Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

9/07/2006

Atrapados en Charlotte

THE SUN IS SO BRIGHT TODAY

El taxista acomodó su cachucha, dobló la pestaña del techo para protegerse del sol y me miró por el espejo retrovisor, mientras la autopista por la que transitábamos se metía con olor y todo por mi ventanilla. “The sun is so bright today”, dijo, y me lanzó una franca sonrisa. Era un hombre dicharachero y amable que, compadecido de mi pobre inglés, hablaba despacio, con frases sencillas, y ayudado de ademanes muy expresivos, de modo que pudiera seguirlo. En realidad yo estaba muy animado, pues apenas habían transcurrido cinco días de mi primera visita a Estados Unidos y ya podía sostener una corta conversación, aunque fuera sobre un tema tan trivial como el clima de Washington. Pero mi jovialidad provenía en realidad de algo mucho más profundo que esa simple comprobación. Durante la corta visita a la “Capital del Imperio” había ido tejiendo, casi inconscientemente, la tenue pero firme convicción de que mis prevenciones contra el sistema norteamericano de vida eran sólo eso: prevenciones. Es más, tenía en mi cabeza planes para volver pronto, con más idioma y algún proyecto concreto que me permitiera ir acomodándome a la academia gringa, única manera de acceder a las disquisiciones más recientes del mundo universitario al que pertenezco. Hasta había hablado con mi mujer acerca de la urgente necesidad de poner a nuestros hijos a estudiar con más disciplina el inglés y planear desde ya el tradicional año de intercambio.

El ambiente no podía ser mejor. A la mañana brillante, a la comprensión del taxista, a mi insólita confianza en el sueño americano, se sumaba ahora la amabilidad de los empleados del Dulles International Airport que a esa hora lucía desocupado y tranquilo. La revisión del equipaje sólo implicó para mí una pequeña molestia: una “special revision”, es decir, pasar por una máquina adicional de rayos X, según se advertía en la tarjeta donde el hombre del counter de la United Airlines consignó la orden. “Tiene razón”, pensé sin apuros ni fastidio: “un colombiano que ingresa por Miami, va a Washington y regresa a Miami, requiere de una special revision”; así que seguí las indicaciones que con tanta claridad había comprendido y fui hasta la máquina con mi equipaje. Hice pasar la maleta por la banda deslizante y puse mi cámara fotográfica y mi teléfono celular en una cestilla. Una y otros pasaron sin ningún problema y hasta le seguí el juego a la chica que aguardaba al final y que se puso a imitar a un fotógrafo con mi cámara, mientras yo recogía los enseres. Sólo entonces me di cuenta que había pasado por la máquina equivocada y que me encontraba en las salas de abordaje. Entonces hablé con la chica, quien sin recelo me indicó el sitio correcto. Allí el procedimiento fue sencillo y sin ningún trauma; es más, creo que el hombre de la máquina estaba completamente distraído.

Volví a la sala de abordaje y busqué un teléfono para hacer una llamada a casa. Debían ser las 7 y 15 de la mañana en Bogotá, cuando entró la comunicación. Le dije a mi mujer que en media hora abordaría mi vuelo a Miami y que la llamaría en la noche. Todo permanecía apacible y el sol seguía brillando en Washington… Pero, ¿acaso otra persona en mi lugar no habría aprovechado que ya estaba en la sala de abordaje para pasar su equipaje al avión, máxime si había algo que ocultar en él? ¿No había demasiado relajamiento en los funcionarios del aeropuerto? ¿Qué era preferible: la incomodidad de una medida de seguridad bien ejecutada o esa holgura que había disfrutado como consecuencia —eso creí— de la confianza, propia del sistema americano de vida? No podía ni quería hacerme esas preguntas. La atmósfera de calma era insuperable. Así que estaba lejos de imaginar que a esa hora dos (o quizás más) terroristas se paseaban a mi lado, preparados para incrustar en la Sala Oval un avión con 70 pasajeros y combustible de sobra como para acabar con todo el downtown. Lo único que me llamó la atención fue la desfachatez de una mujer que dormía en la sala de espera y el rostro casi infantil de un hombre con cabeza rapada que parecía medio despistado.

