Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

24/08/2006

Managua o el sentimiento latinoamericano

Fue uno de esos encuentros ambiguos, destinado en principio a la reunión en grado de igualdad (¡submit!), de representantes de universidades gringas y de universidades latinoamericanas. Pero el encuentro se convirtió rápidamente en un acto de pleitesía latinoamericana para con los visitantes del norte. Primero, porque a pesar de la muy eficiente traducción simultánea con la que contó el evento, el idioma cotidiano fue el inglés. ¿Por qué los visitantes, por pura cortesía, no se prepararon para hablar en español? ¿Por qué asumimos tan naturalmente que debíamos hablar, incluso entre nosotros, en el idioma del imperio? ¿Por qué en un país como Nicaragua, con una historia tan tormentosa, generada precisamente por la sistemática intromisión yanqui, se dispuso todo para hacer sentir bien a los prepotentes huéspedes?

La segunda señal ocurrió muy pronto. Después de un breve saludo de bienvenida, la actividad primera fue un tour por la ciudad de Managua. Eso, definitivamente, le dio el tono a la reunión: turismo para los gringos, quienes, de otro lado, llegaron acompañados de sus mujeres y vestidos con el atuendo típico de quien cree que Latinoamérica es un infierno a donde sólo se puede ir de pantalones cortos, pantuflas y camisa de colores.


Pues bien, salimos del hotel Hilton donde estábamos hospedados, ubicado en la pomposa aunque pequeña zona rosa de Managua, hacia el centro histórico, pasando por la catedral nueva, el mirador Tocapa, el malecón


y llegando finalmente a la zona donde tres edificios se destacan: la catedral vieja, el palacio presidencial y el palacio de cultura, antigua sede del parlamento, famosa, porque ahí tuvo lugar el incidente del comandante cero, Edén Pastora en 1978;


y terminamos el paseo en el mirador del Lago de Managua, a la sombra del monumento a Sandino.


Los dos días siguientes fueron de alguna manera más “académicos”, sin embargo, siempre hubo lugar para la fiesta, como la cena en la feria de Masaya, un pueblito a una hora escasa de Managua y donde tuvimos, comida típica, artesanías y espectáculo folklórico, muy bello y todo, pero muy para ellos y muy poco para nosotros.



El segundo día estuvo marcado por dos acontecimientos que convirtieron mi malestar creciente en el retorno a una vieja conciencia, a un viejo sabor: el de la solidaridad latinoamericana, cúmulo de sensaciones que no había vuelto a experimentar desde mis épocas de universitario. El primero de esos acontecimientos ocurrió en el seno mismo del congreso, cuando uno de los actos marginales: la presentación de un grupo de trabajo comunitario, se transformó en una auténtica conmoción.


En efecto, un grupo de jóvenes campesinos, curiosamente liderados por un viejo jesuita gringo que tenía más pinta de hippie que de cura, expuso su trabajo. Los tres miembros del grupo, Solidaridad de Arenal, al principio tímidamente y luego, alentados por la cara de sorpresa del auditorio, con mayor seguridad, nos mostraron su hermosa labor, orientada a recuperar la memoria colectiva, a atender a sus mujeres y jóvenes, a procurar la salud de sus gentes, a respetar el medio ambiente, a fomentar expresiones tradicionales como la cuentería y donde los universitarios que se han formado en la capital o en el exterior, regresan a ayudar a su comunidad y donde el cooperativismo es una verdadera estrategia de apoyo mutuo.

A medida que veíamos las imágenes que daban testimonio de su organización, de la determinante participación de las mujeres, del acompañamiento a los jóvenes, de la forma en que rescatan sus raíces culturales; a medida que nos adentrábamos en ese mundo con sus ferias campesinas, con sus actos culturales, con su bella solidaridad, con su apuesta por la historia propia; a medida que el discurso de las muchachas y muchachos que teníamos al frente con su semblante indígena, con su acento indígena, con su visión indígena, iba subiendo de tono, a medida que comprendíamos el valor de los héroes, de Sandino, claro, pero también de Carlos Fonseca, del Padre Romero, de Bolívar, nosotros y digo nosotros, los latinoamericanos y también los gringos, sentíamos todos que sí hay alternativas, que sí hay esperanza, que sí hay posibilidades.


Y entonces sucedió algo insólito, los gringuitos empezaron a expresar un sentimiento ya no de sorpresa, como de culpa, de contrición. Curioso, pero del todo inocuo, pues la gente de Arenal no cuenta ni con ese sentimiento, ni con ayudas más concretas; han aprendido muy bien la lección histórica, lección que, en contraste, no percibí para nada asumida entre los anfitriones: profesores, directivos y estudiantes de la clase alta nicaragüense.

El segundo acontecimiento ocurrió en la noche de ese mismo segundo día. Fernando Escobar, Méxicano, representante del Iteso, con quien había trabado ya amistad a pesar de nunca habernos cruzado en el camino, me invitó a una presentación suya en la casa de los Mejía Godoy. Fernando, tal y como reza en su semblanza, es un cantautor tapatío que ha incursionado por diversos géneros “en busca del disfrute, el aprendizaje y un poco de comunicación”. Sus primeros años artísticos los dedicó a la interpretación de la trova clásica, explorando la poesía y la composición, luego experimentó con el Rock (con el grupo Prólogo), con algo de música para teatro, con la coral clásica (Coro Providencia), y con el progresivo, en donde probó esa sabrosa mezcla con la trova que supuso la experiencia con el grupo Cristal Líquido.

En su trabajo como solista retoma algunos de esos temas y propuestas, pero exhibe con claridad un proyecto propio, muy personal, como son las canciones que presenta en su producción “En este viaje” (2004) que tuve el honor de recibir de sus propias manos

Ha compartido escenario y grabaciones con artistas como: Pancho Madrigal, Paco Padilla, José Fors, Fernando Delgadillo, Alejandro Fillo, Amaury Pérez, Yahir Durán, Jaramar, David Fillo, Andrés Huerta, Eduardo Ulloa, Gonzalo Ceja, Alberto Escobar, Mauricio Díaz “El Hueso”, y Gabino Palomares, quien en su producción “Historia Cotidiana” (2000), le grabó el tema “Cantamos”.


Y allí, de pronto estábamos en la Casa de los hermanos Mejía Godoy, un lugar mágico, donde se respira un ambiente festivo y de libertad realmente especial. Carlos, el mayor de los hermanos (famoso por su Son tus Perjumenes Mujer, María de los Guardias y Nicaragua, Nicaraguita entre otras muchas canciones que ya antes había escuchado, pero sin mucha conciencia), fue hasta nuestra mesa, saludó efusivamente a Fernando y nos lo robó por media hora, media hora en la que el mexicano nos asombró con su poesía.

Fernando es un magnífico representante de los cantautores latinoamericanos, que son seres que le apuestan a la revolución cultural y mental antes que a la social socialista. Precisamente un poema suyo, presente en “Este viaje”, es como su manifiesto:

Ya sé que pasan los años

Ya sé que pasan los años
Y aunque resulte extraño
Voy tras los mismos sueños
Muero en el mismo empeño
De hacer las cosas a mi manera.

Y no es que tenga madera de profeta,
Ni es por llegar a la meta
Primero que los demás
Tal vez no supe, ni sé
Como hacer trampa al destino

Este timón es un sino,
Roto como mis manos
Roto, y no sé por qué

Ya sé que pasan los años
Y te resultan extraños
Mis jeans y mi pelo largo
Y sin embargo, no es nada
Cuando de ideas se trata,
“eso está bueno”, me dices,
“cuando teníamos veinte
¡Mira tus cicatrices!
No es para gente decente

Cantautor que conserva la esperanza y la irradia con esa fuerza arrolladora que sentimos sus invitados esa noche, cuando tomó su guitarra y nos recordó por qué canta, por qué sigue cantando:

Cantamos

Preguntas los motivos de este canto
Que se alza entre lamentos, entre llanto.
Son muchas las mentiras que has bebido
Son tantas las esperas sin sentido

El viento ya no sabe a hierba fresca
Chapala ya no tiene buena pesca,
En las calles se ha enseñado la tristeza
Andando entre la prisa y la violencia

Preguntas, y no te faltan razones
Si al cabo de los años nada cambia
Y sigue, sin haber explicaciones, reinando el odio sobre las razones
Y entonces… ¿Por qué cantamos?

Cantamos porque huele a primavera
Si bien no es que se anuncie nueva era
Nos trae algunas flores de esperanza
Y tiene otro color, otra fragancia

Cantamos porque el canto es esperanza
Y envuelto en la canción mi pueblo avanza
Quien canta por la vida y por la muerte
No aprenderá a callar ante amenazas

Cantamos porque el niño pese a todo
Sabe mirar al centro de la tierra
No ignoro los cañones de la guerra
Mas no hemos de vencerla a su manera.

Hombre romántico que le canta al amor, al desamor, a la muerte y a la vida, sobre todo a la vida:

Es tan difícil

Es tan difícil no estar junto a ti
Más si te acercas no sé qué decir,
En tu mirada viaja un no sé qué de abril
Tantos recuerdos, tanto porvenir

Como quisiera darte una canción
Que te dijera más que una razón
Viento en las alas, ojos en el corazón
Mirada firme, sin miedo a la ilusión

Sé que te han dicho que el amor termina mal,
-siempre al final-
Y el beso pierde su caudal
Que nada valen tantos años de intentar
“una vez más”
que al fin de cuentas es “normal”
que lo que empieza debe terminar

Pero sobre todo, poeta, Fernando es un poeta y de largo vuelo, o si no, este botón:

De viaje

Junto al ocaso de tus ojos
hace frío
-nada lo quita-

en el viaje de tu risa
sólo el silencio

frío y silencio
(hay un invierno creciendo)

Hombre de viajes, de convicciones, de fuerza y de ternura grande, de una ternura que seduce y que confronta a la vez:

Yo no nací en el mar

Yo no nací en el mar
Pero conozco su abrazo poderoso
Su soledad impostergable
Su vida y su muerte, mi muerte
En el vaivén interminable de sus olas
En su inquietante arrullo de sol… y caracolas
Yo no nací acaso junto al mar
Pero en mis playas anidó también una gaviota
Junto a mis remos juguetean sus peces
Bajo mi cuerpo el agua, bajo mi noche un verso,
Que se repite como tu, con la nostalgia
De soles bebidos por tu boca
De ojos extasiados de horizontes
De soledades y abrazos de risas y llantos
Versos y cantos, de lunas de besos de esperanzas


Ya no sé si fue por efecto del delicioso Flor de caña - once años, que nos bebimos aquella noche o por la energía maravillosa que circulaba en ese lugar, lo cierto es que estábamos embriagados, pero no de licor, sino de amor, de amistad y de solidaridad. En la mesa estábamos un colombiano, varios mexicanos, un venezolano, una salvadoreña, un guatemalteco, varios nicaragüenses y… una gringa que se tiró todo, porque nos tocaba hablarle en inglés, porque se desinhibió vulgarmente y porque terminó mostrando el cobre al invitar a Fernando, no a dar una conferencia, sino a cantar en su universidad gringa; claro los que hablan son ellos, los bufones somos nosotros.



Y luego, la apoteosis: el canto de Carlos Mejía Godoy. Nada mejor para una justa semblanza del cantautor que estas palabras tomadas de su biografía en Internet:

Uno de los compositores e intérpretes más importantes del canto nicaragüense. En los años 60 irrumpió con su "Alforja Campesina", interpretada por Los Madrigales, en toda esa década escribe numerosas canciones que aún no decide interpretar públicamente. Su inserción en el movimiento estudiantil de la Universidad, marca una etapa decisiva, como cronista – cantor de la dramática vida de nuestro pueblo. Así lo vemos aparecer sólo con su acordeón, cantando las primeras tonadas musicales sociales: "desde Siuna con Amor", "Muchacha del F.S.L.N.", "La Tumba del Guerrillero". En esta época es importante destacar su acercamiento a "Los Bisturices Armónicos" con quienes recopila y divulga viejas canciones campesinas.

