Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

14/04/2006

Una Geisha en mi corazón

No lo supe a ciencia cierta, sino hasta que vi la película. Angela había sido para mí, lo que las geishas japonesas para los varones ricos japoneses: un remanso de placer y de armonía. La posibilidad de conversar con ella de asuntos que la mayoría de las mujeres desprecian o no comprenden, como la sensibilidad del escritor, sus proyectos, sus vicisitudes, sus pactos a veces degradantes; la ocasión para jugar al amor, a ese amor sin reclamos ni demandas que la vida me regalaba; el goce de extraer del sexo, de nuestros ejercicios sexuales, sus más recónditos y asombrosos frutos; y también la complicidad en la trasgresión, la burla de las rigideces institucionales y la saña contra los personajes que nos acosaban; todo eso nos henchía de libertad.


Nuestras citas clandestinas nos excitaban, nos llenaban de energía, nos recargaban de amor y de fuerza para seguir jugando después nuestros ridículos y absurdos roles oficiales. No necesitábamos ponernos de acuerdo, no había agendas, ni tampoco horarios, simplemente bastaba una llamada mía y ella me esperaba en su apartamento, al que yo llegaba empapado en ansiedad. Algún detalle inesperado siempre me esperaba: la chimenea ardiendo, una botella de vino adecuadamente aireada, la lectura de algún poema nuevo, su cuerpo totalmente desnudo bajo las cobijas, la noticia que nos hacía reír o la ropa mojada sobre su piel que marcaba sus curvas de esa forma tan infame, y que yo me obstinaba en lamer hasta el dolor.

A medida que fuimos aprendiendo, el preámbulo se hacía más corto y más largo el epílogo. Pero el acto central de nuestros encuentros era el sexo. Mi llegada convertía su alcoba en un recinto de fuego que sólo se apagaba cuando terminábamos de hacer el amor. Sus ropas eran siempre más fáciles que las mías, pero yo logré habilidades muy grandes para el desviste rápido, de modo que la pasión no tuviera tropiezos. Y una vez desnudos, me lanzaba a beber de su sexo fresco, limpio y siempre jugoso. A veces bastaban dos o tres sorbidas de su néctar para que ella estallara en placer, un placer que me excitaba aún más, que me volvía loco de deseo, que me convertía en un acróbata del delirio y la fruición. Pero ella, sabia, me detenía, todavía no, quiero compensarte, tomaba mi pene enardecido, lo besaba con una suavidad que subía como legión de hormigas hasta mi garganta, lo aplacaba por instantes y luego lo atacaba con sus labios, hasta justo el momento anterior a su inminente rendición, y entonces, con una delicadeza que no hacía sino sacar lágrimas de mis ojos, lo introducía con suavidad, con amor, en su estrecha gruta, y allí el encuentro se consumaba, una, dos, tres veces, envueltos ambos en una magia que nos daba poder y felicidad.

Después venía el sosiego, un sosiego que se parecía a la felicidad. Venían las palabras, las de cariño, primero, las de complicidad después. Lo que me había pasado en esos días en que no la había visto, lo que ella me traía de su propia cosecha. Sus poemas, sus pensamientos siempre tan lúcidos, sus comentarios, sus trabajos y los míos; alguna copa, música, velas, el canturreo de la madera a lo lejos, y su cuerpo, su cuerpo volviendo a llenarse de deseo y el mío, el mío, atravesado por los locos anhelos de amarla de nuevo.

Hoy, los recuerdos más vivos, las imágenes más potentes de mi mente, provienen de esa hermosa época en que nos amamos tanto. La del agua que corría sobre nuestros cuerpos en la ducha, destinada dizque a borrar huellas, y que no hacía sino ensuciarnos de más amor, porque inevitablemente nos excitaba y terminábamos por eso allí enjabonándonos con el aceite de la lujuria. La de las acrobacias eróticas que hacían del kama sutra un manual para dummies y de las que quedó una larga secuencia sin ejecutar, lista que el éxito de nuestros encuentros hacía crecer y que incluía el amor en los ascensores, en las grutas, en las oficinas, sobre las mesas, sobre los asientos y butacas; en las poses más incómodas, por delante, sentados, por detrás, en cuclillas, de lado. La de sus senos, pequeños, firmes y temblorosos, respondiendo a mis caricias, mientras mi boca exploraba sus laberintos en busca de ese gesto que confirmaba la llegada explosiva del placer. La de su vientre templado y firme, vientre de mujer que nuca parirá. La de su cuerpo desnudo, de espaldas, cuando se levantaba de la cama y danzaba como una bella prostituta para excitarme malévolamente. La de sus piernas abrazando con fuerza mi cintura cuando hacíamos el amor con apremio contra las paredes

Pero lo que más recuerdo y anhelo es su amor, que era el amor en su mejor expresión: tan lleno de alegría y complicidad, tan falto de reclamos, de proyectos y de compromisos.