ESOS OJOS

El avión despegó a las 8 y 45, hora de Washington: justo el momento en que ocurrió el choque contra la primera torre gemela en Nueva York. No debía haber más de 40 pasajeros en un aparato con cupo para 150. Detrás de mí se sentó un hombre al que había escuchado hablar por su celular en español caribeño. Pero más que este detalle estratégico, fueron sus ojos los que llamaron mi atención: unos ojos que, de golpe, involuntariamente, forzaron mi memoria a recordar, sin resultados, dónde los había visto antes. En la misma fila mía, pero al otro lado del pasillo se sentó un hombre moreno y corpulento. Pensé que podía ser árabe. Hacia las 9 de la mañana, empezaron a servir el desayuno. Cuando terminé, pedí un café y alcancé a disfrutar unos sorbos. En ese momento noté un gran nerviosismo y movimientos acelerados del personal de servicio. Una de las azafatas prácticamente me arrebató la taza de café. Simultáneamente el Capitán anunció algo que no comprendí muy bien. Entendí, sí, que había que cambiar la ruta del vuelo y entonces pensé que el huracán, que por esa época amenazaba las costas de Florida, había afectado el clima en Miami y que por eso no podríamos aterrizar allí. El Capitán invitó a sintonizar las noticias en el canal 4 de la radio, habilitado ahora para que los pasajeros pudieran oír los informes. Entonces escuché que había ocurrido un atentado en Nueva York, pero no entendí más. Eran las 9 y 25 de la mañana. A esa hora, mi mujer seguramente ya había visto en Bogotá, en vivo y en directo, el choque del segundo avión contra la torre sur. Yo apenas si podía imaginar la explosión de un carrobomba en algún lugar público de la capital del mundo: ¡mi repertorio personal de imágenes no daba para tanto!

Los demás pasajeros permanecieron serenos, pero al advertir que varios empezaban a utilizar sus celulares, comprendí que algo realmente grave estaba sucediendo. En ese momento el avión comenzó a desviar su ruta hacia el aeropuerto de Charlotte, North Carolina, a donde aterrizamos a las 10 de la mañana. Durante la media hora que estuvimos parqueados antes de ingresar al muelle, pude enterarme de los detalles del atentado y de las medidas que se estaban tomando, gracias a la versión en español caribeño de las noticias, que amablemente me suministró el hombre de los ojos fascinantes. La mujer que dormía en la sala de espera y el hombre que parecía árabe se acercaron para enterarse también, y supe así que una era turista uruguaya y el otro un argentino residente en Miami.

Ingresamos a las 10 y 30 al muelle principal del aeropuerto y la primera imagen televisiva que vimos fue la del derrumbe de una de las torres. Pese a lo increíble de esta impresión, yo seguía sin sentir nada. Curioso: no sentí ni temor, ni pesar, ni siquiera regocijo, no sé si por efecto de la anestesia que ya cargo en mi sangre, gracias a la cotidianidad del terror en el país, o porque me parecía, inconscientemente, que el asunto, más allá de lo audaz, era natural (algún día les iba a tocar a los gringos) o porque no tuve el privilegio de ver en directo las imágenes de televisión y entonces no actuó sobre mí la máquina de visión. No sé, fue como si el asunto hubiera ido creciendo sólo poco a poco, muy lentamente en mi conciencia.

No hubo manera de comunicarme inmediatamente con mi casa y el nerviosismo se apoderó del lugar. Después de recoger los equipajes, movidos más por la fuerza del desamparo que por algún propósito claro, los cuatro latinos volvimos a reunirnos en uno de los corredores de la planta baja del aeropuerto, que a esa hora, debido al represamiento de los vuelos ordinarios y a la llegada de otros 20, desviados de su ruta original, era todo un caos. Mientras tanto tuvimos la oportunidad de intercambiar nuestros nombres y de conocer algunos datos: La mujer uruguaya se llamaba Mónica, El argentino que parecía árabe, Fernando, y el hombre de los ojos fascinantes, Carlos, era puertorriqueño, vivía en Washington y se dirigía a Miami para asistir a una reunión de trabajo.