“Yo no sé cuánto debe la Revolución – reconocía Sergio Ramírez en 1982- a las canciones de Carlos Mejía Godoy, que lograron organizar un sentimiento colectivo del pueblo, extrayendo sus temas y sus acordes de lo más hondo de nuestras raíces y preparando ese sentimiento para la lucha".

Y, realmente, Mejía Godoy – como trovador moderno – contribuyó en forma decisiva gestar esa lucha y su victoria el 19 de julio de 1979”. En los 70, su canto fue arrollador, identificándose con las esperanzas e ilusiones de las mayorías, creando o retratando personajes populares ("Terencio Acahualinca", "Panchito Escombros", "Clodomiro el ñajo", "María de los guardias", siendo esta pieza acaso la de mayor dimensión nacional porque era compartida y disfrutada también).

...Pero también sonaron allí, La Tula Cuecho, Clodomiro el Ñajo, El Almendro deonde la Tere, Quincho Barrilete, Flor de Pino, Palomita Guasiruca, Hacienda de don Merlo, Comadre tengame al niño y El Pocoyito, o al menos eso creo, eso deseo ,que haya pasado...

El último día del congreso fue muy pesado: conclusiones, discursos y sobre todo: guayabo, no por el licor, sino por la certeza de que habíamos sido poseídos por unos instantes nada más, de que la magia se había acabado, de que volver a vivir lo de aquélla noche sería ya un imposible.

Pero quedo agradecido. Con Fernando en primer lugar, por su amistad, su apertura y su canto; con Carlos Mejía Godoy en segundo, por la potencia de su voz, por el poder de su energía vital, por la capacidad de llevarnos a nuestra raíces; y, finalmente, con los amigos que estuvieron allí, compartiendo ese pedacito de felicidad




Managua
Marzo de 2006
Bogotá. 2006

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11/08/2006

El ascenso a la pirámide

La primera vez que tuve la convicción de que moriría una tarde, solitario y lejos de casa fue en México. Había ido a un congreso en el deefe por una semana y el día posterior al de mi ponencia decidí ir de tour a las pirámides de Teotihuacan.

Estuve todo el día fuera, bajo un sol despiadado, recorriendo con desconocidos el camino prefabricado para los turistas. Ya en las ruinas de la ciudad azteca, me sorprendió gratamente el poder de mis pulmones y de mi sangre todavía joven cuando superé, camino a la cima de la pirámide del sol, a un grupo de adolescentes con descarada y fastidiosa pinta de gringos bien que debieron hacer un par de largas estaciones antes de coronar. La vida en Bogotá, una ciudad ubicada a 2600 metros de altura, según me lo han repetido desde chiquito, me había dado esa virtud de la que sólo ahora me hacía consciente. En la cúspide, cumplí cuidadosamente el ritual de recarga energética que me había recomendado un colega antropólogo y disfruté por varios minutos de la espectacular vista que me sugería, con una atracción increíble y misteriosa, todo el poder de la historia albergada en esa calle ahora deshecha: la calle de los muertos.

Regresé al atardecer y ya en el metro tuve un aviso de lo que vendría: un ataque inaudito de claustrofobia que me obligó a bajar varias estaciones antes de mi parada y a caminar por unas calles deterioradas y apestosas a maíz cocido.


Apenas si comí algo y me acosté temprano sin esperar al dueño del apartamento donde me hospedaba, el amigo de un amigo que me había recibido en su casa y que de ese modo me había permitido un ahorro oportuno. Al día siguiente, volví a la sede del congreso, pero el dolor de cabeza que se me había instalado subrepticiamente durante la noche, y que me había estropeado el desayuno, no me dejó ya en ningún momento. Tras el almuerzo, la situación empeoró, así que resolví ir a casa.

Por supuesto no había nadie cuando llegué. Me recosté y me quedé dormido unos minutos. Me desperté con una nostalgia tan profunda que me estremeció hasta las lágrimas. Jamás me había sucedido, ni tras la muerte de mi hermano, ni durante las vivencias de largos años en el extranjero, cuando estuve más expuesto a la separación. Fue como si una potencia extraña se hubiera tomado mis afectos durante el breve sueño y me hubiera sorbido hasta la última gota de esperanza, de esa esperanza que había construido y reconstruido con temple y no sin afugias por años. Una sensación insoportable que me hizo levantarme todavía un poco mareado y decaído. Miré por la ventana del cuarto hacia la calle y entonces sobrevino: una especie de indolencia del mundo que me excluía de su lógica y de sus movimientos.

Afuera, un gato maullaba con la extraña sonoridad del llanto de un niño y los niños llegaban de la escuela, vistosos y tranquilos, y las nanas empezaban a prepararse para salir. Afuera, un sol todavía radiante teñía de miel las fachadas de los edificios, los autos seguían recorridos misteriosos y la gente parecía hacer su oficio con entusiasmo. Desde afuera, el rumor de alguna radio llegaba con la insistencia de una alegría ajena y yo contemplaba todo eso como desde un mirador situado a muchos metros de altura, sin que nadie se diera cuenta, sin que a nadie le importara, como si todo estuviera cumplido y ya no fuera una pieza necesaria del engranaje.

Me alejé de un salto de la ventana y salí del apartamento como si alguna presencia espantosa me hubiera expulsado. Vagué durante horas por las calles de un México que ahora parecía extraño, misterioso y acosador.

Me interné en uno de los túneles del metro y sin pensarlo me subí con una premura inexplicable al tren que estacionaba en ese momento y del que desconocía su origen y su destino.


Sentado en uno de los asientos vacíos, vi entonces el reflejo de mi rostro en el vidrio de una de las puertas de salida que estaba enfrente. La depresión galopaba en mi pecho y pronto se convirtió en necesidad de acabar, de suicidarme, de no darle más oportunidad a la vida, de morir. Llevé mis manos al rostro intentando contener el ansia y lo mantuve encajonado por varios minutos. Sólo escuchaba el ruido del tren sobre los rieles, ni una voz, ni una presencia que viniera en mi ayuda.

Cuando solté las manos, miré de nuevo el vidrio de la puerta de enfrente, pero ya no vi mi reflejo en ella. Horrorizado, sentí como si un pedazo de tiempo se hubiera refundido, como si algo realmente valioso hubiera sucedido mientras tuve agarrada mi cabeza entre mis manos, algo que ya no conocería en mi vida.


Después de varias horas, sin saber muy bien cómo, llegué al apartamento y me envolví en las cobijas a la espera de un amanecer que, como nunca, deseé con todas mis fuerzas que llegara. Pero así como un músculo o un hueso se lesiona de por vida tras algún accidente, así mi ánimo quedó lisiado: basta que me encuentre sólo, recostado en la cama a eso de las dos o tres de la tarde para que toda es barahúnda de sentimientos que alguna vez me perturbó de manera tan inaudita me atropelle con la fuerza de un sunami.

Tal vez fue sólo el efecto de una insolación leve, tal vez cometí alguna imprudencia ante los dioses aztecas, tal vez estaba enfermo, no sé cómo explicar lo que me sucedió, lo único cierto es que fui premiado (¿o castigado?) con la oportunidad de anticipar el tipo de sentimientos que llegarán alguna vez a mi lecho de muerte.


México 1997
Bogotá 2004 - 2006

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Santiago de Compostela o la viveza católica

Algunos de mis sueños más recurrentes tienen que ver con sobrevuelos por regiones desconocidas que sin embargo me resultan familiares. Caseríos medievales, poblados de gente sencilla y trabajadora, volcados sobre ensenadas de mares traidores o a la ribera de vigorosos ríos, como desperdigados por alguna mano poderosa y arbitraria. Si no fuera porque mis creencias me lo impiden, habría aceptado ya que en alguna vida anterior viví en esos lugares.

Mis indagaciones me han llevado a confirmar que las imágenes que sueño corresponden a esa región noroeste del litoral gallego llamada a costa da morte, nombre que produce escalofríos, pero que en realidad proviene de la antigua creencia de que ese lugar era el finis terrae, el fin del mundo, la puerta del más allá, lugar del ocaso, donde el sol se hunde inexorablemente en el mar. Pero también se dice que el nombre atañe al hecho de que a lo largo de la costa se exhiben cruces que recuerdan las víctimas de los múltiples y frecuentes naufragios que se producen en esa ribera desmedidamente recortada, albergue de tormentas y tempestades invernales que las leyendas y mitos han inmortalizado.

El primer “contacto real” con la imágenes de esos sueños lo tuve cuando por pura casualidad vi en la televisión por cable un programa sobre Galicia, realizado precisamente en el formato de sobrevuelo. No pude evitar entonces un profundo sentimiento de arraigo cuando las imágenes mostraron a los oleiros de Buño en plena acción creando sus bellas piezas de alfarería. ¡Quizá yo mismo fui uno de ellos!, pensé en ese momento.

Cómo no respirar el aire salino de Malpica de Bergantiños, cómo no estremecerse con el humor agrio que exudan sus marineros agolpados en el puerto, cómo no errar por entre las callejuelas que cuelgan sobre las rocas, cómo no disfrutar de las vistas del mar desde la parte alta de la zona vieja. ¿Acaso no viví por esos lares? Cómo no admirar el santuario de San Adrián do Mar, si las imágenes de sus romerías se llenaban de un significado secreto, cómo no sentirlo mío si la mirada larga que llega desde sus ventanas hasta las Islas Sisargas se me quedaba extasiada para darle paso a los pulsos de mi corazón. Cómo no confirmar con la sola mención que Beo, Cores y Nemeño son lugares conocidos y transitados. Tal vez viví allí, tal vez me hice matar por una mujer en alguno de ellos, tal vez fue en uno de esos puertos que embarqué para siempre en algún buque fantasma, quién sabe. Cómo no detenerse a orar en la iglesia románica de Mens, donde quizá fui monje superior en tiempos medievales. Cómo no atreverse a subir de nuevo al Monte Branco y disfrutar desde la cima el espléndido encuentro del río Anllóns con el mar que resuena como un bello apareamiento erótico. Cómo no impresionarse con los acantilados de O Roncudo que esconden entre sus quiebres a tanto muerto y a tanto náufrago que todavía cree estar vivo. Cómo no sentir en toda su dimensión ancestral la excitación del origen que causa la vista del Dolmen de Dombate. Cómo no caer en la tentación de pasar unas horas en las bellas y tranquilas playas de Cabana, si sus arenas parecen infinitas.

A medida que avanzaba el documental, me internaba en sus imágenes y me conmovía con la afinidad y la añoranza que me causaba su repaso. Aparecían sobre la pantalla, pero era como si lo hicieran en mi habitación, las dunas de la laguna de Traba que recuerdan que el agua no muere sino que viene y va, va y viene como van y vienen los hilares que mueven las mágicas manos de las palilleiras de Carmiña, cuyos encajes seducen a los hombres. Cómo no adentrarse en el Castillo de Vimianzo, recorrer sus laberintos y enfrentar alguna aventura romántica. Cómo no detenerse en Corcubión a probar los mariscos y el magnífico pescado. Tal vez esas grandes manos mías, y que no sirven para nada en una universidad, hayan sido hechas a golpe de herencias genéticas para la pesca fuerte, para el trabajo duro. Cómo no visitar el Castelo do Cardeal y admirar el Pazo de los Condes de Altamira. Cómo no, finalmente, llegar para quedarse en Fisterra, cómo no volver a sorprenderse con la imagen del sol poniéndose sobre las aguas del Atlántico, cómo no volver a fascinarse con los rocoos acantilados que allí, como en ningún otro sitio, luchan impetuosamente con las aguas del océano. Cómo no ir al castillo de San Carlos y luego parar, para morir, en las playas de Mar de Fora, Langosteira o Estorde,

Y entonces vino la ocasión de un segundo contacto, este más real: la posibilidad de visitar la costa de la muerte, aprovechando un viaje que por motivos de trabajo debía hacer a Madrid.

