyector con el cual espero ayudarme en la exposición de mi Tesis, la mesa desde la que haré la “defensa”, y la del Tribunal, amplia y larga, pero decorada con una austeridad impactante, con sus 5 sillas altas; todo dispuesto estratégicamente al fondo de la sala. Mi Director está ya en una de las sillas dispuestas para el público y para sorpresa mía me presenta a alguien que asistirá al evento.

La verdad, estoy tranquilo. Sé que el trabajo realizado es bueno y que mi viaje desde Bogotá, culminación de un proceso de más cinco años, no será en vano. Con esa seguridad comienzo la exposición, después de haber escuchado de labios del Presidente del Tribunal la secuencia del procedimiento y la presentación de los otros miembros, entre los cuales distingo a uno que ha sido por varios meses un corresponsal abierto y cordial. Me han dado veinte minutos y creo haberlos aprovechado bien. Al terminar, miro furtivamente a mi director y percibo su gesto de aprobación.

Entonces comienzan las intervenciones de cada uno de los miembros del Jurado. Empieza el conocido mío. Escucho sus amables adulaciones con orgullo, pero en seguida viene una serie de críticas al trabajo que le lleva media hora argumentar. Yo anoto en mi libreta cada cosa e imagino los contra argumentos, un poco sorprendido de la capacidad que ha tendido el profesor para ver cosas donde en realidad no las hay. Con la intervención del segundo jurado, quien sigue el mismo esquema: adulación corta, exposición larga de críticas, visualización de detalles inesperados, a veces, arbitrarios, mi estado de ánimo pasa de la sorpresa a la inquietud y con ello sumo ya cinco emociones. Pero no serán las últimas. El tercer jurado con saña maligna y oratoria anacrónica me hace sentir rabia, y el cuarto con sus puntos de vista sesgados, humillación. Pero será el quinto jurado quien, al lanzarse en emboscada franca, tras rebuscar algo que decir, hace estallar mi alma en mil sobresaltos que por poco se traducen en la expresión de improperios.

Durante las cuatro horas que ha durado el asunto, he bebido unas dos jarras de agua y garrapateado unas diez hojas, de modo que el anuncio altanero que hace el presidente del tribunal de los escasos diez minutos que tengo para responder a las inquietudes de los jurados, me hunde en el terror. Logro sobreponerme y vuelvo a la calma. Recojo rápidamente todo en tres bloques de preguntas a las que respondo con sorpresiva eficacia y miro al director, quien vuelve a hacerme el mismo gesto de antes, sólo que esta vez me confunde. El presidente le permite la palabra al director, y él me apoya decididamente, aunque que ya no sé si por los méritos de mi trabajo o por pura compasión. Entonces se nos pide que abandonemos la sala para la deliberación final del Tribunal.

Afuera, a manera de consuelo, la testigo que ha presenciado con paciencia todo el debate, me cuenta la experiencia de una amiga suya en una situación académica similar: las oposiciones, o exposiciones que se hacen con motivo del otorgamiento de una cátedra titular en la universidad. En este caso hay también un tribunal, pero son dos los expositores: los finalistas de un largo y tortuoso proceso de selección de profesores que aspiran al cargo. Y estos expositores tienen que oponerse, es decir, demostrar cara a cara la superioridad de cada uno, en una especie de arena intelectual sangrienta en la que los miembros del tribunal hacen el papel de azuzadores o banderilleros. Pues bien, el cuento de la testigo es que su amiga no fue capaz de soportar la presión y cayó en el llanto abierto y en la justificación personal, creando una atmósfera absolutamente patética. La verdad, la anécdota no es que me tranquilice mucho. A esa hora llego incluso a creer que seré reprobado. Con toda la cortesía de la que soy posible, me retiro hacia los servicios, pues la ingestión de tanto líquido presiona mi vejiga insoportablemente.

Entro al baño, haciendo memoria de la secuencia de mis emociones: tranquilidad, seguridad, orgullo, sorpresa, inquietud, rabia, humillación, sobresalto, indignación, terror, calma, confusión, intranquilidad. Todo sin contar la melancolía, la ternura y la nostalgia de mi paseo previo al arribo a la sala del tribunal. Mientras satisfago mis necesidades fisiológicas veo como cada uno de los miembros del tribunal llega al baño a hacer lo mismo que yo hago y recuerdo entonces la manera como también se fueron vaciando las jarras de agua dispuestas en la mesa de los jurados. Me demoro a propósito para no encontrármelos en el pasillo que separa el baño de la sala.

Unos minutos más tarde, se nos pide el acceso a la sala. Es la hora de la sentencia. Después de un corto preámbulo, el presidente anuncia que el jurado ha decidido otorgar la calificación más alta a mi trabajo: el suma cum laude. Se añaden ahora la perplejidad y el agradecimiento a la saga de emociones del día. Todos me dan la “bienvenida al club” y me llaman entonces “Doctor”. Entiendo así dos cosas: 1) que más que una defensa intelectual, la defensa de tesis ha sido una defensa emocional y 2) que el encuentro en el baño no ha sido más que una anticipación de lo que se estuvo fraguando en la sala del tribunal: la confirmación de que todos, aún antes de la sentencia, somos iguales. Seres humanos con las mismas condiciones fisiológicas, pero también con las mismas aspiraciones. Ser doctor es, por eso, ser igual a otros doctores; curiosidades de la cultura humana que necesita superponer condiciones sobre condiciones para dejar en claro al final que somos humanos demasiado humanos.

Afuera, el paisaje no ha cambiado. Recorro las conocidas calles de regreso hacia Moncloa, pero esta vez lo hago con celeridad y ya sin ninguna emoción. En mi mente no tengo otro propósito que llegar a mi aposento para refugiarme allí hasta el otro día.




Madrid, Pamplona, noviembre de 2002
Bogotá, 2004

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