Al conocer mi procedencia, Carlos lanzó una cuestión que me dejó frío. Esto dijo textualmente: “¿si sabes que a Fabio Ochoa le tenemos una cómoda celda para que pase sus próximos cincuenta años en los Estados Unidos como debe ser?”. Quedé algo molesto, pero sobre todo muy inquieto. ¿Quién era este hombre que se expresaba así de una situación que no debía ser de fácil conocimiento para el ciudadano medio norteamericano? Preferí no reaccionar. Pero mi malestar creció con la expresión exagerada de su indignación por lo que acababa de suceder. Hablaba usando la primera persona del plural como si de verdad fuera un norteamericano de pura sepa. Pedía venganza y una retaliación inmediata. Fue entonces cuando recordé dónde había visto esos ojos.

Estábamos sentados en unas sillas dispuestas sobre uno de los corredores del aeropuerto. Al frente estaban los equipajes de los cuatro. Mónica y Fernando habían ido a averiguar si la aerolínea asumiría los gastos de lo que parecía una inevitable estadía en Charlotte. Carlos seguía profiriendo sus expresiones. De pronto, lanzó un violento, irracional, inesperado, puñetazo sobre la maleta que hacía de mesa y juró estar dispuesto a desempolvar su uniforme de la Fuerza Aérea e ir a dónde se le ordenara… Ese mismo golpe, sobre una mesa, esa misma indignación, esos mismos ojos inyectados de rabia, habían estado al frente mío, casi 16 años antes, en una tienda del centro de Bogotá. Fue el día de la doble Toma del Palacio de Justicia. Otro Carlos, también caribeño, había jurado, con la misma ira, volver al monte, volver a sus andanzas guerrilleras, por lo que consideraba era el mayor atropello del Estado contra las fuerzas progresistas del país. Dos tragedias, dos símbolos destruidos, dos hombres indignados, uno de la izquierda, otro de la derecha, confluían ahora en mi confundida y asombrada memoria.

ATRAPADOS EN CHARLOTTE O LA FICCIÓN SE HACE REALIDAD

Hacia las 2 y 30 de la tarde, cuando ya el aeropuerto estaba semi vacío, decidimos ir en grupo al Counter de United Airlines para solicitar algún remedio a nuestra situación. En ese momento, el hombre de cabeza rapada y medio despistado se unió al grupo. Era un judío, de nombre Nuni, que no hablaba nada de español, pero sí muy buen inglés. Sería el hombre clave para nuestras comunicaciones.

A la grata sorpresa de haber sido atendidos con toda la consideración por los funcionarios de la United, se sumó enseguida la zozobra de saber que nos estaban sufragando hospedaje y alimentación por tres días. “Esto va para largo”, fue la triste conclusión. De ahí en adelante nuestro estado emocional se asemejaría a un péndulo que no dejaba de oscilar entre la tensión y la tranquilidad, entre la tristeza y el humor, entre la serenidad y el desamparo, entre la soledad y la fraternidad. Quizá la sensación más cercana era la que se podía tener si, tras haber sido invitados a una espléndida fiesta, de pronto el dueño ordenara cerrar las puertas e impedir que sus invitados salieran de la casa. Impresionante, eso sí, la disciplina social y la adherencia con la que reaccionó la gente norteamericana. Se había garantizado la seguridad, aunque el precio fuera sentirse secuestrados por un tiempo.

Cada uno cumplió su función. Mónica, una mujer con más de 50 años en su cuerpo, pero aún bella y con un espíritu de adolescente, fue la encargada de animarnos continuamente. Fue ella quien descubrió la piscina en aquél hotel de camino, agradable pero aislado del mundo; fue ella quien se atrevió a explorar los alrededores, quien encontró el café donde vendían el frapuccino y las tortas que endulzarían nuestras cenas. Era ella quien nos llamaba a las habitaciones y nos citaba en el lobby, quien nos despertaba en la mañana y nos sacaba del cuarto, un lugar cómodo, pero donde nos hacíamos propensos a la depresión y a la pena. Fernando era el hombre jovial y apacible, que no le ponía problema a nada, dispuesto siempre a colaborarnos, especialmente con la comunicación a Miami, a través de un celular divertidísimo que él había programado para que sonara de manera distinta para cada emisor, de modo que terminamos conociendo cuándo lo llamaba su novia, la negra o cuándo su amigo, el cabezas. Gracias a Fernando supimos de la evacuación en el aeropuerto en Miami, del pánico que se había apoderado de la ciudad, de las cosas que sucedían allí. Nuni, a pesar de las dificultades del idioma, era el hombre realista e irónico. Con su humor, su inteligencia y su ternura nos hacía más agradables las comidas y los encuentros. Con Carlos nos vimos poco. Su obsesión por volver a Washington lo alejó del grupo. Sin embargo, lo vimos más tranquilo y siempre estuvo atento a cooperar, aunque la habitación del hotel era su lugar favorito.

