Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

8/05/2006

En Chile con Diamela

Conocí a Diamela Eltit en 1995, cuando vino a Bogotá como jurado de cuento en el marco de los premios nacionales de literatura del Ministerio de Cultura. Es poco caballeroso hacer cuentas, lo sé, pero Diamela tendría 45 años en ese entonces y 54 para cuando la volví a ver, en Santiago de Chile, a dónde había ido para asistir a un congreso de humanidades en lo que resultó ser la sede de su cátedra: la UTEM. Y el paso de esos años se notaba…


Después de haber sido aceptado al evento, intenté contactarla, pero no encontré sus datos en Internet y ya había desistido de hacerlo, cuando recordé que en nuestro primer encuentro ella me había regalado su libro Los vigilantes con la dedicatoria correspondiente y, tal vez, su dirección. Corrí a buscarlo y efectivamente allí estaba ese libro, desvencijado por lo maniacamente leído, con su dedicatoria en la primera página:

Para Jaime Alejandro
Con mucho cariño en
Bogotá
Diamela
Oct, 95



Y una hoja más adelante, sus datos. De esa manera pudimos concertar una cita: miércoles 1 y 30 pm en su casa de Domingo Faustino Sarmiento, para almorzar

Diamela es una magnífica y muy reconocida escritora chilena que, como se afirma en su semblanza, desarrolló una innovadora propuesta discursiva, usando diversidad de soportes artísticos –especialmente ensayo, novela y artes visuales- y desplegando una atenta y crítica lectura de los signos sociales y culturales del entorno, tal como ella misma lo afirma: “estoy abierta a leer los síntomas del desamparo, sea social, sea mental”. En el ámbito literario, logró construir un estilo formal único, cuyo rasgo distintivo fue, en palabras de algún especialista: “el carácter fragmentario, la acogida de distintas hablas, la presencia de una oralidad que permea el discurso escrito, alterando su sintaxis constitutiva y la heteroglosia buscada como elemento desestabilizador de la estética y el orden social dominantes”.


En Bogotá le hice una entrevista que luego publiqué y en la universidad fui promotor y director de varias tesis sobre su obra. En Bogotá, hicimos una bonita amistad no exenta de coqueteo y seducción y aunque prometimos seguir en contacto, eso no fue posible. Esa experiencia, la experiencia bogotana y la de nuestro encuentro sería recreada por ella, ante un auditorio insólito, en el almuerzo de ese miércoles de finales de mayo del 2003 en su casa de Santiago de Chile, sólo que con un sesgo, el sesgo de la memoria y de los cambios sufridos por ambos en esos casi nueve años sin vernos ni hablarnos, y en un ambiente que me resultó hostil.


Pero el almuerzo con Diamela no fue mi primera actividad en Santiago. Había llegado dos días antes, durante los cuales había presenciado la inauguración del IV Congreso Latinoamericano de Humanidades y había hecho algo de turismo por el centro de Santiago, con el reconocimiento de rigor: la parada de autobuses y el Mercado central, ambos sitios aledaños al hotel donde me hospedaba; la plaza de armas con su estatua ecuestre, la Catedral,


el Paseo Ahumada que tanto me recordó la Calle Florida en Buenos Aires, la tristemente célebre Casa de la Moneda, con su monumento a Salvador Allende, monumento a la contrición; el Cerro de Santa Lucía a unos pasos del centro y luego el de San Cristóbal, con su zoológico, su degustación de vinos, su teleférico y su Virgen en la cima, desde donde se podía ver una Santiago abrumada no sé si por la contaminación o por la humedad.


Me sentí acogido en Santiago, no sólo por la amabilidad de mis anfitriones en el hotel, sino por la de su gente en las calles, la de sus taxistas que hasta cobran menos, la de los académicos y organizadores en el congreso tan atentos a todo lo que necesitábamos; de modo que con ese ánimo llegué a casa de Diamela aquél miércoles de finales de mayo. No puedo decir que la escritora hubiera sido grosera, no, ni tampoco ninguno de los invitados (mejor decir, invitadas) al almuerzo.


Es más, la hostilidad creciente que iba percibiendo, a medida que se iba llenando la casa de mujeres, ¡de sólo mujeres!, pudo ser puro mecanismo de defensa. Aunque también creo que se dio la ocasión para que Diamela me expusiera como bufón en medio de esas siete mujeres, para quienes el hombre (lo percibí con toda certeza), cualquier hombre, les resultaba poco menos que despreciable.