Dicho y hecho: lo soñado entre tinieblas, lo visto en una mala televisión, se desplegaba ahora ante mis ojos, a medida que avanzaba por las carreteras, caminos y playas que, tras haberme unido a una excursión turística, podía ahora apreciar en su esplendor, y bajo un sol que sus habitantes calificaban de extraño para la época, pero que para mi era como un regalo maravilloso, pues los velos que mis sueños tendían y los efectos del tubo catódico sobre la visión del documental se habían desecho gracias a la luz extraordinaria de ese sol impertinente.


Mi viaje culminó con la visita a Santiago de Compostella, ciudad bella, llena de callecitas laberínticas que conducen irremediablemente a la catedral. Cumplía así y talvez en el orden histórico correcto, con el ritual católico, tras haber hecho el ritual pagano.

La visita a Santiago me dio la certeza de que la región de Galicia había sido una especie de zona de experimentación católica en la que se ensayaron (y se ensañaron) las estrategias medievales de cristianización de lo pagano. Menciono aquí al menos tres ejemplos. El primero tiene que ver con lo que hoy todavía se llama la peregrinación religiosa y la peregrinación profana.




Hay mucha gente de la que hace el Camino de Santiago que después de llegar a la Catedral y de saludar al Santo sigue hasta Finisterra, el sitio que antes del cristianismo era el que merecía la peregrinación de los europeos. Hasta allí llegaba la gente porque se creía que era el fin de la tierra, y esa sensación se percibe hoy todavía. Al menos a mí me causó mayor emoción llegar al fin del mundo que conocer la supuesta tumba de un santo que uno no sabe si en realidad murió por esos lares. Está claro que la intención lograda fue la de darle un sentido cristiano a esas adoraciones paganas, asunto que en su momento tuvo toda la legitimidad, fue en realidad una manera de ordenar los sentimientos, de configurar una especie de identidad, la identidad europea.



Aunque hoy, cuando hasta la misma noción de identidad está en crisis, cuando las grandes ideologías se derrumban, me pregunto ¿para qué sostener la caña? En todo caso me resultó totalmente anacrónico.

Un segundo ejemplo de eso que he llamado la sagacidad católica es el siguiente: en Galicia ha existido siempre mucha espiritualidad cuya fuente es esa cercanía con el fin del mundo que comenté antes. Una de las cosas que los Gallegos desarrollaron dentro de su folklore fue la imagen de la ánimas en pena, o almas que no van directamente al cielo o al infierno, sino que se quedan vagando en la tierra. Era la manera de soportar la desaparición de los cuerpos que se tragaba el mar, debido a los naufragios, a las salidas fallidas a alta mar y todo eso. Hay pues una tercera posibilidad que la iglesia acoge y cristianiza, reconvierte esa idea típica en la idea del purgatorio, lugar de transición entre el cielo y el infierno.

Y fueron, ni más ni menos, los doctores de la iglesia cristiana medieval, los encargados de desarrollar la estrategia discursiva del número tres. Ya no sólo era cielo e infierno, sino también un tercero: el purgatorio. Ya no sólo era el primer advenimiento de Cristo, humilde y difícil, frente al segundo: glorioso y apoteósico, sino un tercero: el advenimiento personal, la apertura de cada quien a la presencia “cotidiana” de Cristo. Esa necesidad tan típicamente cristiana de reconvertir todo lo pagano, de cambiarle el sentido, llevó al descubrimiento de una estrategia discursiva y retórica que definitivamente disparó el pensamiento occidental. Después ya todo es extensión de de esa lógica, no dos, sino tres, no sólo padre e hijo, sino espíritu santo, etc.

El otro caso gallego es el del botafumeiro, esa bella palabra que usan los gallegos para indicar el dispensador de incienso en las iglesias: el aparato que bota fumo, humo, el botador de humo, botafumeiro. Una de las cosas que quería ver en la Catedral era el botafumeiro porque supe de él en uno de los primeros artículos que hablaban de la ciencia del caos o de las catástrofes. Resulta que el botafumeiro es como un gran péndulo cuyo movimiento debe regirse entonces por la ley de oscilación de Foucault, pero han ocurrido accidentes en la Catedral de Santiago de Compostela documentados que indican que no siempre se cumplió la ley de oscilación pendular. Eso llevó a varios científicos a examinar las catástrofes del botafumeiro y a constituir toda una física particular llamada la física del botafumeiro.


Y tuve la fortuna de verlo en funcionamiento, pues no en todas las misas lo ponen a marchar. No puedo negar que es toda una maravilla ver ese gran péndulo oscilando y botando humo, la gente se emociona, y cuando termina su oscilación, cuando ha dejado de moverse sobre nuestras cabezas, se habla de lo que significa ese humo invadiendo el gran recinto de la catedral y subiendo hacia la cúpula, se habla del humo como símbolo de nuestro agradecimiento a Dios y se lo designa como imagen de nuestra comunicación con Él y todo eso. Pues bien, resulta que el botafumeiro se lo inventaron los curas de Santiago para mitigar los olores nauseabundos de los miles de peregrinos que llegaban después de semanas de caminata sin baño y atestaban la Catedral. El botafumeiro es un gran dispensador de humos aromáticos, humos que también son de desprecio y de repugnancia. Y una manera de hacer que esa estrategia tan mundana, incluso tan vergonzosa, tan pagana, tuviera aceptación era llenándola de ese significado espiritual que hoy todavía se expresa en las misas de la Catedral. Una viveza, una más de las vivezas cristianas.

Pero Galicia, estoy seguro, sigue siendo sobre todo tierra de paganos, gente con una espiritualidad que vas más allá de los ritos católicos, que conserva y explora sus mitos, sus leyendas, sus alternativas culturale; tierra indómita, pero tranquila...


Santiago de Compostela, Costa da Morte, 2004
Bogotá, 2006

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9/07/2006

Atrapados en Charlotte

THE SUN IS SO BRIGHT TODAY

El taxista acomodó su cachucha, dobló la pestaña del techo para protegerse del sol y me miró por el espejo retrovisor, mientras la autopista por la que transitábamos se metía con olor y todo por mi ventanilla. “The sun is so bright today”, dijo, y me lanzó una franca sonrisa. Era un hombre dicharachero y amable que, compadecido de mi pobre inglés, hablaba despacio, con frases sencillas, y ayudado de ademanes muy expresivos, de modo que pudiera seguirlo. En realidad yo estaba muy animado, pues apenas habían transcurrido cinco días de mi primera visita a Estados Unidos y ya podía sostener una corta conversación, aunque fuera sobre un tema tan trivial como el clima de Washington. Pero mi jovialidad provenía en realidad de algo mucho más profundo que esa simple comprobación. Durante la corta visita a la “Capital del Imperio” había ido tejiendo, casi inconscientemente, la tenue pero firme convicción de que mis prevenciones contra el sistema norteamericano de vida eran sólo eso: prevenciones. Es más, tenía en mi cabeza planes para volver pronto, con más idioma y algún proyecto concreto que me permitiera ir acomodándome a la academia gringa, única manera de acceder a las disquisiciones más recientes del mundo universitario al que pertenezco. Hasta había hablado con mi mujer acerca de la urgente necesidad de poner a nuestros hijos a estudiar con más disciplina el inglés y planear desde ya el tradicional año de intercambio.

El ambiente no podía ser mejor. A la mañana brillante, a la comprensión del taxista, a mi insólita confianza en el sueño americano, se sumaba ahora la amabilidad de los empleados del Dulles International Airport que a esa hora lucía desocupado y tranquilo. La revisión del equipaje sólo implicó para mí una pequeña molestia: una “special revision”, es decir, pasar por una máquina adicional de rayos X, según se advertía en la tarjeta donde el hombre del counter de la United Airlines consignó la orden. “Tiene razón”, pensé sin apuros ni fastidio: “un colombiano que ingresa por Miami, va a Washington y regresa a Miami, requiere de una special revision”; así que seguí las indicaciones que con tanta claridad había comprendido y fui hasta la máquina con mi equipaje. Hice pasar la maleta por la banda deslizante y puse mi cámara fotográfica y mi teléfono celular en una cestilla. Una y otros pasaron sin ningún problema y hasta le seguí el juego a la chica que aguardaba al final y que se puso a imitar a un fotógrafo con mi cámara, mientras yo recogía los enseres. Sólo entonces me di cuenta que había pasado por la máquina equivocada y que me encontraba en las salas de abordaje. Entonces hablé con la chica, quien sin recelo me indicó el sitio correcto. Allí el procedimiento fue sencillo y sin ningún trauma; es más, creo que el hombre de la máquina estaba completamente distraído.

Volví a la sala de abordaje y busqué un teléfono para hacer una llamada a casa. Debían ser las 7 y 15 de la mañana en Bogotá, cuando entró la comunicación. Le dije a mi mujer que en media hora abordaría mi vuelo a Miami y que la llamaría en la noche. Todo permanecía apacible y el sol seguía brillando en Washington… Pero, ¿acaso otra persona en mi lugar no habría aprovechado que ya estaba en la sala de abordaje para pasar su equipaje al avión, máxime si había algo que ocultar en él? ¿No había demasiado relajamiento en los funcionarios del aeropuerto? ¿Qué era preferible: la incomodidad de una medida de seguridad bien ejecutada o esa holgura que había disfrutado como consecuencia —eso creí— de la confianza, propia del sistema americano de vida? No podía ni quería hacerme esas preguntas. La atmósfera de calma era insuperable. Así que estaba lejos de imaginar que a esa hora dos (o quizás más) terroristas se paseaban a mi lado, preparados para incrustar en la Sala Oval un avión con 70 pasajeros y combustible de sobra como para acabar con todo el downtown. Lo único que me llamó la atención fue la desfachatez de una mujer que dormía en la sala de espera y el rostro casi infantil de un hombre con cabeza rapada que parecía medio despistado.

ESOS OJOS

El avión despegó a las 8 y 45, hora de Washington: justo el momento en que ocurrió el choque contra la primera torre gemela en Nueva York. No debía haber más de 40 pasajeros en un aparato con cupo para 150. Detrás de mí se sentó un hombre al que había escuchado hablar por su celular en español caribeño. Pero más que este detalle estratégico, fueron sus ojos los que llamaron mi atención: unos ojos que, de golpe, involuntariamente, forzaron mi memoria a recordar, sin resultados, dónde los había visto antes. En la misma fila mía, pero al otro lado del pasillo se sentó un hombre moreno y corpulento. Pensé que podía ser árabe. Hacia las 9 de la mañana, empezaron a servir el desayuno. Cuando terminé, pedí un café y alcancé a disfrutar unos sorbos. En ese momento noté un gran nerviosismo y movimientos acelerados del personal de servicio. Una de las azafatas prácticamente me arrebató la taza de café. Simultáneamente el Capitán anunció algo que no comprendí muy bien. Entendí, sí, que había que cambiar la ruta del vuelo y entonces pensé que el huracán, que por esa época amenazaba las costas de Florida, había afectado el clima en Miami y que por eso no podríamos aterrizar allí. El Capitán invitó a sintonizar las noticias en el canal 4 de la radio, habilitado ahora para que los pasajeros pudieran oír los informes. Entonces escuché que había ocurrido un atentado en Nueva York, pero no entendí más. Eran las 9 y 25 de la mañana. A esa hora, mi mujer seguramente ya había visto en Bogotá, en vivo y en directo, el choque del segundo avión contra la torre sur. Yo apenas si podía imaginar la explosión de un carrobomba en algún lugar público de la capital del mundo: ¡mi repertorio personal de imágenes no daba para tanto!