Mi función no estuvo clara hasta el momento en que, después de hablar un rato con Mónica sobre literatura española contemporánea y sobre Pérez-Reverté en particular, ella me regaló una novela que acababa de leer, lo cual me obligó a vencer mi escrúpulo y a obsequiarle un libro de cuentos de mi autoría que no había distribuido en Washington. “Tienes que escribir nuestra aventura”, me dijo Mónica, casi como una orden. Entonces lo supe: había estado allí para observar, para tomar notas, para preguntar, para pensar, en fin, para realizar la gimnasia propia del escritor que tiene necesidad de contar algo. Ser el cronista de la aventura: Esa era mi tarea.

Fue entonces cuando recordé que hacía por lo menos diez años había descrito una situación parecida en una de mis novelas. El fragmento se llama, precisamente, “atrapados”, y narra en forma esquemática la peripecia de unos personajes aprisionados inesperadamente en un edificio bombardeado y aislado por efectos del ataque de fuerzas oscuras a la ciudad. Estos personajes se encuentran de pronto en la absurda y arbitraria necesidad de encontrar la salida al sitio y pronto terminan hostigados por sus propias situaciones personales. La narración desarrolla ciertas fuerzas de tensión, ciertos resortes dramáticos generados por la heterogeneidad, que ahora me resultaban extrañamente familiares, como si, inconscientemente, hubiera anticipado en mi escritura lo que después habría de vivir. Sólo esperaba que el final no fuera tan dramático como en la novela... Por fortuna, así fue.

VIAJE POR CARRETERA O TODAVÍA HAY TIERRA PARA MUCHOS NORTEAMERICANOS MÁS

El jueves temprano nos vimos abocados a tomar una decisión. Según se supo por las noticias locales, definitivamente no podríamos volver vía aérea a Miami. Todos estábamos ya demasiado tensos y ansiosos como para seguir esperando, y resolvimos por eso probar otro medio. Pero no pudimos conseguir tiquetes de tren ni de autobús. Medio acongojados por esta dificultad y ante la perspectiva nada interesante de pasar un día más en aquél hotel remoto, nos reunimos en el lobby para discutir alguna solución. Encontramos a Carlos allí, aguardando un taxi que lo llevaría, según nos dijo, hasta una agencia de alquiler de autos. Nos ofreció el número telefónico de la agencia y así, un poco más tarde, pudimos arreglar para nosotros un viaje por carretera. Carlos lucía alegre y de muy buen humor. No era para menos: se iba a reunir con su familia en unas horas, algo que todos nosotros deseábamos intensamente. Cuando llegó el taxi, Carlos se despidió como un auténtico camarada, nos ofreció su casa para nuestra próxima visita a Washington y distribuyó unas tarjetas con sus datos de trabajo. Me ví muy sorprendido con lo que leí en la que recibí, así que volví a hacerlo y luego miré a los otros. No hubo comentarios, ni siquiera cuando Carlos se fue, pero yo quedé helado durante unos minutos: ¡Carlos era un agente de inteligencia de drogas! Entonces comprendí su comentario sobre Fabio Ochoa y hasta sus actitudes radicales del comienzo, y me alegré de no haber ahondado sobre el tema. Quién sabe en qué clase de lío me habría metido, si me hubiera dejado llevar por el chauvinismo.

