Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

12/02/2006

Una utiopia llamada Luisa

Cómo olvidarlo. Semana santa del 73: un viernes soleado, diez de la mañana. Luisa había salido a esperarme a la plazoleta del pueblo, según lo convenido, mientras yo viajaba en bus —ya con retraso— desde la ciudad hacia el lugar de la cita, después de haberme peleado con todo el mundo en casa; armado apenas con un morral de milico que había conseguido en el mercado de los hippies, vestido apenas con un blue jean desteñido y estrecho, una camiseta china muy delgada, sandalias suela-de-llanta, sin medias (claro) y luciendo un cabello libre y suelto que —por fin aquel día— había franqueado la terrible barrera que le imponían mis orejas-de-dumbo; y envuelto por la misma aura vital que dos horas antes, al momento de comunicar a la fami­lia, reunida en pleno, la tremenda decisión de abandonar la casa, se había apoderado de mi cuerpo en forma irremediable.

No cabía de la dicha en el bus-destino-U: los ojos que me miraban (o extrañados o rabiosos o asustados o cómpli­ces) alimentaban mi confianza. Para mi suerte, la música que difundía la radio a esa hora no podía ser más apropia­da: el rocanrol sabrosito que me transporta­ba tan fácilmente al paraíso, a esa especie de edén entrevisto en las películas de Elvis o de James Dean donde sólo hay muchachi­tas flacas y medio putonas encargadas de la dicha eterna.

Así habría de ser mi vida de ahora en adelante, así debía ser. Lo único que me preocupaba era de qué manera habría de integrarme al grupo si no tenía ni la más remota idea de hacer música. Claro que para bailarla y gozarla no había quien me ganara, pero hacerla era otra cosa. En todo caso, me habría sentido más tranquilo si, según lo convenido, Luisa hubiera hablado ya con Lucas sobre la posibilidad de colaborar con los textos, en la composición de las letras, quizás con algún poema mío de esos tan bonitos, tan románticos.

Y no es que Luisa me hubiese plantado, según se supo después, sino que se cansó de esperarme y se volvió para la casa, justo un minuto antes de que el bus destino-U llegase a su destino.

De cualquier manera, no pasó mucho tiempo antes de que me entrara el culillo y entonces ya no supe si quedarme allí (Like a fool on the hill) esperando a alguien que tal vez ya no vendría o regresar (Lucy vuelve a casa), pedir perdón y asunto concluido.

Lerdo como estaba, tardé bastante en tomar alguna deci­sión y, como en toda historia de amor, cuando Luisa volvió al lugar de la cita ya no me encontró, aunque no porque me hubiera devuelto o no hubiese llegado, como pensó ella decepcionada al comienzo, sino porque a esa hora estaba en la alcaldía explicándole a un par de poli­cías corrompidos mi extraña presencia en la plazoleta.

Bueno, el asunto es que por fin nos reunimos en la noche, allá mismo en el caserón, donde Lucas, Gustavo, Blanca, Clara y Leo y una muchachita de pelo largo, liso y negro de rostro divino —cuyo nombre sólo conocería después— esperaban impacientes el hervor de la aguapanela que habría de librarlos del frío glacial que ya amenazaba congelarlos. Mientras tanto, bebieron ron y gozaron con mis estornudos de primíparo (unos alaridos terribles que lanzaba cada vez que intentaba tomarme un trago con esa natura­lidad con que los otros parecían hacerlo).

***

Llegó un momento, entre la media noche de aquel viernes y el amanecer del sábado, en que me quedé inexplica­blemente sólo y comencé a errar por la casa como un zombi.

Aunque no era mi primera visita, sentí de pronto la necesidad de reconocer el lugar; al fin y al cabo ése habría de ser mi habitat de ahí en adelante.

Me habría gustado encontrarme con Leo o con Lucas (Gustavo siempre me causó desconfianza), ahora que me sentía tan bien, para conversar de música. Porque a mí, que quede claro, no me gustaban esas baladitas de Enrique Guzmán o César Costa y detestaba la sensiblería lloricona de Ádamo. Yo, que quede claro, en cuestión de música, lo que amaba de veras era el rock duro, el de Sar­gent Peper o el de los Rolling, el rock duro, el que ellos, la banda de Lucas, se atrevían a tocar. Hasta conocía varias canciones bien berracas, ya se sabe, letra fuerte y ritmo violento. Incluso había pasado el último fin de semana traduciendo las letras de Woodstock: Jimy Hendrix, Santana, Cream, Trafik y, por supuesto, los rocanroleros de siempre: el viejoelvis, Chuck Berry, Bill Halley, música de verdad. Nada de Rafael o del club del clan, nada de eso.