Los demás pasajeros permanecieron serenos, pero al advertir que varios empezaban a utilizar sus celulares, comprendí que algo realmente grave estaba sucediendo. En ese momento el avión comenzó a desviar su ruta hacia el aeropuerto de Charlotte, North Carolina, a donde aterrizamos a las 10 de la mañana. Durante la media hora que estuvimos parqueados antes de ingresar al muelle, pude enterarme de los detalles del atentado y de las medidas que se estaban tomando, gracias a la versión en español caribeño de las noticias, que amablemente me suministró el hombre de los ojos fascinantes. La mujer que dormía en la sala de espera y el hombre que parecía árabe se acercaron para enterarse también, y supe así que una era turista uruguaya y el otro un argentino residente en Miami.

Ingresamos a las 10 y 30 al muelle principal del aeropuerto y la primera imagen televisiva que vimos fue la del derrumbe de una de las torres. Pese a lo increíble de esta impresión, yo seguía sin sentir nada. Curioso: no sentí ni temor, ni pesar, ni siquiera regocijo, no sé si por efecto de la anestesia que ya cargo en mi sangre, gracias a la cotidianidad del terror en el país, o porque me parecía, inconscientemente, que el asunto, más allá de lo audaz, era natural (algún día les iba a tocar a los gringos) o porque no tuve el privilegio de ver en directo las imágenes de televisión y entonces no actuó sobre mí la máquina de visión. No sé, fue como si el asunto hubiera ido creciendo sólo poco a poco, muy lentamente en mi conciencia.

No hubo manera de comunicarme inmediatamente con mi casa y el nerviosismo se apoderó del lugar. Después de recoger los equipajes, movidos más por la fuerza del desamparo que por algún propósito claro, los cuatro latinos volvimos a reunirnos en uno de los corredores de la planta baja del aeropuerto, que a esa hora, debido al represamiento de los vuelos ordinarios y a la llegada de otros 20, desviados de su ruta original, era todo un caos. Mientras tanto tuvimos la oportunidad de intercambiar nuestros nombres y de conocer algunos datos: La mujer uruguaya se llamaba Mónica, El argentino que parecía árabe, Fernando, y el hombre de los ojos fascinantes, Carlos, era puertorriqueño, vivía en Washington y se dirigía a Miami para asistir a una reunión de trabajo.

Al conocer mi procedencia, Carlos lanzó una cuestión que me dejó frío. Esto dijo textualmente: “¿si sabes que a Fabio Ochoa le tenemos una cómoda celda para que pase sus próximos cincuenta años en los Estados Unidos como debe ser?”. Quedé algo molesto, pero sobre todo muy inquieto. ¿Quién era este hombre que se expresaba así de una situación que no debía ser de fácil conocimiento para el ciudadano medio norteamericano? Preferí no reaccionar. Pero mi malestar creció con la expresión exagerada de su indignación por lo que acababa de suceder. Hablaba usando la primera persona del plural como si de verdad fuera un norteamericano de pura sepa. Pedía venganza y una retaliación inmediata. Fue entonces cuando recordé dónde había visto esos ojos.

Estábamos sentados en unas sillas dispuestas sobre uno de los corredores del aeropuerto. Al frente estaban los equipajes de los cuatro. Mónica y Fernando habían ido a averiguar si la aerolínea asumiría los gastos de lo que parecía una inevitable estadía en Charlotte. Carlos seguía profiriendo sus expresiones. De pronto, lanzó un violento, irracional, inesperado, puñetazo sobre la maleta que hacía de mesa y juró estar dispuesto a desempolvar su uniforme de la Fuerza Aérea e ir a dónde se le ordenara… Ese mismo golpe, sobre una mesa, esa misma indignación, esos mismos ojos inyectados de rabia, habían estado al frente mío, casi 16 años antes, en una tienda del centro de Bogotá. Fue el día de la doble Toma del Palacio de Justicia. Otro Carlos, también caribeño, había jurado, con la misma ira, volver al monte, volver a sus andanzas guerrilleras, por lo que consideraba era el mayor atropello del Estado contra las fuerzas progresistas del país. Dos tragedias, dos símbolos destruidos, dos hombres indignados, uno de la izquierda, otro de la derecha, confluían ahora en mi confundida y asombrada memoria.

ATRAPADOS EN CHARLOTTE O LA FICCIÓN SE HACE REALIDAD

Hacia las 2 y 30 de la tarde, cuando ya el aeropuerto estaba semi vacío, decidimos ir en grupo al Counter de United Airlines para solicitar algún remedio a nuestra situación. En ese momento, el hombre de cabeza rapada y medio despistado se unió al grupo. Era un judío, de nombre Nuni, que no hablaba nada de español, pero sí muy buen inglés. Sería el hombre clave para nuestras comunicaciones.

A la grata sorpresa de haber sido atendidos con toda la consideración por los funcionarios de la United, se sumó enseguida la zozobra de saber que nos estaban sufragando hospedaje y alimentación por tres días. “Esto va para largo”, fue la triste conclusión. De ahí en adelante nuestro estado emocional se asemejaría a un péndulo que no dejaba de oscilar entre la tensión y la tranquilidad, entre la tristeza y el humor, entre la serenidad y el desamparo, entre la soledad y la fraternidad. Quizá la sensación más cercana era la que se podía tener si, tras haber sido invitados a una espléndida fiesta, de pronto el dueño ordenara cerrar las puertas e impedir que sus invitados salieran de la casa. Impresionante, eso sí, la disciplina social y la adherencia con la que reaccionó la gente norteamericana. Se había garantizado la seguridad, aunque el precio fuera sentirse secuestrados por un tiempo.

Cada uno cumplió su función. Mónica, una mujer con más de 50 años en su cuerpo, pero aún bella y con un espíritu de adolescente, fue la encargada de animarnos continuamente. Fue ella quien descubrió la piscina en aquél hotel de camino, agradable pero aislado del mundo; fue ella quien se atrevió a explorar los alrededores, quien encontró el café donde vendían el frapuccino y las tortas que endulzarían nuestras cenas. Era ella quien nos llamaba a las habitaciones y nos citaba en el lobby, quien nos despertaba en la mañana y nos sacaba del cuarto, un lugar cómodo, pero donde nos hacíamos propensos a la depresión y a la pena. Fernando era el hombre jovial y apacible, que no le ponía problema a nada, dispuesto siempre a colaborarnos, especialmente con la comunicación a Miami, a través de un celular divertidísimo que él había programado para que sonara de manera distinta para cada emisor, de modo que terminamos conociendo cuándo lo llamaba su novia, la negra o cuándo su amigo, el cabezas. Gracias a Fernando supimos de la evacuación en el aeropuerto en Miami, del pánico que se había apoderado de la ciudad, de las cosas que sucedían allí. Nuni, a pesar de las dificultades del idioma, era el hombre realista e irónico. Con su humor, su inteligencia y su ternura nos hacía más agradables las comidas y los encuentros. Con Carlos nos vimos poco. Su obsesión por volver a Washington lo alejó del grupo. Sin embargo, lo vimos más tranquilo y siempre estuvo atento a cooperar, aunque la habitación del hotel era su lugar favorito.

Mi función no estuvo clara hasta el momento en que, después de hablar un rato con Mónica sobre literatura española contemporánea y sobre Pérez-Reverté en particular, ella me regaló una novela que acababa de leer, lo cual me obligó a vencer mi escrúpulo y a obsequiarle un libro de cuentos de mi autoría que no había distribuido en Washington. “Tienes que escribir nuestra aventura”, me dijo Mónica, casi como una orden. Entonces lo supe: había estado allí para observar, para tomar notas, para preguntar, para pensar, en fin, para realizar la gimnasia propia del escritor que tiene necesidad de contar algo. Ser el cronista de la aventura: Esa era mi tarea.

Fue entonces cuando recordé que hacía por lo menos diez años había descrito una situación parecida en una de mis novelas. El fragmento se llama, precisamente, “atrapados”, y narra en forma esquemática la peripecia de unos personajes aprisionados inesperadamente en un edificio bombardeado y aislado por efectos del ataque de fuerzas oscuras a la ciudad. Estos personajes se encuentran de pronto en la absurda y arbitraria necesidad de encontrar la salida al sitio y pronto terminan hostigados por sus propias situaciones personales. La narración desarrolla ciertas fuerzas de tensión, ciertos resortes dramáticos generados por la heterogeneidad, que ahora me resultaban extrañamente familiares, como si, inconscientemente, hubiera anticipado en mi escritura lo que después habría de vivir. Sólo esperaba que el final no fuera tan dramático como en la novela... Por fortuna, así fue.

VIAJE POR CARRETERA O TODAVÍA HAY TIERRA PARA MUCHOS NORTEAMERICANOS MÁS

El jueves temprano nos vimos abocados a tomar una decisión. Según se supo por las noticias locales, definitivamente no podríamos volver vía aérea a Miami. Todos estábamos ya demasiado tensos y ansiosos como para seguir esperando, y resolvimos por eso probar otro medio. Pero no pudimos conseguir tiquetes de tren ni de autobús. Medio acongojados por esta dificultad y ante la perspectiva nada interesante de pasar un día más en aquél hotel remoto, nos reunimos en el lobby para discutir alguna solución. Encontramos a Carlos allí, aguardando un taxi que lo llevaría, según nos dijo, hasta una agencia de alquiler de autos. Nos ofreció el número telefónico de la agencia y así, un poco más tarde, pudimos arreglar para nosotros un viaje por carretera. Carlos lucía alegre y de muy buen humor. No era para menos: se iba a reunir con su familia en unas horas, algo que todos nosotros deseábamos intensamente. Cuando llegó el taxi, Carlos se despidió como un auténtico camarada, nos ofreció su casa para nuestra próxima visita a Washington y distribuyó unas tarjetas con sus datos de trabajo. Me ví muy sorprendido con lo que leí en la que recibí, así que volví a hacerlo y luego miré a los otros. No hubo comentarios, ni siquiera cuando Carlos se fue, pero yo quedé helado durante unos minutos: ¡Carlos era un agente de inteligencia de drogas! Entonces comprendí su comentario sobre Fabio Ochoa y hasta sus actitudes radicales del comienzo, y me alegré de no haber ahondado sobre el tema. Quién sabe en qué clase de lío me habría metido, si me hubiera dejado llevar por el chauvinismo.

Sólo hasta la una de la tarde nos entregaron el auto en la agencia: un hermoso Chevrolette rojo. Durante las dieciséis largas horas que duró el viaje tuvimos la oportunidad de conocer mejor nuestras historias personales. Brotaron en su más alta expresión los sentimientos de amistad y de solidaridad y las bromas sirvieron para aliviar el tedioso recorrido por esas interminables y aburridas autopistas que nada tenían que ver con nuestras sinuosas, divertidas, estrechas y peligrosas carreteras Atravesamos tres estados: Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia antes de llegar a la Florida. Los tres hombres nos turnamos la conducción del auto, mientras Mónica cumplió a la perfección su labor de copiloto. El paisaje prácticamente no cambió hasta que llegamos a Jackson Ville. Millas y millas de cultivos a lado y lado de la carretera, tierra y más tierra y prácticamente ninguna presencia urbana. Fernando dijo algo que me quedó sonando en la cabeza por un buen rato: “Todavía hay tierra para muchos americanos más”. Era cierto: pese a la multitud de gente que habita Norteamérica, en realidad hay mucho espacio todavía para más pobladores. Estados Unidos: un país grande en muchos sentidos. Grande su territorio, grande su organización social y política, grande su ciencia y su gente, pero también grande su prepotencia Y ahora grande era también su ofuscación...

El camino a Miami se hizo muy fatigoso, pues tuvimos que hacerlo durante la noche y bajo una lluvia que por momentos hacía intransitable la vía. Pero la impaciencia por llegar nos hacía fuertes y resolvimos no parar sino para tomar alimentos y usar los servicios. En Miami nos esperaban personas que habían estado atentas a nuestra curiosa circunstancia y cada uno tenía la confianza de que llegar allí significaría aliviar las contrariedades que habíamos padecido durante los últimos días. En eso pensábamos cuando por fin llegamos. Pese a la ansiedad de estar con los nuestros, la despedida nos dejó la sensación de habernos desprendido de algo muy importante e íntimo. Renovamos las promesas de no perder el contacto y llovieron también los abrazos bajo el aguacero de una Miami calurosa y sensual. Un pedazo de mi corazón se quedaría definitivamente enredado en esos últimos contactos de piel y de ternura con mis compañeros de aventura.