Sólo hasta la una de la tarde nos entregaron el auto en la agencia: un hermoso Chevrolette rojo. Durante las dieciséis largas horas que duró el viaje tuvimos la oportunidad de conocer mejor nuestras historias personales. Brotaron en su más alta expresión los sentimientos de amistad y de solidaridad y las bromas sirvieron para aliviar el tedioso recorrido por esas interminables y aburridas autopistas que nada tenían que ver con nuestras sinuosas, divertidas, estrechas y peligrosas carreteras Atravesamos tres estados: Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia antes de llegar a la Florida. Los tres hombres nos turnamos la conducción del auto, mientras Mónica cumplió a la perfección su labor de copiloto. El paisaje prácticamente no cambió hasta que llegamos a Jackson Ville. Millas y millas de cultivos a lado y lado de la carretera, tierra y más tierra y prácticamente ninguna presencia urbana. Fernando dijo algo que me quedó sonando en la cabeza por un buen rato: “Todavía hay tierra para muchos americanos más”. Era cierto: pese a la multitud de gente que habita Norteamérica, en realidad hay mucho espacio todavía para más pobladores. Estados Unidos: un país grande en muchos sentidos. Grande su territorio, grande su organización social y política, grande su ciencia y su gente, pero también grande su prepotencia Y ahora grande era también su ofuscación...

El camino a Miami se hizo muy fatigoso, pues tuvimos que hacerlo durante la noche y bajo una lluvia que por momentos hacía intransitable la vía. Pero la impaciencia por llegar nos hacía fuertes y resolvimos no parar sino para tomar alimentos y usar los servicios. En Miami nos esperaban personas que habían estado atentas a nuestra curiosa circunstancia y cada uno tenía la confianza de que llegar allí significaría aliviar las contrariedades que habíamos padecido durante los últimos días. En eso pensábamos cuando por fin llegamos. Pese a la ansiedad de estar con los nuestros, la despedida nos dejó la sensación de habernos desprendido de algo muy importante e íntimo. Renovamos las promesas de no perder el contacto y llovieron también los abrazos bajo el aguacero de una Miami calurosa y sensual. Un pedazo de mi corazón se quedaría definitivamente enredado en esos últimos contactos de piel y de ternura con mis compañeros de aventura.

MIEDO COMO EN COLOMBIA

Eran las cinco de mañana cuando llegué donde mi amigo y colega Germán y su esposa, María Isabel. A pesar de la hora y de que estaba completamente extenuado por el viaje, no desperdicié la oportunidad de ensayar una primera versión oral de mi crónica. Pero pronto me daría cuenta de que los hechos significativos de mi experiencia no sólo no habían concluido, sino que requerían de dimensiones que no alcanzarían sino con el tiempo y el reposo. Y es que en Miami hubo por fin tiempo y cabeza para las primeras reflexiones. Germán y María Isabel fueron unos interlocutores excelentes: habían ya elaborado algunas consideraciones interesantes, sobre las cuales pudimos desarrollar varias ideas en torno a algo que no dudamos en caracterizar como la necesidad de apropiar nuevas categorías.

Los hechos del 11 de septiembre habían sido tan graves pero sobre todo tan inauditos que demandaban, no sólo gran reflexión, sino el replanteamiento radical de la mayor parte de nuestras certezas. ¿Qué había que resolver primero: la posición ante la tragedia desatada por la muerte, a todas luces injusta y terrible, de miles de seres humanos o la búsqueda inminente de las razones para lo ocurrido? ¿Cuál debía ser el papel de los intelectuales: la justificación de las acciones subsiguientes o el llamado a una nueva oportunidad para la conciencia de muchos hechos y situaciones antes ignorados y ahora brutalmente evidentes? ¿Era lo ocurrido el primer signo de una nueva era o simplemente una cuenta de cobro por fin extendida al Imperio? ¿Era la solicitud de una solidaridad en torno al “peligro” en que se había puesto nuestra “civilización occidental” una demanda elemental o la consecuencia inevitable ante lo que parecía constituir el primer “accidente global” del nuevo siglo? ¿Era la guerra contra el terrorismo anunciada majaderamente por Bush una defensa de los valores de occidente o la reacción paranoica ante la nueva apariencia de ese proteico fantasma que recorre el mundo capitalista occidental desde hace ya varias décadas? ¿Cuáles serían las consecuencias de todo esto para nuestro país?