El corazón muere en una muerte lenta
Cada esperanza se derrama como las hojas
Hasta que un día no hay nada
Ninguna esperanza
Nada permanece


A principios del siglo diecisiete, el Japón feudal de los shogunes cerró sus puertas al mundo. Sin embargo, no se pudo evitar el crecimiento de pueblos y ciudades y la actividad mercantil.

Los grandes señores despreciaban a los comerciantes, aunque debían recurrir a ellos como prestamistas. Si bien éstos se enriquecían cada vez más, chocaban con una sociedad de reglas muy estrictas: ni siquiera podían usar ropas lujosas para que nadie los confundiera con un señor feudal.


Las únicas libertades que podían tomarse eran las propias de los distritos de cortesanas. Y es lo que hicieron: con las geishas pudieron encauzar la vida social.
En esos barrios florecieron las ochayas, casas de fiestas en las que los comerciantes discutían sus negocios, eran atendidos como señores y se dedicaban a pasarla bien. Los hombres limitaban sus hogares a la vida familiar. Para la esfera laboral y social -y no sólo para el placer- las ochayas eran el verdadero hogar.

¿Qué papel jugaban las geishas? Su nombre deriva de dos ideogramas chinos que significan "arte" y "persona": algo así como "la persona que domina todas las artes". La belleza era secundaria: lo que importaba era la agudeza y fluidez de su conversación. Su preparación demoraba años y no se limitaba a la complicada ceremonia del té: cuando pocos sabían leer y escribir, ellas dominaban Historia, Arte y Matemática, además de canto, baile y guitarra japonesa. Eran también expertas en política y relaciones públicas, pues muchos negocios dependían de su diplomacia y capacidad para resolver situaciones difíciles.

Sin embargo no pasaban de ser esclavas de lujo, compradas y vendidas como un mueble valioso, y eran despreciadas públicamente. Ni siquiera podían poner sus nombres en las tumbas. La vida útil de las geishas era corta, pues rápidamente quedaban calvas por el ungüento con que se peinaban, y el plomo que servía como base para su maquillaje blanco las marcaba para siempre. Su destino por lo general era el asilo o el suicidio: nunca llegaban a independizarse de la okiya, y tampoco les hubiera servido demasiado lograrlo, pues la piel manchada las estigmatizaba para siempre.

Debían dedicar varias horas a vestirse. El maquillaje tenía que cubrir rostro y cuello (también se pintaban la nuca, que era considerada la parte más seductora). Después de colocarse la pasta blanca, pasaban un trozo de madera quemada para ennegrecer las cejas y delineaban los ojos con pintura roja para resaltar los ojos oscuros. De rojo también pintaban las mejillas (con polvo de flores) y los labios.
Untaban el cabello con un ungüento grasoso que le daba brillo y lo mantenía tirante y bien peinado durante una semana. Luego se ponían una serie de kimonos a modo de enaguas y sobre ellos el de geisha. Finalmente, un anciano -el hakoya- les envolvía fuertemente la cintura con una faja -que podía llegar a medir cuatro metros de largo- y daba los últimos toques al atuendo.

Todo realzaba la apariencia de marioneta que mostraban también con sus modales y su manera delicada de hablar. Sus rasgos de esfinge eran producto de un largo aprendizaje: se consideraba de mal gusto la expresión de cualquier sentimiento, tanto de tristeza o nostalgia como de alegría excesiva.