MIEDO COMO EN COLOMBIA

Eran las cinco de mañana cuando llegué donde mi amigo y colega Germán y su esposa, María Isabel. A pesar de la hora y de que estaba completamente extenuado por el viaje, no desperdicié la oportunidad de ensayar una primera versión oral de mi crónica. Pero pronto me daría cuenta de que los hechos significativos de mi experiencia no sólo no habían concluido, sino que requerían de dimensiones que no alcanzarían sino con el tiempo y el reposo. Y es que en Miami hubo por fin tiempo y cabeza para las primeras reflexiones. Germán y María Isabel fueron unos interlocutores excelentes: habían ya elaborado algunas consideraciones interesantes, sobre las cuales pudimos desarrollar varias ideas en torno a algo que no dudamos en caracterizar como la necesidad de apropiar nuevas categorías.

Los hechos del 11 de septiembre habían sido tan graves pero sobre todo tan inauditos que demandaban, no sólo gran reflexión, sino el replanteamiento radical de la mayor parte de nuestras certezas. ¿Qué había que resolver primero: la posición ante la tragedia desatada por la muerte, a todas luces injusta y terrible, de miles de seres humanos o la búsqueda inminente de las razones para lo ocurrido? ¿Cuál debía ser el papel de los intelectuales: la justificación de las acciones subsiguientes o el llamado a una nueva oportunidad para la conciencia de muchos hechos y situaciones antes ignorados y ahora brutalmente evidentes? ¿Era lo ocurrido el primer signo de una nueva era o simplemente una cuenta de cobro por fin extendida al Imperio? ¿Era la solicitud de una solidaridad en torno al “peligro” en que se había puesto nuestra “civilización occidental” una demanda elemental o la consecuencia inevitable ante lo que parecía constituir el primer “accidente global” del nuevo siglo? ¿Era la guerra contra el terrorismo anunciada majaderamente por Bush una defensa de los valores de occidente o la reacción paranoica ante la nueva apariencia de ese proteico fantasma que recorre el mundo capitalista occidental desde hace ya varias décadas? ¿Cuáles serían las consecuencias de todo esto para nuestro país?

De una cosa estaba seguro: esa confianza y admiración por el modo norteamericano de vida que apenas unos días antes, aunque no sin dudas, había admitido, persuadido por el verosímil pero a la larga ingenuo testimonio de colegas ahora bien instalados en el sistema, se había desplomado con la rapidez con la que lo habían hecho las torres gemelas. Si para que yo, o alguno de mis hijos, pudiera alcanzar una posición respetable en el sistema norteamericano de vida tenía que hacer parte de las infames estrategias de sometimiento y explotación del resto del mundo, lo mejor que podía hacer era olvidarme de semejante pretensión.

Pero también en Miami hubo lugar para el miedo. Le había pedido a María Isabel que me indicara algunos sitios estratégicos para realizar un par de compras y ella, siempre tan acogedora, programó toda una correría por Miami que se iniciaría a unos metros de su casa, en el Dayland Mall. El sábado, después de almorzar, salimos los tres, dispuestos a caminar por largas horas y armados con toda la paciencia que se requiere en estos casos. Hacia las tres de la tarde ingresamos al Mall, donde pude comprobar una realidad que no dejaba de ser irónica: no había nada de lo que veía que no se pudiera encontrar en Bogotá y más barato. Con la promesa de ir a otros lugares en ese gigantesco centro comercial que es Miami, salimos hacia el lugar en el que Germán había dejado el auto en el parqueadero. Entonces nos encontramos con la escena, íntimamente familiar, de gente saliendo masivamente de los almacenes. Cierto que no hubo gritos, ni pánico exagerado, pero de pronto todo se llenó de nerviosismo y de confusión. Acaban de dar la orden de desalojo, pues se había recibido una llamada telefónica que advertía de la localización de una bomba en el interior del Mall. Supimos después que tan sólo ese día se habían recibido en Miami cien llamadas de ese tipo, y nos enteraríamos en la noche de que un sargento de la armada norteamericana fue capturado in fraganti haciendo terrorismo telefónico. Resultaba punzante, casi sarcástico, que en el, para muchos colombianos, paraíso del progreso, de las oportunidades y de la seguridad, hubiera ahora también lugar para el miedo, para el peor de los miedos: el del terror.

Tal vez, la fijación de esa extraña idea, que rumié entre preocupado y burlón, durante todo el día siguiente, ocasionó una angustia inconsciente. Solo así puedo explicar ahora que durante mi última noche en Estados Unidos, en un sueño que debió estar gobernado por el aliento del retorno inminente, se alternaran continuamente dos imágenes, en una pesadilla que casi no termina. Dos imágenes terribles que se escurrieron ya en mi vigilia y ensombrecieron la última y esplendorosa mañana de mi estadía en Norteamérica. La primera, era la imagen de unos muchachos latinos que viajaban conmigo en el vuelo de Washington, y a los que había olvidado hasta entonces. Los había visto en el avión y supe que eran latinos por su inconfundible acento venezolano. Un chico y dos chicas muy jóvenes, que después vi. apenas de reojo cuando salíamos del aeropuerto, justo después de que la aerolínea arregló nuestra estadía en Charlotte. Precisamente esa imagen, se agrandaba en mi pesadilla. Los vi confundidos y asustados, los vi en el aeropuerto, desamparados, sin ninguna protección y pasando frío y hambre. Los vi finalmente reprochándome mi falta de solidaridad para con ellos. Y por más que les explicaba que no había tenido tiempo para reparar en su situación, que las circunstancias habían ocasionado mi descuido, ellos terminaban juzgándome como un oportunista desalmado.

La otra imagen tenía que ver con Augusto Escobar, el colega paisa que había salido para Nueva York, después de asistir al Congreso que nos había traído a Washington, y que debió vivir tan de cerca todo lo sucedido aquél martes negro y los días subsiguientes. También a él lo veía en mi pesadilla sufriendo y solicitando mi ayuda, sin que yo pudiera hacer nada por él. Pero al menos sobre Augusto me enteraría poco después a través del correo electrónico.

¡MI COLEGA EN NEW YORK!

Estimado Jaime:
Te cuento que me salvé de chepazo por unas horas, ya que estuve el lunes en la tarde en las gemelas y fui casi uno de los últimos en salir, aunque el deseo era estar a primera hora el martes, pero mi prima, la nueva salvadora, no podía porque esperaba el anuncio de un trabajo. Así que el martes, mientras desayunaba, comencé a ver tal espectáculo de fantasía y me comenzó un temblor tan tenaz que me tuvieron que empepar y casi no se me quita el tembleque y el estado de shock. Claro que tampoco nadie fue capaz de quitarme del televisor. Era algo extraño, además de ese masoquismo, voyerismo y morbosidad juntos que tenemos los latinos. Así que obligado y regañado como chiquito, luego de apagado el televisor, tuve que ir a descansar porque el bicho que me dieron también adormecía.

Casi no me repongo de esa vaina. Y después fue la de Troya con la venida porque tuve que quedarme casi una semana esperando que autorizaran el vuelo, ya que United quebró y tuvieron que conseguirnos cupo en American. Además de que me tocó estar toda una noche y madrugada esperando en el frío y duro aeropuerto de NY (porque no tenían ni una silla ni tapete ni nada, ¡qué gringos¡) para salir. Obvio, a la pobre güeba de Escobar, en su ya estado de inanición y de desnutrición avanzada le cogió una tosecita de esas que sabemos, y como buen cristiano le dio un comienzo de bronquitis que se afianzó con ocho horas de viajes y esperas bajo aire acondicionado. Así que llegó hecho pura hilacha en medio de un aguacero a Rionegro y como a todo afortunado viajero, le tocó rojo y le esculcaron hasta los calzoncillos y zapatos rotos, mientras los negociantes salían felices con ocho y diez maletas repletas de cachivaches de a dolar.

!Sí que maravillosa la vida¡ Así, como un nuevo cristo (mi flacura se parece) resucitado, canto aleluya y recién veo dos o tres fotos tuyas, muy reluciente y feliz por los washingtones, que pronto te mandaré.

Bueno amigo, espero que me cuentes de tu regreso, porque igual te tocó. Invéntate cualquier asunto y me lo cuentas, al fin y al cabo, imaginación te sobra, ¿n'est pas?.

REGRESO A CASA O DE VUELTA A LA DURA REALIDAD

Pese a la paranoia, ya extendida, y al anuncio continuo e insistente de una magnificación de las medidas de seguridad, mi ingreso y permanencia en el aeropuerto de Miami no tuvo ningún inconveniente. Realmente fui objeto de un eficiente y buen trato y hasta me salvé de la requisa aleatoria que se realizó a la entrada del avión. No así el hombre que me tocó como vecino de silla, quien llegó muy agitado por la revisión exhaustiva a la que fue sometido. Con todo, estaba muy animado por el próximo regreso a casa. Ese era el ambiente que se respiraba en un aparato lleno de gente que había estado represada por varios días en un país que de pronto se había convertido en una gran cárcel para todos nosotros. Era como el final de un mal sueño y el comienzo de una rutina renovada por la experiencia.

Pero poco a poco, la conversación con mi vecino se fue enfocando hacia la situación del país y hacia las consecuencias que vendrían tras los ataques a Nueva York y Washington. Mientras se acercaba la hora de llegar, el entusiasmo del comienzo se fue transformando en preocupación. Mi vecino me aseguraba que lo mejor que le podía pasar a nuestro país era la intervención norteamericana, ahora que se anunciaba la guerra global y total contra el terrorismo. Pronto comprendí que mis argumentos en contra no hacían mella en una convicción que parecía muy práctica y peligrosamente deseable. Ya me imaginaba el oportunismo de los candidatos presidenciales, la retórica utilitaria de los políticos y la azarosa paranoia de la guerrilla. La conclusión que iba sacando era que el panorama en el país se había oscurecido como efecto del “accidente global” y por eso, a la ansiedad por abrazar a los míos se unió un inevitable sentimiento de tribulación.

Lamentablemente, muchos de mis temores se han confirmado hoy. El discurso guerrerista se ha acentuado y la ingenua confianza en que los Estados Unidos podrán salvarnos de la presencia guerrillera se ha extendido. Bush ha ordenado por fin el ataque a Afganistan y las posiciones se han radicalizado. Por ahora no parece haber lugar para una postura intermedia en la que los Estados Unidos pudieran entender la oportunidad de revisar muchos de sus equívocos y los países que los han sufrido pudieran ser escuchados. Esa es la otra historia por hacer.



Washington, Charlotte, Miami, septiembre de 2001
Bogotá, octubre de 2001

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2/07/2006

El árabe que nos salvó

Blanca sólo había confundido un dígito del número telefónico, pero ese error nos había condenado al extravío.

Todavía con el recuerdo caliente de nuestra agradable estadía en Brown. U, gracias a la invitación del generoso Julio Ortega, arribamos al congestionado aeropuerto de Newark, provenientes de Providence. Eran las siete de la mañana de aquel frío domingo de abril y apenas si nos recuperábamos de la ansiedad que nos había causado el habernos arriesgado a tomar un taxi demasiado lujoso para nuestras referencias, cuando vislumbramos por primera vez un Jersey City cuya primera apariencia nos decepcionó. Por fortuna el conductor nos había dejado justo al frente de un portón cuya placa indicaba la misma dirección que teníamos anotada en ese trozo de papel que Blanca nos había dejado dos noches antes, en el lobby de ese hotel que miraba hacia el gran edificio de Belmont, allá en la capital de Roth Island.

