Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

13/02/2006

Lucero inalcanzable

No podría describir ahora su rostro ni mucho menos su cuerpo, porque hoy la sigo recordando como la chica que se le pasaba allá en la ventana del segundo piso de la casa de enfrente. Además, con el tiempo, la distancia real que separaba mi vista de su imagen se ha hecho enorme, de modo que ni siquiera puedo recordar si era rubia o morena. Sólo me ha quedado esa vaga sensación de que siempre estuvo allí, quizás porque esa es la única impresión que aun pervive en la estrecha parcela que mi memoria ha dispuesto para los recuerdos, cada vez más borrosos, de esa época en que por última vez fui feliz e inocente.

Sabía su nombre, porque entonces mamá lo repetía con frecuencia, casi con desesperación. Por mucho tiempo, su tragedia fue el tema de plática de las señoras que la visitaban. Nunca comprendí muy bien su historia. Sólo recuerdo que mamá me decía que había muerto, que había fallecido (una palabra que me sonaba misteriosa y compleja), que se había ido para el cielo y todas esas cosas que se dicen a un niño de seis años para no afectar su sensibilidad. Pero yo seguía viendo allí, en la ventana del segundo piso de la casa de enfrente, ese rostro bello y esas dos prominencias de su pecho que para mí, niño que no conocía el pecado, constituían el secreto. Seguía viéndola incluso muchos meses después de que no se habló más de ella en la casa; mucho después de su entierro, de las misas conmemorativas, mucho después del último recuerdo que circuló en el barrio. Lo extraño es que fue precisamente después de su desapa­ri­ción que ella se fijó en mí: me hacía señas, me llamaba con sus dedos blancos, me lanzaba besos con sus manos, me invitaba a su compañía. Mi madre estuvo a punto de hacerle caso a una vecina suya en la idea de visitar un especialista (así llamaban al loquero), para que me observara, porque todos estaban convencidos de que por alguna diabólica razón la muerte de Lucerito me había trastor­nado. Pero era verdad, ella seguía en la ventana; claro que ya mucho más tranquila que en los días en que todo había sido comadreo y chisme en el barrio por lo de su boda con el viejo del supermercado; por entonces yo la notaba muy angustiada: se recostaba contra el vidrio y se ponía muy fea, con esa nariz como de marrano que se le deformaba cuando pegaba demasiado su cara y la boca llena de babas y las mejillas mojadas por sus lágrimas y esas manos crispadas que no parecían suyas, manos de loca, blancas, demasiado blancas, como vacías de sangre. Gritaba con un alarido mudo que me asustaba y torcía la boca como un demonio de esos que entonces aparecían en las revistas de superhéroes. Fueron varios días así. Después no volvió a salir por un tiempo, hasta una mañana en que —ya sin esperarla— volví a verla en la ventana. Entonces no me quedó duda de que todo había sido puro cuento, una mentira que habían inventado en la casa, en la cuadra, en el barrio, quién sabe por qué razón. Apenas alcé la persiana la vi, como si ella hubiera estado espe­rando ese momento: empezó a moverse graciosamente para llamar mi atención, girando sus brazos, sonriendo y gesti­culando algo que yo entendí como su mensaje de supervivencia, y sentí un estremecimiento en el pecho y en las manos. No me asusté, recuerdo que no me asusté; ni siquiera me sorprendí, simplemente le seguí el juego y más tarde le relaté a mamá el prodigio, pero fue cuando ella me explicó eso de fallecer (que no era padecer ni humedecer, sino fallecer). Al principio no supe qué pensar. Recuerdo que le conté a mi hermano Ricardo que ella se asomaba todavía en la ventana y él me contestó algo que me gustó mucho: «debe ser que la pobre se quedó atrapada en el cristal». Pero, en realidad tampoco me creyó; lo dijo como para salir del paso ante mí insistencia y ya no volvió a hacerme caso.

Tiempo después, ella fue desapareciendo también para mí. Sin embargo, a veces, cuando estoy angustia­do y triste, vuelvo hasta la vieja casa, miro la ventana del segundo piso de enfrente y aunque —por supuesto— ya no logro verla, su simple recuerdo me sosiega. Si me preguntaran por qué dejé de verla, no sabría qué contestar. De lo único que estoy seguro es que su ausencia definitiva en mi vida tiene algo que ver con el gran abatimiento que sentí cuando por primera vez le pegué a un perro manso, en alguna de mis aventuras infantiles.


Jaime Alejandro Rodríguez
Bogotá 1970
Bogotá, octubre de 1989 - 2005

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