Tenía sus llaves, las de su apartamento y las de su corazón. A veces iba hasta su alcoba sin avisarle. Si estaba allí, esa imprudencia nos enloquecía hasta el paroxismo. Éramos capaces de retar lo más peligroso: ponerme en evidencia. Si ella no estaba, yo me llenaba de una ansiedad insoportable que sólo resolvía escribiendo una carta repleta de improperios y frases tiernas, llena de quejas y de lisonjas, embadurnada de impertinencias y de halagos; una carta que dejaba sobre su cama. Al final, esas esquelas, que ella fue coleccionando junto con los condones que usábamos, se convirtieron en el mejor testimonio de nuestro amor. Algunas veces la encontraba con alguien o estaba a punto de salir y aunque el acuerdo tácito era respetar esos momentos, la verdad es que mi corazón sentía con dolor la imposibilidad de tenerla en ese momento, pero no era su dueño. Y no era cuestión tampoco de celos, nunca existió algo parecido entre nosotros, sino más bien un sentimiento cercano a la tristeza, la desolación de no estar juntos, condición que, por lo demás, era la que sufríamos los dos como resultado de esa situación en la que yo no podía arriesgar nada de la vida que había construido o que me habían construido antes: ni el importante cargo que desempeñaba, ni mi familia; nada de eso era negociable y ella lo sabía, lo aceptaba, lo resignaba. Por eso, los momentos en que nos veíamos eran tan intensos, porque sustituían eso que no podíamos tener: la noche entera para nosotros, la exposición pública.

Un cronista japonés recogió la historia de una geisha que conoció en un asilo de ancianos a fines del siglo pasado. Umechiyo venía de una familia de buen pasar, pero arruinada por la muerte del padre. Sus tíos la vendieron a una okiya cuando tenía ocho años. Allí convivió con la administradora (una ex geisha), ocho geishas, dos sirvientas y un hakoya. Ella y otras seis niñas eran las oshakus (doncellas). La administradora llevaba un cuaderno en el que anotaba los gastos por comida y educación de cada discípula.

Además de estudiar todo el día desde las cinco de la mañana, el método para estimular el aprendizaje de las niñas consistía en tener un trato diferencial entre geishas y oshakus: éstas debían bañarse con agua fría y no estaban tan bien alimentadas como las otras, que no debían demostrar hambre ante un cliente.

Una mañana, cuando cumplió dieciocho años, Umechiyo fue de sorpresa en sorpresa: se bañó con agua caliente y le sirvieron una comida abundante y deliciosa. A la hora de vestirse, la administradora le dio un kimono espléndido y el hakoya le puso una faja bordada con hilos de oro.

Era su debut, aunque todavía no era una verdadera geisha. Fue con sus compañeras a un gran salón de fiestas, donde tuvo mucho éxito. Esa noche un comerciante sesentón decidió comprarla por unos cincuenta mil dólares de hoy (además de los gastos anotados en el cuaderno durante los diez años de estudios).

Aunque ella siguió viviendo en la okiya, tuvo una especie de boda: recibió de su dueño un anillo de brillantes, se organizó una fiesta a la que asistieron los personajes y las cortesanas más importantes del lugar y cambió su nombre por el de Umeya cuando se inscribió en el registro de geishas.

Para el hombre, ser dueño de una joven bella y talentosa como ella era una muestra de poder. Él y Umeya eran invitados a todas las fiestas importantes y los conocimientos políticos de la joven atraían el interés de personajes influyentes, lo que se traducía en prestigio para el patrón.

Un par de años después el comerciante volvió a pagar por ella para sacarla definitivamente de la okiya y hacerla su concubina. Pero no era una cuestión de amor: no se podía tener dos geishas a la vez y las complicadas convenciones exigían que el comerciante adquiriera otra para demostrar que era cada vez más poderoso, pero no podía correr el riesgo de desprestigiarse si la okiya vendía a Umeya a alguien de menor condición social.

Instalada en una linda casa, con dos mujeres que hacían de sirvientas y vigilantes, Umeya perdió contacto con el mundo exterior. Como concubina, una vez al año debía someterse a la humillación de presentar sus respetos a la esposa de su patrón (aunque no podía hablar, pues su voz habría ofendido la casa), quien le regalaba un kimono usado y agradecía los servicios prestados. Umeya sabía que más tarde la señora haría limpiar con sal los sitios donde había estado parada la concubina.
Cuando su dueño murió ella no se enteró: sólo lo supo cuando envió a una sirvienta a preguntar por su ausencia. Pero el dinero que la viuda le envió no alcanzaba para la supervivencia de ella y del hijo que había tenido.

Así las cosas, comenzó su decadencia: volvió a la okiya, donde sirvió a distintos patrones, y cuando se sintió vieja comenzó a dar clases, pero finalmente fue a parar al asilo. Su hijo se mandó a mudar en cuanto pudo, pues su origen era vergonzante.