Al lado de la placa del portón había también un aviso: Álvaro González, Printer. Hasta ahí todo bien Álvaro era el primo de Blanca que nos recibiría en su casa durante tres días, apoyando así nuestra intención de recorrer algunas calles de Manhattan (¿que más se podía hacer en ese escaso tiempo que teníamos dizque para “conocer” New York?). Sabíamos que Álvaro tenía una fábrica y que habíamos acertado con la dirección, pero con lo que no contábamos era con que, domingo claro, no hubiera nadie en el edificio.

De modo que después de haber timbrado y de haber golpeado inútilmente el portón por más de quince minutos, arrastramos nuestras pesadas maletas hasta una esquina donde había un teléfono público y probamos marcar los números que Blanca había garrapateado. Uno correspondía al de la imprenta (this is the González factory, please leave your message after the tone), pero en el otro nos contestaba una voz femenina que aseguraba y rejuraba que su last name era Johnson y no González. Marcamos y marcamos hasta la desesperación, hasta que no quedó otra alternativa que aceptar la conclusión de que, en su afán, Blanca había escrito un número telefónico errado cuando dejó su nota, en ese hotel que daba sobre el Parque Central, allá en Providence

Volvimos arrastrando nuestras maletas y nuestra zozobra hasta el portón de la imprenta. De la casa de la esquina salía un joven y detrás de él un hombre maduro levantaba la mano con una expresión de cariño tan profunda que realmente me conmovió. El padre despide tiernamente a su hijo, pensé, recordando que los míos me esperaban ansiosos en casa después de casi dos semanas por fuera. Así que, confiado en el aura bondadosa que había creído percibir, me atreví a preguntarle al hombre maduro por su vecino. Good morning sir, excuse me, we are looking for Mister Álvaro González, the printer owner, your neighbor, ¿do you know his home address or his telephone number? The factory is closed now and… La reacción del hombre no pudo ser menos sorprendente. Con unos ojos al comienzo demasiado abiertos por el asombro de habernos descubierto y después más abiertos aún por la ira, una ira que yo no comprendía, respondió con dientes apretados: I don’t speak English, I’m Germany.

Pedí excusas, miré a mi amiga, me alcé de hombros y seguí arrastrando mi pesada maleta. Volvimos a golpear con la insensata esperanza de que alguien hubiera llegado entretanto a la imprenta, aquel domingo a las ocho de la mañana. Fuimos y volvimos del portón al teléfono público al menos tres veces más, hasta que decidimos preguntar a los otros vecinos. La casa del lado era pequeña, de una sola planta, con un antejardín modesto y la reja estaba abierta. Entré, golpeé la puerta y me abrió una extraña mujer, tan pequeña como extraña. Vestía uno de esos trajes árabes de los siete velos, con tapaboca y todo, sólo que su cuerpo gordo y fofo denigraba el atuendo. Good morning madam, excuse me, we are looking for Mister Álvaro González, the printer owner, your neighbor… La mujer, no sé cómo, tomó mi mano, y sin pronunciar palabra intentó llevarme hacia el interior de la casa, pero yo me zafé de su atenazante garra antes de cruzar el umbral. Alcancé a ver la sala con sus cortinas y sus tapices y a respirar el aire enrarecido con aromas orientales y salí asustado y presuroso fuera del antejardín. La mujer se quedó allí, parada bajo la escuadra de la puerta, girando sus dos manos sobre las muñecas, moviendo su cadera e invitándome a seguir a su casa. Esta vez fue mi amiga quien me arrastró hacia el portón de la imprenta salvándome así del hechizo de esa mujer, que se quedó afuera todavía un largo rato más sin dejar de mirarme, buscando siempre mis ojos.

Decidí entonces ir a la casa de enfrente y esta vez me abrió una chica de rasgos latinos, muy joven y del todo normal, atenta y gentil, que después de escuchar la consabida perorata me despachó con un dulce Sorry I don´t know y un suave portazo en la nariz. El hombre que decía ser alemán y que todo el tiempo había estado contemplando mi fracasada gestión desde el balcón de su casa, salió al andén y empezó a gritar en un inglés perfecto get out, get out, you aren´t welcome, get out, get out, mientras caminaba en forma intimidatoria, haciendo ademanes militares como un verdadero nazi por todo el frente de su casa, ni un paso más allá, ni paso más acá. Sentimos pánico y nos dirigimos hacia la otra esquina con la firme intención de tomar un taxi que nos llevara a un hotel barato, convencidos de que tendríamos que cambiar de centro de operaciones, pues el sitio al que habíamos llegado era poco menos que el escenario de una pesadilla

¿Pesadilla? Pregunté de pronto, más como expresión de la revelación que había creído tener en ese momento que como una interpelación a mi amiga. ¿Si te dije lo que estaba soñando esta mañana cuando me llamaste a la habitación? Era una pesadilla. Claro, en mí inconsciente sabía que el reloj despertador no había sonado y que tú estabas a punto de llamarme y que yo debía levantarme, y entonces me inventé una pesadilla de la que finalmente me sacaste cuando llamaste preocupada por mi extraño incumplimiento y ante la inminencia de perder el vuelo a Newark. ¿No será que esto hace parte de la pesadilla y que en realidad perdimos el vuelo y que aún estamos en ese hotel que por su salida trasera conduce a los outless, allá en Providence? Piénsalo por un momento: el extraño taxi que nos trajo hasta aquí, este lugar inesperadamente sucio y feo, los extravagantes personajes que nos hemos encontrado, el miedo que nos ha invadido poco a poco, nuestra insensatez progresiva. Nada tiene lógica. Y entonces lancé la afirmación esperada: ¡¡¡estamos soñando!!! Un ardor en el brazo me sacó del delirio. Mi amiga acababa de pellizcarme para demostrar la falacia de mi hipótesis y yo la miré ofreciéndole disculpas, completamente avergonzado.

A pocos metros, abrieron una tienda. Decidimos tomar algo antes de largarnos. Compramos un par de jugos y un kit de donnuts. El hombre que nos atendió era libanés (cero y van cuatro extranjeros, pensé, pero no me atreví a decírselo a mi amiga) y nos aseguró que había alguien que conocía los datos de González en el edificio de la esquina. Apresuramos el refrigerio y salimos a buscar la entrada del mencionado edificio. Al frente de la tienda, alguien espiaba detrás de una persiana, la paranoia seguía creciendo. No era difícil suponer que otros podían suponer que un par de tipos con maletas y cara de extraviados podían tener dólares y pasaportes con visa y debían ser presa fácil. Eso pensé, pero tampoco lo comuniqué. Le dije a mi amiga que esperara dentro de la tienda mientras yo indagaba.

El barrio despertaba. De los edificios salía gente muy rara. Me topé de frente con uno de esos negros que ve uno en la televisión y que se supone que son del Bronx. Y en la puerta del mencionado edificio se habían plantado un tipo enano y deforme y una mujer muy gorda, así que tuve dificultad para accionar los citófonos. De cualquier manera nadie me contestó y los dos personajes de la puerta ni siquiera prestaron atención a mis preguntas, embebidos como estaban en una conversación llena de sucias palabras. Resolví volver a la tienda y proponerle a mi amiga que tomáramos el taxi, modificáramos los planes y olvidáramos el asunto de hospedarnos en casa de González.

Pero entonces oí una voz caribeña que venía del cielo: Oye tú, ¿estás buscando a Álvalo González? Por un momento creí que era un milagro y que algún ángel enviado de Dios me hablaba, pero entonces mi amiga me explicó que ante la angustia que exudábamos, el libanés había llamado por teléfono a la persona que conocía los datos. Si, soy yo dije, levantando la mirada para encontrarme con la facha de un tipo semidesnudo con tatuajes en brazos y pecho que desde la ventana del cuarto piso del edificio me saludaba con una sonrisa que más parecía la mueca de un loco. Pinta de asesino, me dije, conserva la calma. Pues yo sé donde vive el homble, si me espelas bajo y te acompaño a su casa. No hombre, tranquilo, si me da su teléfono o su dirección nosotros vamos solos, no se moleste. No es ninguna molestia, pelo si no confías en mí ahí te va esta taljetita, me dijo, y lanzó un papel que yo agarré en el aire como si fuera el más preciado tesoro.

Y ahí estaba: el número telefónico de la residencia del primo de Blanca. Efectivamente, el quinto digito, de los siete que conformaban la serie, estaba errado, pero que alivio. Marcamos el número y nos contestó la propia Blanca que lo primero que hizo fue reprocharnos la demora. Pero no estábamos para pelear, sino para ser rescatados, así que hacia las once de la mañana, después de cuatro horas de angustias, llegaron Blanca, dos de sus primos, incluido Álvaro, y un sobrino, quienes entre solidarios y divertidos escucharon nuestra historia y terminaron explicando muchas de las cosas que habían sucedido.

La fábrica estaba ubicada en un sector industrial de Jersey City ahora caído en desgracia. El hombre maduro de la esquina era en realidad italiano y además de ser el vecino más intolerante del sector era homosexual, así que el muchacho que vimos salir no era su hijo, sino su amante. Los vecinos de enfrente estaban recién mudados, de modo que no tenían por qué saber nada. La vieja del lado llevaba varios años viviendo allí, leía cartas y realizaba otros oficios esotéricos, pero no hablaba ni una palabra de inglés. El libanés había sido un gran amigo de González, de muchos años, hasta que el once de septiembre, después del atentado, salió a cantar y a bailar, feliz por lo que acababa de suceder, de manera que ahora eran enemigos a muerte. Finalmente, el hombre del edificio con facha de asesino del bronx era un antiguo empleado de Álvaro, conflictivo y drogadicto, del que había tenido que deshacerse hacía unos meses.

¿El acto de generosidad del libanés había sido su manera de enmendar el despropósito del once de septiembre y una señal de paz para Álvaro? Yo quiero creer que sí, que así haya sido, y que los dos hombres hayan vuelto a su antigua amistad. Lo cierto es que si hubiera sido tan legítimo su odio hacia Álvaro y lo que representaba, si hubiera sido un terrorista en potencia como lo insinuó el otro primo de Blanca no habría hecho nada por resolver nuestro incidente.





Jersey City, 2003
Bogotá., 2004

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25/06/2006

Rayos X o perdimos la dignidad

Incluso llegué al aeropuerto El Dorado con algunos minutos más de las tres horas de anticipación que sugería la línea aérea para sus vuelos internacionales. Había decidido viajar por Iberia por la recomendación de un amigo, viajero frecuente a Europa, quien me aseguró que los vuelos de la aerolínea española solían tener menos inconvenientes que los de la colombiana. Pero parece que su consejo había perdido total vigencia, pues no recuerdo mayor complicación, en mi no poca extensa historia de viajes, que la que tuve en aquel nefasto preámbulo de vuelo.

Lo primero que noté fue que ya se había formado una fila de por lo menos cincuenta personas frente al counter de Iberia y que había varios policías del grupo aeroportuario recorriéndola. No obstante, me tomé unos cinco minutos más antes de hacer la fila para hacer sellar mi equipaje, siguiendo el consejo de otro amigo, quien me había asegurado que maletas selladas no eran revisadas. De nuevo, resultó ser una sugerencia inservible, pues tardíamente noté que eran precisamente las maletas selladas las que estaban haciendo abrir con prioridad. No sé si es que esos consejos los siguen en forma oportunista la gente con malas intenciones o qué, pero parece que pronto se vuelven el objeto de observación de quienes controlan los vuelos de mayor riesgo. En todo caso, la conclusión inicial es que en esto del control al narcotráfico las cosas suelen cambiar de una manera tan impredecible que cualquier previsión resulta siempre inútil.