Espero que no te sientas incómodo en medio de tantas mujeres

Me dijo Diamela con ironía, al momento de hacernos seguir a la mesa. Y yo me defendí


- Que va, Diamela, he estado en peores escenarios
- ¿Verdad? ¿Cómo puede ser eso?
- Pues mira, haz de saber que uno de los seminarios de mi doctorado fue literatura y feminismo, ni más ni menos
- ¡Bruto!
- El día que tuve que sustentar mi trabajo final (un análisis de la novela de Cela: Mrs Cadwell habla con su hijo), llegué tarde, por culpa del taxista que me llevó a la universidad en Madrid, quien se pegó la enredada del siglo. De modo que sudoroso y molesto, entré estrepitosamente al salón, un salón para treinta personas, colmado completamente de mujeres, solamente mujeres.
- ¡Bestia!
- Entro con ese afán y se hace un silencio absoluto y 62 ojos tornan todos hacia mí y yo vislumbro el último asiento vacío, justo al otro extremo, al lado de la profesora, que en ese momento hacía la inducción a la sesión, y entonces camino aplastado por esas treinta y un miradas y por ese silencio ensordecedor, como diría Borges, y logro por fin llegar, empapado, al asiento, al que me agarro como tabla en un naufragio. Y aún después de mi acomodo, el silencio se prolonga y entonces tengo la certeza de que la bruja, perdón señoras,
- ¡Animal!
- la profesora, estaba despotricando a sus anchas del pobre y débil género masculino, pues la oigo balbucear, intentando, no ya retomar el hilo, sin fundar otro, otro que poco a poco llevó a lo mismo: a despotricar de nosotros los hombres, pobrecitos…
- ¡Mi madre!
- De modo, queridas, que soy un hombre curtido en esas lides


Pero la defensa fue más bien contraproducente, fue como punzar a un toro ya herido, un toro de siete cabezas a cual más grotesca. Así que durante las dos horas laaaargas que duró el almuerzo ya no hubo ninguna empatía, ninguna posibilidad, ningún flanco de escape.

Y es que todas estaban, lo supe después, demasiado tarde, formadas bajo la férrea escuela de la mexicana Margo Glantz Shapiro de quien Diamela era su discípula y alentadora.


Para que tengan una idea de la contundencia de la mirada de estas feministas radicales, este botón de Los trabajadores de la muerte, obra de Diamela



La llegada del vino produce en los hombres una cierta agitación. Cuidando de no precipitarse sobre los vasos, la urgencia se deposita en un vértice alucinatario de las retinas o yace incubada en un súbito endurecimiento en las mandíbulas o se camufla tras un ceremonial demasiado forzado que actúa como sólido muro de contención para una sed largamente cultivada. Cuando la mano del hombre que sueña atrapa su vaso, sus invitados proceden a imitar con fidelidad sus movimientos. Los integrantes de la mesa sorben el vino y lo tragan con una enervante lentitud ritual. Pero el artificioso protocolo de las gargantas y de los gestos no viene sino a remarcar el indesmentible protagonismo de una sed viciosa que carece de contornos.




No es paranoia, pero si nos atenemos a la idea de que las mujeres tienen un código de habla que sólo se desarrolla cuando están solas y que para nosotros los hombres permanece vedado, ésta puede ser una muestra de ese terrible código. En primer lugar, cuando en el fragmento se nombra a los hombres, no es a la humanidad a lo que se refiere, sino al género, al pobre género masculino. Luego viene, nada más femenino, la observación morbosa, detallista, terrible, que llega hasta el vértice “alucinatario” de las retinas, que percibe hasta el endurecimiento en las mandíbulas, que vigila la mano del hombre cuando atrapa su vaso. Y luego la evaluación, no menos temible: tomar vino, según esta pavorosa mirada, es calmar una sed viciosa, y lo hacemos, según ellas, tragando, sorbiendo, con enervante lentitud ritual, con artificioso protocolo, con gestos infantiles y risibles (bueno eso último es mío).

Tal vez por eso, salí aturdido, abrumado, de ese almuerzo que yo había imaginado de otra forma, más cercano al acto de la entrevista en la Bogotá de nueve años antes. Y entonces toda mi esperanza de continuar el juego de la seducción que Diamela y yo habíamos iniciado, se vino abajo. No tuve fuerzas ni siquiera para rebatir lo que fue una recreación exagerada y descaradamente peyorativa de la experiencia bogotana de Diamela. No quedaba en su memoria ya ningún recuerdo grato, ni de esa vista desde los cerros que ella calificó de magnífica, ni de ese acento bogotano que ella había declarado bello. No quedaba resto de belleza en su evocación, y en su lugar se había instalado una visión horrible: la presunta amargura de un improbable atraco en plena calle, la supuesta angustia de un terrorismo omnipresente y la fingida autocompasión de la que ella hizo gala

Salí, digo, desanimado, sin ganas de volver al congreso, y entonces decidí irme a ver televisión a mi estrecho cuarto de hotel. Fue en esa tarde que me enteré que un tipo de menos de treinta años había violado a una anciana de setenta, que un hospital acaba de incendiarse con el nuevo equipamiento adentro, que a los chicos en Chile los llaman cabritos y que el negro Asprilla (nuestro orgullo futbolero)había protagonizado, a la salida de algún estadio chileno, otro escándalo, con tiros de revolver y todo.

