Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

9/03/2006

Una cabeza cae en el salón de clases

Nos hemos acostumbrado tanto a eso de los atentados terroristas que incluso algunos pasan desapercibidos y ya no son noticia. Ese es el caso de la explosión de una bomba de mediano poder ocurrida a finales del año 2003 en la carrera séptima de Bogotá, a la altura de la calle 40, a eso de la diez de la noche de un jueves tranquilo.

Hacia las nueve y media de la noche de aquél día, al otro lado de la calle, al frente del edificio de Educación Continua de la Universidad Javeriana, un hombre caminaba con evidente ansiedad de un lado hacia otro, cruzando primero la calle 40 hacia el sur hasta llegar al viejo edificio de la embajada francesa, devolviéndose luego hasta la entrada del túnel peatonal, y repitiendo el trayecto una y otra vez. Nunca se le vio atravesar la avenida ni bajar por la calle 40. Durante casi una hora recorrió la acera occidental de la carrera séptima sin modificar la ruta.

Al interior del Edificio de Educación Continua, todo era casi silencio a esa hora. En el único salón ocupado por estudiantes, se desarrollaba una actividad de evaluación individual, de modo que a excepción del ruido del sanitario que se descargaba una y otra vez debido a un escape y del rasguño simultáneo de los esferos sobre los papeles que contenían la prueba, nada más se escuchaba.

A las nueve y cuarenta y cinco, se dio por terminada la evaluación y diez minutos después sólo permanecían dentro del edificio Pacho Cisneros, el celador, y Yadira Martínez, la conserje, quien gastó diez minutos más recogiendo algún posillo y cerrando los salones. Ya en la calle miró su reloj y comprobó que eran las diez y diez, hizo cuentas sobre el tiempo que tendría en la mañana para hacer algunas diligencias personales y se dirigió hacia el sur, en dirección a la calle 39, por la acera oriental. Antes de cruzar la esquina, el hombre del frente hizo una pausa en su monótono vaivén y sólo entonces se notó que cargaba una tula, se agachó, la abrió como buscando algo adentro, la cerró, volvió a incorporarse y reinició el recorrido

La doctora Ana María León, directora del Centro de Educación Continua de la Universidad Javeriana, apagó el televisor al finalizar la emisión del noticiero, a las diez y diez de la noche, se dirigió a la alcoba de Laurita, su hija menor, y comprobó que seguía dormida, fue al baño, se lavó los dientes, y volvió a la cama, donde Eduardo, su marido, dormía desde hacía media hora. Verificó el mecanismo despertador, apagó la luz de la lámpara y puso su cabeza sobre la almohada, pero un segundo después la levantó intempestivamente, como reacción al timbre del teléfono, eran las diez y veinte minutos de la noche.

Pacho percibió de reojo una especie de fogonazo seguido de un ruido ensordecedor, llevó instintivamente sus dos manos a los oídos y tardó un minuto más para reaccionar, alguna esquirla de los vidrios destrozados del edificio rozó su cabeza y él se tiró al suelo, donde permaneció unos segundos, hasta cuando creyó que todo había pasado. Yadira sintió un empujón en su espalda después del estruendo y corrió, no hacia a la calle 39 como tenía previsto, sino hacia el interior del parqueadero del Edificio de Derecho. Percibió un olor a quemado y vio trozos como de árbol que caían sobre un automóvil, disparando las alarmas. Se sintió sola y la invadió un sentimiento de tristeza como pocas veces había experimentado, al poco rato lloraba desconsolada, pensando en sus dos hijos.

El hombre del frente hizo una pausa en su monótono recorrido, se agachó, puso la tula sobre el piso, miró su reloj y se dio cuenta que eran las diez y doce de la noche, levantó la tula y al ponerla sobre su hombro izquierdo recibió una ráfaga de imágenes en su cerebro. Recordó, como en una película acelerada, su reciente vida en la zona rural de Pereira, el asesinato de sus dos hermanos y de su padre, los gestos de horror de su madre y el peso de la tula, esa otra tula, en la que empacó de afán lo necesario antes de huir a Bogotá, para ponerse a salvo de los asesinos que no descansarían hasta acabar con todos los varones de la familia.

Ana María, lanzó un grito de asombro con el que despertó a Eduardo, no podía ser, un atentado en la Javeriana, tenía que salir para allá. Los niños también se despertaron. Eduardo llamó a un hermano suyo, quien aceptó ir lo más rápido posible al apartamento para cuidar a los niños, mientras los padres atendían la emergencia. Yadira decidió volver al edificio tomando todas las precauciones, las sirenas de las ambulancias y de los autos policiales sonaban enrareciendo el sosiego de la noche, mientras Pacho terminaba de hacer las llamadas de rigor. El hombre de enfrente había desparecido de la escena. Eran las diez y media en punto.

El paisaje que apreció Ana María a su llegada fue desolador. La portada y el segundo piso del edificio situado en al acera occidental de la carrera séptima, donde funcionaba un salón de belleza, estaban destrozados, las ventanas de los edificios adyacentes y cercanos habían desaparecido, la fachada del edificio de Educación Continua había sufrido graves daños y adentro varios salones estaban despedazados. Aquél donde se había realizado la evaluación pocos minutos antes, había recibido el impacto de la onda explosiva. En el interior, una buena cantidad de mesas había quedado aplastada por efecto del derrumbe de parte del techo. En la otra parte, se veía un gran agujero.

Ana María, acompañada de paramédicos y policías de la estación vecina, inspeccionó en detalle los estragos del salón. No tardó en encontrar la causa del gran agujero: una cabeza, la cabeza del terrorista, había caído dentro. Todavía goteaba su sangre. En pocos minutos, un grupo especializado del escuadrón antiexplosivos de la policía dio con los restos esparcidos del hombre de la bomba. Los brazos habían caído en el parqueadero de Derecho, a unos cien metros del salón. Eso que Yadira creyó que era una rama de árbol era uno de las extremidades del terrorista.

La noche terminó para Yadira, Pacho y Ana María a las dos de la mañana, después de que surtieron todas las indagatorias de rutina, después de evaluar la manera de enfrentar la situación al día siguiente, después de sosegar su ánimo, después de verificar que lo ocurrido había sido real, tristemente real, y no el brazo de alguna pesadilla colectiva.

Se indagaron varias hipótesis sobre el atentado: podría estar dirigido a la estación de policía, situada a escasas dos cuadras abajo, por la calle 40, pero también podría estar dirigido al salón de belleza, que fue el establecimiento que más sufrió daños, o podría estar dirigido contra la Universidad Javeriana. Aún hoy no se tienen certezas ni del objetivo ni tampoco de los autores intelectuales. Lo único que se ha comprobado es la identidad del hombre de la bomba, un desplazado más de la violencia que resultó involucrado, no se sabe muy bien cómo, con maleantes muy peligrosos, tan peligrosos que contaban con insumos de guerra. Alguno de los actores del conflicto: narcotraficantes, mafiosos, paracos o guerrilleros. Para el caso da lo mismo.

No hay certezas, sólo víctimas, y esa imagen tan macabra de una cabeza cayendo dentro de un salón de clases de la que difícilmente nos podremos sustraer.



Bogotá, 2003
Bogotá, 2004 - 2005

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