Después de haber presentado mi pasaporte y de haber pagado mis impuestos de salida, ingresé a otra fila en la que un agente de la policía hacía entrevistas del todo improvisadas a cada uno de los pasajeros. La verdad, yo estaba no sólo tranquilo, sino muy seguro, pues el objeto de mi viaje era la asistencia a un Congreso Internacional y tenía todos mis papeles y soportes en regla. Y más seguro me sentía en la medida en que podía escuchar las preguntas y las respuestas de mis antecesores, algunos de ellos con pinta de todo menos de turistas o de hombres de negocios. Algunas historias incluso me sonaban forzadas. ¿Quién se comía el cuento de que la mujer de un amigo requería asistencia de no sé qué tipo y que era esa la razón para viajar? ¿Qué era eso de que el motivo del viaje era la compra de instrumento musical cuya existencia o costo eran imposibles en Colombia? En mi mente empecé a anticipar las preguntas y mis posibles respuestas. A unos pasos, mi padre y mi mujer, quienes habían ido a acompañarme, me hacían gestos de solidaridad y de resignación, gestos que a decir verdad me lucieron un poco exagerados.

El policía que hacía el interrogatorio era un tipo alto y delgado de no más de treinta años y aunque parecía seguro y hasta prepotente resultó ser, a todas luces, un inculto de talla mayor. Lo primero que se le ocurrió al examinar mi pasaje fue preguntarme por qué viajaba a Madrid y luego a Santiago de Chile para volver a Madrid, cuestión que nunca imaginé que fuera posible interpretar de mi tiquete de avión. Mi respuesta estuvo acompañada de una ruidosa aunque inevitable carcajada, resultado de mi inspirada comprensión de la ignorancia geográfica de quien estaba encargado dizque de indagar las razones de viajes internacionales. Pero esa risa espontánea fue el principio de mi perdición. Al intentar explicarle que viajaba a Santiago de Compostella y no a Santiago de Chile y que ese Santiago era español, el policía simplemente evadió mis aclaraciones y comenzó a preguntarme sobre mi trabajo y mis razones de viaje. Ante la contundencia de mis respuestas, todas ellas perfectamente documentadas, el policía se dedicó a examinar mi pasaporte, atiborrado ya de visas y registros de viajes a la misma España, a México e incluso a los Estados Unidos, ante lo cual hizo otro par de torpes preguntas que yo contesté con toda claridad. Al final preguntó por mi equipaje y, claro, hizo que lo abriera a pesar de haber sido sellado previamente. Yo, cada vez más desafiante, abrí la maleta y le mostré uno a uno los enceres y piezas de mi equipaje para demostrarle que simplemente llevaba lo necesario para un viaje corto. La escena era seguida con atención y diría que hasta con morbosidad por mis vecinos de fila, quienes, al igual que mi padre y mi mujer, sabían en qué terminaría toda aquello.

– Pase a chequearse y vuelva conmigo, ¿entiende? –me ordenó el policía en un tono provocador cuyo alcance no supe evaluar.

El checking fue ágil y sin inconvenientes, así que unos minutos más tarde me presenté donde el famoso interrogador, quien primero me hizo esperar unos quince minutos en una actitud despectiva y luego me comunicó su exagerada decisión:

– Lo voy a llevar a la máquina de rayos x

Y enseguida se lanzó con una seudocientífica descripción de lo que eran e implicaban los rayos x, descripción que corté abruptamente al comunicarle que yo era ingeniero nuclear y que por lo tanto no necesitaba de su tosca explicación y que lo que requería era dirigirme lo más pronto a la sala de rayos x, pues corría el riesgo de perder el vuelo. Le planteé finalmente una serie de preguntas que no pudo responderme y que lo arrinconaron hasta la mansedumbre:

– ¿Cuánta cocaína cree que puedo llevar en la barriga, mil, dos mil dólares? Pues esa cantidad apenas cubriría el sueldo mío de un mes ¿Cree que yo arriesgaría mi posición por esa cantidad? Piense un poquito, está exagerando y a lo mejor está desgastando su energía en un caso que no tiene nada de riesgoso y en cambio se le podría estar escapando del control gente que tiene mejor perfil, ¿no cree?

Tal vez para evitar el escándalo, tal vez vencido, el policía me llevó a un lado y me confesó en su jerga:

– Con usted completo mi cuota de rayos x para este vuelo que nos han identificado como un vuelo cargado. Si no marco al menos diez pasajeros, después me pueden chantar la culpa a mí, entiéndame
– Pero cómo quiere que lo entienda, hombre –le reproché­–, no ve que ha afectado mi dignidad y mi honor. ¿No sabe lo que eso significa, no sólo para mí, sino para la gente de bien que es la que se supone que ustedes cuidan? La injusticia, ni más ni menos que una injusticia. Además, si lo que importa es el cupo y no el criterio con que se asigna, háganlo al azar y eviten a la gente la farsa de la entrevista

El policía sólo sonrió sin mirarme y con un ademán seco le ordenó a un agente que llegaba en ese momento, que me condujera a la sala de rayos x. El agente intentó tomarme del brazo, pero yo ya estaba completamente irascible y no me dejé tocar. Pasamos por migración y le advertí al hombre del DAS que esperaba volver para despedirme de mi familia y que se fijara muy bien en mí, pues no tenía pensado volver a hacer la fila.

En la sala estaban ya los otros pasajeros “marcados”, pero el examen por fortuna duró poco tiempo, de modo que antes de haber transcurrido quince minutos ya estaba yo de nuevo en los corredores del aeropuerto, fuera de las salas de abordaje, despidiéndome de mi padre y de mi mujer, quienes supieron calmarme. Tuve tiempo suficiente para tomarme un buen café y lo habría tenido incluso para tragarme las sesenta bolsas de cocaína que suelen cargar la mulas, si esa hubiera sido mi tarea. ¿Para qué entonces tanta alharaca y control? Siempre hay manera de burlar las medidas, siempre hay manera de coronar y más cuando quienes están encargados del control son gente a la que no han preparado adecuadamente.

Volví a las salas de abordaje y luego volé a España, donde afortunadamente no sólo no hubo más complicaciones, sino donde disfruté uno de mis viajes más y mejor recordados

Poco tiempo después conocí de labios de un colega un matiz aún más escandaloso de la famosa marcación de pasajeros en el aeropuerto. A este colega le sucedió lo mismo que a mí, sufrió la misma indignación, pero ese día se había averiado la máquina de rayos x de la terminal y por esa razón llevaron en una taxi bann a los diez pasajeros marcados de su vuelo (incluido él) hasta un centro médico en Fontibón (la población más cercana al aeropuerto) para practicarles el examen. Y no sólo eso, ellos tuvieron que pagar de su propio bolsillo tanto el costo del examen, como el del transporte. La alternativa: perder el vuelo. Aquella vez, un pasajero, más exactamente una joven mujer que parecía “normal” (uso la expresión del colega), resultó “positiva” y no abordó el avión. Habían dado con una de las cargas anunciadas para el vuelo.




Bogotá, 2004
Bogotá, 2004 - 005

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19/06/2006

Salón Apodaca

Ese sábado, ante mi nocivo estado de aburrimiento, Winston, mi anfitrión en Madrid, decidió invitarme al preestreno de una obra de teatro que dirigía un amigo suyo. Nos citamos frente a la estación Cuatro Caminos a las ocho de la noche, para tomar juntos desde allí el metro hacia Tirso de Molina. A pocas cuadras, por una paralela a Huertas, uno de los tantos teatros de la zona anunciaba efectivamente el lanzamiento. Aunque había dejado de llover, empezó a hacer frío, así que resolvimos entrar a la antesala, donde la típica galería de fotos de la obra de teatro brindaba una estupenda anticipación de lo que veríamos un poco más tarde. Comencé a recorrer el salón en círculo, en busca de detalles por los distintos retratos, mientras mi amigo, ansioso, caminaba por el pasillo, primero hacia la calle y luego de regreso.

Pronto hubo tal gentío que el lugar se tornó sofocante. En medio del tumulto y del bullicio que se fue formando, mientras yo seguía mirando folletos y promociones de la rica vida cultural madrileña, vi con alarma cómo Winston saludaba a sus amigos con dos besos, uno en cada mejilla, a medida que iban llegando. Cuando me tocó el turno, y como suele sucederme cuando no estoy seguro de las costumbres, simplemente saludé como sé hacerlo en casa, es decir, evitando lo de los besos; besos que habría estampado con gusto a cualquier muchacha, pero que, según mi entender, “no tenía por qué” darlos a los cuatro varones que ahora me presentaba Winston.

Aunque olvidé su nombre, recuerdo que la obra estuvo buenísima: una serie de historias encadenadas que terminaban cerrando un círculo de conflictos y develando relaciones insospechadas entre los personajes. Recuerdo también que ya en la sala empecé a incomodarme con las actitudes decididamente afeminadas de esos otros personajes: mis nuevos conocidos. Víctor, quien se sentó al lado de Winston, justo a mi derecha, empezó a cuchichear no sé qué cosas al oído de mi anfitrión, quien se reía con un desparpajo poco varonil y totalmente extraño para mí. El tema de conversación entre ellos se desvió muy pronto de los comentarios acerca de la performance de los actores y se dirigió hacia los detalles más recientes sobre reallities y novelones de la TV. De modo que mi malestar crecía en la medida en que no lograba concentrarme en la obra. Pero el ambiente a mi izquierda no era mejor. Carlos y Luis se habían tomado de la mano y Luis posaba su cabeza tiernamente sobre el hombro de su novio, mientras él le acariciaba el mentón y le pedía atención a la producción teatral. El cuarto hombre estaba una fila adelante y de vez en cuando volteaba su cabeza hacia atrás, para comprobar lo que hacían sus amigos, dejando una estela de olores dulzones como efecto de sus repentinos y teatrales movimientos.

Hacia las once, hambrientos, salimos a la calle. Carlos, quien resultó ser un comerciante colombiano, propuso ir al recientemente inaugurado restaurante de comida árabe rápida. El camino sirvió para conocer algo más de los amigos de Winston. Así me enteré de que Víctor era azafato de Iberia, que tenía mi edad y que su novio lo había dejado hacía poco, de modo que estaba en pleno duelo, lo que explicaba su excitación y su verborrea. Carlos y Luis eran pareja desde hacía un par de años y esperaban contraer matrimonio muy pronto y pasar la luna de miel en Cartagena de Indias, por supuesto. El otro, a quien prefiero llamar el otro, pues no recuerdo su nombre, fue bastante parco conmigo. Estaba más preocupado por ondear su largo cabello, por lucir sus zapatos de moda y por saber qué haríamos después de cenar que por mostrarse amable con el sudaca.

Se plantearon varias opciones. Winston insinuó ir a Malasaña, donde se celebraba no sé qué despedida. Carlos y Luis propusieron ir a “El Tabaco”, un bar en Gran Vía a donde suele ir con frecuencia (fue el argumento) Almodóvar. Pero la insistencia casi chillona de El otro produjo sus resultados y terminamos todos enfilados hacia la calle Apodaca donde tendría lugar la inauguración de un Salón de Belleza.