De una cosa estaba seguro: esa confianza y admiración por el modo norteamericano de vida que apenas unos días antes, aunque no sin dudas, había admitido, persuadido por el verosímil pero a la larga ingenuo testimonio de colegas ahora bien instalados en el sistema, se había desplomado con la rapidez con la que lo habían hecho las torres gemelas. Si para que yo, o alguno de mis hijos, pudiera alcanzar una posición respetable en el sistema norteamericano de vida tenía que hacer parte de las infames estrategias de sometimiento y explotación del resto del mundo, lo mejor que podía hacer era olvidarme de semejante pretensión.

Pero también en Miami hubo lugar para el miedo. Le había pedido a María Isabel que me indicara algunos sitios estratégicos para realizar un par de compras y ella, siempre tan acogedora, programó toda una correría por Miami que se iniciaría a unos metros de su casa, en el Dayland Mall. El sábado, después de almorzar, salimos los tres, dispuestos a caminar por largas horas y armados con toda la paciencia que se requiere en estos casos. Hacia las tres de la tarde ingresamos al Mall, donde pude comprobar una realidad que no dejaba de ser irónica: no había nada de lo que veía que no se pudiera encontrar en Bogotá y más barato. Con la promesa de ir a otros lugares en ese gigantesco centro comercial que es Miami, salimos hacia el lugar en el que Germán había dejado el auto en el parqueadero. Entonces nos encontramos con la escena, íntimamente familiar, de gente saliendo masivamente de los almacenes. Cierto que no hubo gritos, ni pánico exagerado, pero de pronto todo se llenó de nerviosismo y de confusión. Acaban de dar la orden de desalojo, pues se había recibido una llamada telefónica que advertía de la localización de una bomba en el interior del Mall. Supimos después que tan sólo ese día se habían recibido en Miami cien llamadas de ese tipo, y nos enteraríamos en la noche de que un sargento de la armada norteamericana fue capturado in fraganti haciendo terrorismo telefónico. Resultaba punzante, casi sarcástico, que en el, para muchos colombianos, paraíso del progreso, de las oportunidades y de la seguridad, hubiera ahora también lugar para el miedo, para el peor de los miedos: el del terror.

Tal vez, la fijación de esa extraña idea, que rumié entre preocupado y burlón, durante todo el día siguiente, ocasionó una angustia inconsciente. Solo así puedo explicar ahora que durante mi última noche en Estados Unidos, en un sueño que debió estar gobernado por el aliento del retorno inminente, se alternaran continuamente dos imágenes, en una pesadilla que casi no termina. Dos imágenes terribles que se escurrieron ya en mi vigilia y ensombrecieron la última y esplendorosa mañana de mi estadía en Norteamérica. La primera, era la imagen de unos muchachos latinos que viajaban conmigo en el vuelo de Washington, y a los que había olvidado hasta entonces. Los había visto en el avión y supe que eran latinos por su inconfundible acento venezolano. Un chico y dos chicas muy jóvenes, que después vi. apenas de reojo cuando salíamos del aeropuerto, justo después de que la aerolínea arregló nuestra estadía en Charlotte. Precisamente esa imagen, se agrandaba en mi pesadilla. Los vi confundidos y asustados, los vi en el aeropuerto, desamparados, sin ninguna protección y pasando frío y hambre. Los vi finalmente reprochándome mi falta de solidaridad para con ellos. Y por más que les explicaba que no había tenido tiempo para reparar en su situación, que las circunstancias habían ocasionado mi descuido, ellos terminaban juzgándome como un oportunista desalmado.

La otra imagen tenía que ver con Augusto Escobar, el colega paisa que había salido para Nueva York, después de asistir al Congreso que nos había traído a Washington, y que debió vivir tan de cerca todo lo sucedido aquél martes negro y los días subsiguientes. También a él lo veía en mi pesadilla sufriendo y solicitando mi ayuda, sin que yo pudiera hacer nada por él. Pero al menos sobre Augusto me enteraría poco después a través del correo electrónico.

¡MI COLEGA EN NEW YORK!

Estimado Jaime:
Te cuento que me salvé de chepazo por unas horas, ya que estuve el lunes en la tarde en las gemelas y fui casi uno de los últimos en salir, aunque el deseo era estar a primera hora el martes, pero mi prima, la nueva salvadora, no podía porque esperaba el anuncio de un trabajo. Así que el martes, mientras desayunaba, comencé a ver tal espectáculo de fantasía y me comenzó un temblor tan tenaz que me tuvieron que empepar y casi no se me quita el tembleque y el estado de shock. Claro que tampoco nadie fue capaz de quitarme del televisor. Era algo extraño, además de ese masoquismo, voyerismo y morbosidad juntos que tenemos los latinos. Así que obligado y regañado como chiquito, luego de apagado el televisor, tuve que ir a descansar porque el bicho que me dieron también adormecía.