Pero al parecer no había nadie. Arriba encontré los cuar­tos vacíos. Siempre me habían llamado la atención esas habita­ciones desordenadas, llenas de cachivaches y artesa­nías, colchón en el piso en lugar de cama, móviles figuras pendien­do del techo, cobijas regadas. Nada que ver con el cuartito ordenado que todas las mañanas me arreglaba mamá. Pero lo que me fascinaba realmente eran los afiches. Era como si los personajes que re-presentaban estuvieran allí de verdad: el Che, Mao, Marilyn, Nicol, Cristo, Lumumba; como si en serio estuviese allí toda esa gente chévere.

Bajé las escaleras y salí al patio. De nuevo me entró el culillo. ¿En realidad no había nadie? ¿Estarían metiendo droga dura? ¿Qué sería mejor, abandonar todo esto? No. Estaba decidido: cualquier cosa que hiciese ahora tenía que involu­crar a Luisa. No. Fin de las dudas.

Un par de manos se posó sobre mis ojos y sin saber cómo ingresé de nuevo a la casa llevado por ese ángel de pelo negro que ahora ya tenía nombre: se llamaba Inés.

Sobre las baldosas heladas del garaje, al lado de Luisa y de Blanca, sentí que un chorro de lava perforaba mi garganta: acababa de tragarme un vaso de ron de un solo sorbo pensando que era aguapanela. Pero bien, todo estaba bien, sobre todo esa "escalera al cielo" que Lucas había tocado en su guitarra acústica y ese "stream", anuncio de rumba, que se había fajado Gustavo en la batería. Todo estaba bien: las otras canciones que ya empezaban a sonar, la voz de Clara y hasta el triángulo inaudible que tañía Inés con inocencia suma. Todo estaba Bien. Blanca, Luisa y yo, con las palmas, colaboramos en la percusión.

***

Ese sábado, tras la rumba, todavía confundido, presencié un amanecer saturado por la luz ondulante y tibia de mi propia desazón; y (mientras retor­naba el rito diabólico de los pocillos de ron que podían estar llenos de aguapanela o al contrario, y la pared tapizada de afiches —que la noche anterior pareció cobrar vida en medio del convite— volvía a lucir inmóvil, fantas­magórica) sentí que la música suicida de Jim Morrison se deslizaba desde la grabadora con el ritmo de la desolación.

Al medio día, una lluvia fina comenzó a manchar de gris todas las ventanas y el sueño se apoderó de la casa. Después de una siesta más bien corta, desperté de pronto en mitad de una escena dantesca: me rodeaban cuerpos regados sobre la fría baldosa del garaje que soltaban espasmos como de agonía; una pierna, cuyo origen no pude precisar, me impedía moverme y el grito que quise expulsar, y que se me quedó atrapado entre el pecho y la garganta, fue emitido por alguno de esos cadáveres con la resonancia del terror. Pero todo estaba bien.

Todo había estado muy bien. Mis fibras se habían conmovido sinceramente con ese chorro de música que había saltado desde las guitarras: Jimi Hendrix, Janis, the Rolling, la Banda... Todo bien. Había sentido la música por primera vez, incluso con dolor. Había entendido que música es también golpe o color que rasguña la piel; había comprendi­do el sentido cósmico de la voz de Jagger.

***

La plaza de los vientos está situada en el cruce de las tres calles principales del suburbio, cerca de la alcaldía menor y frente a la iglesia. A las diez de la mañana del domingo, podía sentirse ya con toda su fuerza la razón del sobrenom­bre. A esa hora, cada puesto de venta se encontra­ba firme­mente enclavado, no sólo en la glorieta, que era el sitio de más congestión, sino también en la boca de las tres calles que llegaban hasta la plaza.

Se iniciaba, así, la actividad dominical en U; una mezcla de fiesta popular y venta de baratillo. Tal vez las cosas ahora sean distintas, pero entonces, la plaza de los vientos era una especie de ágora donde tenía lugar toda clase de manifestaciones populares. Allí era dónde la banda de Lucas hacía sus presentaciones de rock.