Es innecesario apuntar que yo en todo aquello no era más que un invitado de piedra, y que tenía serías intenciones de volver al apartamento, pero la amabilidad y la compasión de mi anfitrión me dieron fuerzas para mantenerme al lado del grupo e incluso para intentar integrarme. Supe por boca de Wisnton de la “ele” que se forma sobre el mapa del centro de Madrid cuando sigue uno el recorrido de la marcha madrileña. Una ele que comienza en Moncloa y culmina precisamente en Huertas.
Moncloa abarca la zona que va desde la Plaza de España hasta llegar casi a la Ciudad Universitaria. Es un sector elegido por muchos estudiantes para vivir por su cercanía a la Ciudad Universitaria y por eso allí se concentra la marcha que podríamos llamar juvenil o más exactamente universitaria. Hacia el este se encuentra Malasaña, una de las zonas clásicas para salir por la noche. La gente que va por esta área se autodenomina 'malasañera' y por lo general está entre los 17 y los 25 años, pero hay para todos los gustos. Las calles del barrio convergen en la Plaza del Dos de Mayo, donde el ambiente de los bares es animado y da albergue a una variedad de estilos que va desde los puristas del rock hasta las últimas modas. Adyacente a Malasaña se encuentra el barrio de Chueca, uno de los más genuinos y cosmopolitas de la zona. Durante los años ochenta fue el sitio de mayor actividad de la 'movida', pero en los últimos años se ha vuelto una de las zonas gay más concurridas, convirtiendo a Chueca en uno de los sitios más excitantes de la noche madrileña. Dicen que es el Soho madrileño y allí se encuentra precisamente la calle Apodaca. Para qué hablar de Gran Vía, el sector al sur de Chueca que le empieza a dar forma de ele a la marcha. Más bien hablar de Huertas a donde se llega desde Gran Vía atravesando Sol. Es un barrio antiguo y tradicional donde existen numerosos comercios y sobre todo establecimientos para ir de tapas, cervecerías, restaurantes y bares. La zona esta situada entre el Paseo del Prado y la calle Atocha. La plaza de Santa Ana se destaca dentro del conjunto como un espléndido lugar de reunión. Por lo general los bares de la zona son pequeños, pero muy animados y abundan los locales tradicionales. Es la zona Yuppy por excelencia.
Fascinado todavía por el devenir guía turístico de mi anfitrión no me di cuenta de que habíamos llegado a Apodaca. El Otro empezó a brincar ante la inminencia del arribo y yo me puse realmente nervioso. Allí es, allí es, gritaba y los demás lo seguíamos entre divertidos y curiosos. Salón Apodaca, rezaba el aviso en tubos de neón sobrepuesto sobre el gran ventanal que daba a la calle y desde donde, efectivamente, se podía advertir la tremenda fiesta que había adentro. Saludos escandalosos se esparcieron cuando el dueño del lugar, quien se veía excitado y muy contento, abrió la puerta. Winston, Carlos, Luis, El otro, todos, estallaron en risas, ademanes, aspavientos y cumplidos, en un espectáculo totalmente asombroso del que apenas pude separarme un poco, pues cuando iba a dar el paso hacia atrás, Jonatan, el dueño, un hombre rubio de acento extranjero, alto y de muy buna estampa, me agarró de los hombros, dijo algunas palabras que no entendí muy bien y acercó su rostro al mío.
No tuve más opción, lo juro, que darle un beso en la áspera mejilla izquierda a Johnatan y en seguida el otro en la oscura mejilla derecha antes de entrar al Salón, arrollado por esa marea de contorsiones y exóticos modales que continuó con más frenesí adentro. Jonatan literalmente brincaba de un lugar a otro, ofreciendo vino, panecillos e invitando a todo el mundo a acomodarse, repartiendo besos en mejillas y bocas, mientras yo entraba en pánico. Por más que lo intenté, mis piernas y mis brazos se mantenían paralizados. Sólo mis ojos tenían algo de movimiento, así que, arrinconado, esperé infructuosamente la recuperación de la calma, hasta que Winston, quien unos minutos después apareció milagrosamente y se percató de mi estado, se apiadó y prometió salir en unos minutos.

Al otro día, durante el paseo que Winston y yo dimos por El Rastro, donde Carlos tiene un par de almacenes de antigüedades, mi anfitrión no hizo más que reír y burlarse de lo que me había sucedido en la noche anterior y yo tuve que admitir que mi metrosexualidad no tenía nada de envidiable, que seguía siendo el mismo machista de siempre. Cuando entramos al almacén de Carlos, Luis salió a saludarnos. Con toda naturalidad, lo juro, mi primer impulso fue estampar los dos besos de rigor a Luis, quien los recibió sin alharaca. No sé por qué, pero esta vez no tuve la sensación de aspereza. Tal vez, y finalmente, algo había aprendido.



Madrid, 2003
Bogotá, 2004 - 2005

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12/06/2006

Doctores y orines

Salgo de la estación Moncloa e ingreso al Parque Oeste con la sensación de que es la última vez que lo hago. Por eso disfruto cada paso, cada aroma, cada imagen. Hace algo de frío, pero no llueve. Veo a los jóvenes madrileños con su caminar apurado y su desparpajo y siento de pronto una gran ternura. El deseo de retener en mi memoria estos instantes impone por momentos una especie de visión en cámara lenta. Hay en todo caso una suerte de cruce de ritmos que se acrecienta a medida que avanzo por los senderos del Parque: el mío, determinado por la ansiedad del momento, y el de los demás, indiferente a mis sentimientos, definido por la rutina del día a día.

A mi derecha el Palacio Presidencial de la Moncloa, con su imponencia y su misterio. A mi izquierda, la avenida del Arco del Triunfo. Triunfo de quién, me pregunto, conciente de mi ignorancia, pero emocionado por una especie de contacto intuitivo y solidario con el flujo de la agitada historia española. Al fondo, la Avenida Séneca que conduce a Senda del Rey, la calle por la que debo caminar para llegar a la sala donde ha de estar todo preparado para defender mi Tesis de doctorado. Y hacia el norte, la ciudad universitaria con sus grandes edificios y su bulla juvenil. Autobuses rojos y autobuses verdes transitan por las avenidas, mientras la gente apura el paso a la hora de cruzar la calle o espera paciente y disciplinada la señal para hacerlo.

También los árboles mezclan el rojo y el verde. Es el comienzo de un invierno que será moderado. Al otro lado de la avenida se encuentran los llamados Colegios Mayores, especie de centros universitarios en otras épocas, hoy residencias estudiantiles. Cada uno corresponde al nombre de un país suramericano. Miro con cierta curiosidad y simpatía el Colegio Mayor de Colombia. Al frente de la puerta, el busto de Miguel Antonio Caro, personaje prohispánico de finales del siglo XIX, muy querido en estos ambientes, pero ya con poco significado para los colombianos de hoy. Los andenes están repletos de hojas secas que hago crujir con un placer inesperado. A mi espalda oigo que para un autobús. Juego a adivinar si es un vehículo municipal o si recoge pasajeros para fuera de la ciudad. Lo veo pasar hacia la avenida Valladolid. La aparición de varios edificios semejantes entre sí anuncia mi destino final: la Facultad de Filología. Cruzo primero por el recinto de la Biblioteca en plena remodelación, y entro luego al lobby del edificio que he visitado tantas veces. El ascensor me lleva hasta el sexto piso.

En la sala 612 está todo listo: el proyector con el cual espero ayudarme en la exposición de mi Tesis, la mesa desde la que haré la “defensa”, y la del Tribunal, amplia y larga, pero decorada con una austeridad impactante, con sus 5 sillas altas; todo dispuesto estratégicamente al fondo de la sala. Mi Director está ya en una de las sillas dispuestas para el público y para sorpresa mía me presenta a alguien que asistirá al evento.

La verdad, estoy tranquilo. Sé que el trabajo realizado es bueno y que mi viaje desde Bogotá, culminación de un proceso de más cinco años, no será en vano. Con esa seguridad comienzo la exposición, después de haber escuchado de labios del Presidente del Tribunal la secuencia del procedimiento y la presentación de los otros miembros, entre los cuales distingo a uno que ha sido por varios meses un corresponsal abierto y cordial. Me han dado veinte minutos y creo haberlos aprovechado bien. Al terminar, miro furtivamente a mi director y percibo su gesto de aprobación.

Entonces comienzan las intervenciones de cada uno de los miembros del Jurado. Empieza el conocido mío. Escucho sus amables adulaciones con orgullo, pero en seguida viene una serie de críticas al trabajo que le lleva media hora argumentar. Yo anoto en mi libreta cada cosa e imagino los contra argumentos, un poco sorprendido de la capacidad que ha tendido el profesor para ver cosas donde en realidad no las hay. Con la intervención del segundo jurado, quien sigue el mismo esquema: adulación corta, exposición larga de críticas, visualización de detalles inesperados, a veces, arbitrarios, mi estado de ánimo pasa de la sorpresa a la inquietud y con ello sumo ya cinco emociones. Pero no serán las últimas. El tercer jurado con saña maligna y oratoria anacrónica me hace sentir rabia, y el cuarto con sus puntos de vista sesgados, humillación. Pero será el quinto jurado quien, al lanzarse en emboscada franca, tras rebuscar algo que decir, hace estallar mi alma en mil sobresaltos que por poco se traducen en la expresión de improperios.

Durante las cuatro horas que ha durado el asunto, he bebido unas dos jarras de agua y garrapateado unas diez hojas, de modo que el anuncio altanero que hace el presidente del tribunal de los escasos diez minutos que tengo para responder a las inquietudes de los jurados, me hunde en el terror. Logro sobreponerme y vuelvo a la calma. Recojo rápidamente todo en tres bloques de preguntas a las que respondo con sorpresiva eficacia y miro al director, quien vuelve a hacerme el mismo gesto de antes, sólo que esta vez me confunde. El presidente le permite la palabra al director, y él me apoya decididamente, aunque que ya no sé si por los méritos de mi trabajo o por pura compasión. Entonces se nos pide que abandonemos la sala para la deliberación final del Tribunal.

Afuera, a manera de consuelo, la testigo que ha presenciado con paciencia todo el debate, me cuenta la experiencia de una amiga suya en una situación académica similar: las oposiciones, o exposiciones que se hacen con motivo del otorgamiento de una cátedra titular en la universidad. En este caso hay también un tribunal, pero son dos los expositores: los finalistas de un largo y tortuoso proceso de selección de profesores que aspiran al cargo. Y estos expositores tienen que oponerse, es decir, demostrar cara a cara la superioridad de cada uno, en una especie de arena intelectual sangrienta en la que los miembros del tribunal hacen el papel de azuzadores o banderilleros. Pues bien, el cuento de la testigo es que su amiga no fue capaz de soportar la presión y cayó en el llanto abierto y en la justificación personal, creando una atmósfera absolutamente patética. La verdad, la anécdota no es que me tranquilice mucho. A esa hora llego incluso a creer que seré reprobado. Con toda la cortesía de la que soy posible, me retiro hacia los servicios, pues la ingestión de tanto líquido presiona mi vejiga insoportablemente.

Entro al baño, haciendo memoria de la secuencia de mis emociones: tranquilidad, seguridad, orgullo, sorpresa, inquietud, rabia, humillación, sobresalto, indignación, terror, calma, confusión, intranquilidad. Todo sin contar la melancolía, la ternura y la nostalgia de mi paseo previo al arribo a la sala del tribunal. Mientras satisfago mis necesidades fisiológicas veo como cada uno de los miembros del tribunal llega al baño a hacer lo mismo que yo hago y recuerdo entonces la manera como también se fueron vaciando las jarras de agua dispuestas en la mesa de los jurados. Me demoro a propósito para no encontrármelos en el pasillo que separa el baño de la sala.

Unos minutos más tarde, se nos pide el acceso a la sala. Es la hora de la sentencia. Después de un corto preámbulo, el presidente anuncia que el jurado ha decidido otorgar la calificación más alta a mi trabajo: el suma cum laude. Se añaden ahora la perplejidad y el agradecimiento a la saga de emociones del día. Todos me dan la “bienvenida al club” y me llaman entonces “Doctor”. Entiendo así dos cosas: 1) que más que una defensa intelectual, la defensa de tesis ha sido una defensa emocional y 2) que el encuentro en el baño no ha sido más que una anticipación de lo que se estuvo fraguando en la sala del tribunal: la confirmación de que todos, aún antes de la sentencia, somos iguales. Seres humanos con las mismas condiciones fisiológicas, pero también con las mismas aspiraciones. Ser doctor es, por eso, ser igual a otros doctores; curiosidades de la cultura humana que necesita superponer condiciones sobre condiciones para dejar en claro al final que somos humanos demasiado humanos.

Afuera, el paisaje no ha cambiado. Recorro las conocidas calles de regreso hacia Moncloa, pero esta vez lo hago con celeridad y ya sin ninguna emoción. En mi mente no tengo otro propósito que llegar a mi aposento para refugiarme allí hasta el otro día.




Madrid, Pamplona, noviembre de 2002
Bogotá, 2004

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