Casi no me repongo de esa vaina. Y después fue la de Troya con la venida porque tuve que quedarme casi una semana esperando que autorizaran el vuelo, ya que United quebró y tuvieron que conseguirnos cupo en American. Además de que me tocó estar toda una noche y madrugada esperando en el frío y duro aeropuerto de NY (porque no tenían ni una silla ni tapete ni nada, ¡qué gringos¡) para salir. Obvio, a la pobre güeba de Escobar, en su ya estado de inanición y de desnutrición avanzada le cogió una tosecita de esas que sabemos, y como buen cristiano le dio un comienzo de bronquitis que se afianzó con ocho horas de viajes y esperas bajo aire acondicionado. Así que llegó hecho pura hilacha en medio de un aguacero a Rionegro y como a todo afortunado viajero, le tocó rojo y le esculcaron hasta los calzoncillos y zapatos rotos, mientras los negociantes salían felices con ocho y diez maletas repletas de cachivaches de a dolar.

!Sí que maravillosa la vida¡ Así, como un nuevo cristo (mi flacura se parece) resucitado, canto aleluya y recién veo dos o tres fotos tuyas, muy reluciente y feliz por los washingtones, que pronto te mandaré.

Bueno amigo, espero que me cuentes de tu regreso, porque igual te tocó. Invéntate cualquier asunto y me lo cuentas, al fin y al cabo, imaginación te sobra, ¿n'est pas?.

REGRESO A CASA O DE VUELTA A LA DURA REALIDAD

Pese a la paranoia, ya extendida, y al anuncio continuo e insistente de una magnificación de las medidas de seguridad, mi ingreso y permanencia en el aeropuerto de Miami no tuvo ningún inconveniente. Realmente fui objeto de un eficiente y buen trato y hasta me salvé de la requisa aleatoria que se realizó a la entrada del avión. No así el hombre que me tocó como vecino de silla, quien llegó muy agitado por la revisión exhaustiva a la que fue sometido. Con todo, estaba muy animado por el próximo regreso a casa. Ese era el ambiente que se respiraba en un aparato lleno de gente que había estado represada por varios días en un país que de pronto se había convertido en una gran cárcel para todos nosotros. Era como el final de un mal sueño y el comienzo de una rutina renovada por la experiencia.

Pero poco a poco, la conversación con mi vecino se fue enfocando hacia la situación del país y hacia las consecuencias que vendrían tras los ataques a Nueva York y Washington. Mientras se acercaba la hora de llegar, el entusiasmo del comienzo se fue transformando en preocupación. Mi vecino me aseguraba que lo mejor que le podía pasar a nuestro país era la intervención norteamericana, ahora que se anunciaba la guerra global y total contra el terrorismo. Pronto comprendí que mis argumentos en contra no hacían mella en una convicción que parecía muy práctica y peligrosamente deseable. Ya me imaginaba el oportunismo de los candidatos presidenciales, la retórica utilitaria de los políticos y la azarosa paranoia de la guerrilla. La conclusión que iba sacando era que el panorama en el país se había oscurecido como efecto del “accidente global” y por eso, a la ansiedad por abrazar a los míos se unió un inevitable sentimiento de tribulación.

Lamentablemente, muchos de mis temores se han confirmado hoy. El discurso guerrerista se ha acentuado y la ingenua confianza en que los Estados Unidos podrán salvarnos de la presencia guerrillera se ha extendido. Bush ha ordenado por fin el ataque a Afganistan y las posiciones se han radicalizado. Por ahora no parece haber lugar para una postura intermedia en la que los Estados Unidos pudieran entender la oportunidad de revisar muchos de sus equívocos y los países que los han sufrido pudieran ser escuchados. Esa es la otra historia por hacer.



Washington, Charlotte, Miami, septiembre de 2001
Bogotá, octubre de 2001

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