Pero aún faltaban dos acontecimientos poco afortunados de mi viaje a Chile. Claro que el cierre del congreso fue magnífico y generoso, claro que Diamela se portó allí como un angel, claro que los organizadores nos brindaron toda su acogida, claro que el espectáculo folclórico fue maravilloso, y que el vino que rodó a cántaros esa noche final estuvo delicioso; claro que el congreso estuvo muy bien.

Pero no así la idea de ir a Isla Negra. ¿Cómo no ir a Isla Negra, estando tan cerca? El sábado, después de obtener información sobre cómo llegar, decidí ir a la famosa casa de Neruda. En realidad son poco más de dos horas desde Santiago. Salí a eso de las ocho calculando que el museo estaría abierto hacia las diez, según me habían informado.


Con la emoción de estar llegando ante uno de los altares míticos de la poesía latinoamericana, me apeeé del bus al borde de la carretera, justo donde se indica el camino hacia la casa museo. Eran las 10 y 30, así que me demoré un poco haciendo ese corto trayecto desde la carretera, tratando de evocar lo que las biografías y películas sobre Neruda me habían informado sobre su estancia en Isla Negra. Lo primero fue ver entre los árboles ese mar impetuoso que allí no tiene nada de pacífico. La espuma marina bramando contra las rocas, las huellas que dejaba en la arena. Supe entonces que Isla Negra es, efectivamente, un lugar inspirador, cómo no escribir aquí poesía, cómo no sentir el espíritu del poeta chileno. Y entonces la vi: la cabeza de Neruda sobre las rocas, primero a lo lejos, después ya muy cerca y atrás suyo, arriba, su casa, de la que se distingue en seguida la torre cilíndrica.


Neruda empezó su casa, precisamente con la torre de la piedra cilíndrica en 1939. Durante los siguientes 34 años, agregó, refinó, decoró y mejoró el lugar. Y empezó a llenarla con colecciones de casi todo, la colmó de sus juguetes, incluidos un enorme colmillo del Narval, una asombrosa colección de conchas, así como botellas, máscaras, entalladuras hindúes, escarabajos y mariposas. De todo esto sabía por mis lecturas y por las películas, sólo perdía verlas yo mismo.



Pero… la casa museo, justo ese fin de semana, estaba cerrada para turistas. Lo único que logré después de explicar al administrador del lugar que volaría a mi casa a 6000 km de allí al otro día, fue pasear por lo corredores externos, tomar algunas fotos desde las terrazas y ojear, sólo ojear, algunos interiores. ¡Que fiasco!

Tan decepcionado como podía estar, volví a Santiago y me dediqué a hacer algunas compras en la tarde. Luego volví al hotel, preparé maletas y me acosté temprano, muy temprano, pues debía estar en el aeropuerto a las dos de la mañana… Y efectivamente llegué a las 2 de la mañana, sólo para enterarme de que el vuelo, por mal tiempo en Buenos Aires, estaba demorado. De modo que deambulé por el moderno, pero no tan grande Aeropuerto de Santiago, durante seis horas, indagando cada tanto y cada tanto informado sobre el retraso cada vez más prolongado del avión, hasta que a las nueve de la mañana, se nos avisó que el vuelo había sido cancelado y que sólo había uno para el otro día. Así que empezó el vía crucis del traslado a un hotel, de las condiciones que hubo que exigir para que el asunto no se repitiera al otro día, la consecución de los recibos de comidas y toda esa tramitología aburridora que suele desatarse cuando ocurren estos incidentes



Terminé pues, ese domingo hospedado en el Intercontinental en una habitación, eso sí, muy cómoda, viendo en la televisión del hotel la carrera del Gran Premio de Mónaco, la segunda que ganaba nuestro magnífico piloto de Fórmula 1: Juan Pablo Montoya, emocionado a lo lejos, con otros compatriotas que también habían sufrido la incomodidad de la cancelación del viaje. Y fue entonces cuando recordé que el primer gran premio que ganó Juan Pablo ocurrió durante un incidente aéreo del que resulté también víctima, pero con matices más dramáticos: el que se ocasionó por los atentados del 11 de septiembre de 2001.


¿Es que Juan Pablo estaba condenado a ganar sólo si yo sufría algún incidente de viaje? O, planteado de otra forma: ¿Sólo podría ver ganar a Juan Pablo si estaba en medio de algún incidente?

Por fortuna, el tiempo confirmaría que la extrapolación que entonces formulé no volvería a funcionar

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