Pero ni en el asilo tuvo tranquilidad. Sus modales, la calvicie y las manchas en la cara la delataban; sus propios compañeros la despreciaban y la obligaban a servirlos. Sólo una vez al año, para una fiesta que se celebraba allí, volvía a vestirse como siempre, cantaba y bailaba como sabía hacerlo: ante ese auditorio de indigentes, Umeya sentía que recuperaba su antiguo brillo.


Éramos dos seres distintos, tan distintos: yo organizado, racional, enredado; ella: intuitiva, soltera, descomplicada. Pero mis agendas, mis razones, mis enredos se quedaban inexorablemente fuera de la habitación; en primer lugar, porque el comienzo de cada encuentro era mudo: las palabras no tenían cabida en medio de esa amalgama de besos, de abrazos y de humedades; y en segundo lugar, porque cuando llegaban las palabras, ella sabía conducirlas hacia lo que me sosegaba y me tranquilizaba. Quizás por eso, cuando regresaba a ese mundo otro, el mundo oficial, el de las razones, las agendas y los enredos, estos y aquellas se volvían insulsos y manejables. Ese era quizás el valor más importante que tenía para mí la relación con Angela, pero también ése era el combustible para mi amor por ella, para mi dependencia de ella.

Ella pinta su cara para esconderla
Sus ojos son agua profunda
No es para la geisha querer
No es para la geisha sentir
La geisha es artista del mundo flotante
Ella baila
Ella canta
Ella entretiene
Cualquier cosa que usted quiera
El resto es sombras
El resto es secreto


Ya hacía bastante tiempo que no nos veíamos, hacía años que el remanso había cobrado su fin, cuando vi la película de Rob Marshall. Ambientada en un mundo lleno de misterio y exotismo que aún hoy sigue hechizándonos a todos, la historia tiene lugar en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando una niña japonesa es separada de su humilde familia para trabajar como sirvienta en una casa de geishas. A pesar de que se cruza en su camino una rival traicionera, que casi consigue quebrar su entereza, la niña se convierte en la legendaria geisha Sayuri. Hermosa y dotada de un gran talento, Sayuri cautiva a los hombres más poderosos, pero sobre ella se cierne la sombra de un amor secreto, un hombre al que ella no puede aspirar.


Entonces, no sólo por los ojos de agua de Sayury, sino por la historia misma de la niña que termina de Geisha y por el ambiente del film, pensé en Angela. Supe que su complicidad, su cultura, su resignación, eran las de una Geisha. Supe también por qué había terminado nuestro affaire: habíamos vivido un anacronismo, una historia que no tenía cabida en nuestros tiempos y por esos estaba condenada a un final. La verdad es que hoy no sé qué es de ella, a lo mejor le sirve a otro señor, o ha hecho su vida y ahora tiene razones que dar, reglas que cumplir y enredos que solucionar. Tal vez se mudó de la ciudad o murió, no sé. Lo único cierto es que Angela, su amor, su recuerdo, es hoy una imagen que venero, y que mantengo en mi corazón


En la actualidad no son esclavas, sino que eligen libremente la profesión. Cuando no trabajan visten a la occidental; los cosméticos modernos y las pelucas les evitan los estragos de antes. A pesar de la prohibición, existen algunas okiyas adonde pueden ir a formarse, pero casi no quedan salones de fiestas, y los que hay son muy caros.

Su trabajo se parece más al de una anfitriona. Por lo general son contratadas por industriales o comerciantes que agasajan a sus socios o invitados con un espectáculo exótico o que mantienen el hábito de separar la vida familiar de los negocios y la política.

Algunas aparecen en la televisión o en el teatro u organizan shows para turistas. Ahora muchas hablan varios idiomas, saben jugar al golf o al tenis, pero todas mantienen la rica formación que las hizo célebres, aunque ya no tengan mucha ocasión de desplegar sus habilidades: trabajar en un club nocturno o en un restaurante de lujo es tanto o más rentable y no obliga a ningún tipo de educación especial. Sin embargo se muestran orgullosas de su profesión y una vez al año, hacia la primavera, realizan en las calles el "desfile de las geishas": allí, vestidas con sus ricos quimonos, regalan a la gente la fascinación milenaria de su arte



Bogotá, 2000 - 2003
Bogotá, 2006

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