Una de las cosas que más me desconcertó, durante aquellos días en el caserón de U, fue la manera como el comportamiento del grupo variaba sin seguir ningún modelo. Por eso, quizás, tras aquella primera noche medio loca del viernes y la pasividad casi total del día siguien­te en que nadie salió a la calle —ni siquiera para reponer el ron que tanta falta hizo para curar el helaje de la segunda noche, violentamente fría— me sorprendí tanto con la inusitada actividad del grupo. Muy temprano, Inés se levantó, preparó la aguapanela, desper­tó a los demás como una madre bondadosa despierta a sus chiquillos. Luego, con Clara, se dedicó a limpiar y afinar los instrumentos, mientras los otros se vestían y ensayaban coros o hacían bromas muy animados.

A media mañana, por fin apareció Luisa en compañía de Blanca y me explicó que el grupo daría un concierto en la plaza de los vientos en la tarde. Para fortuna de todos, el alcalde menor había sido compañero de estudios de Lucas y por eso había accedi­do con gusto a contratar el grupo para una presentación semanal en la plaza a manera de recreación. Por fortuna, no sólo tenían muy buena acogida, sino que incluso actuaban en las fiestas particulares de la gente del pueblo que así se había acostum­brado a ellos. Era su manera de sobrevivir, no muy conse­cuente a mi criterio, pero tal vez la única.

Aquel primer domingo, mientras escuchaba el nights in white satin con que se abrió el concierto, mientras observaba a los muchachos del pueblo, emocionados y felices, mientras las manos de Luisa aprisionaban mi pecho con ternura y mantenían el ritmo de mi corazón dichosamente acorralado, mientras la música comenzaba a fundirse con el viento y con el sol, yo no podía pensar en otra cosa sino en la suerte de ser partícipe de la maravilla. Estaba allí integrado a un grupo de aprendices del rock, en un suburbio perdido, intentando vivir de un manera bien distinta, sin preguntarme mucho por qué lo hacía, sin cuestionamientos ni temores, sencillamente feliz.

***

... Así viví, así me acos­tum­bré al toquecito dia­rio, místico, pendejo, a esquivar el amor baboso de Gusta­vo, a soportar los berrinches de Die­guito (el misterioso hijo de Inés), hasta que fui esposado, pateado y encarcelado, tras la trifulca en que terminó el concierto del domingo siguiente. Todo acabó a la media noche de ese domingo. ¡Qué ironía! Para enton­ces, ya había agarrado el ritmo del grupo, ya mis crisis estaban superadas. Incluso a esta altura me había resignado a compartir con Blanca su amor por Luisa (que entre ellas no sólo era ese amor entre primas, tan natural, sino un amor más atrevido, más, por decirlo así, carnal) y aunque algunas cosas todavía me incomodaban, había logrado amoldar mi espíritu a esa manera libre de amar que el grupo predicaba (claro que no tanto como para soportar las babo­sadas de Gustavo, quien, gracias a Dios, no pasó de sus insinuaciones homosexuales).

Toda una vida lanzada al carajo, toda una subcultura subyu­ga­da, toda la filosofía de la paz y el amor, toda esa posibili­dad de vivir distinto, el gran horizonte de la libertad sin límites, la tranquilidad interior del hippie que ya estaba adquiriendo, la serenidad del yogui, la beatitud del budista que estaba alcanzando, todo para la mierda: la música rock, el bajo eléctrico —que ya empezaba a sonar tan bien bajo mis dedos—, mis composiciones y mis poemas para la mierda. No era justo que el caserón fuera clausurado para albergar ahora a una viejitas que pondrían su venta de helados, claro que no era justo.

Y en sólo diez días me había ganado la fama de drogadicto, autista y esquizofrénico y si no es por mamá, me llevan a un nosocomio a curarme de la locura. A cambio, tuve que inscribirme en la universidad y pedir perdón ante la familia, reunida en pleno, que al final respiró tranquila porque su hijo pródigo había vuelto a casa, pero sobre todo porque habían logrado desterrar a ese demonio que se hacía llamar Luisa y que por poco arras­tra a Federico a los infiernos.



Bogotá 1973
Bogotá, 1989 - 2005

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