Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

12/05/2006

Gabriel Ángel

Apenas si pude reconocerlo. La imagen de ese cuerpo inerte que mostraban los noticieros no coincidía para nada con la facha del tipo vivaz, aunque inesperadamente flemático, que tuve frente a mí, la última vez que nos vimos, unos doce años atrás. Y sin embargo tuve la inmediata certeza de que era él: Miguel Gómez, o Gabriel Ángel, comandante-del-bloque-Caribe–de-las-FARC, como majaderamente anunciaba la presentadora. Los gestos juveniles de su rostro que -persistentes- aún guardaba en mi memoria como la referencia más clara de su asombrosa presencia, habían desaparecido. El bigote espeso y descuidado que llenaba el primer plano de las imágenes restaba protagonismo a sus ojos grandes, vivarachos y brillantes, sin duda el rasgo más seductor que poseía Miguel. ¿A dónde había ido a parar ese encanto que enamorara perdidamente a Carolina hace veinte años, cuando todo esto comenzó?

— Hermano, pero si esa vieja es de lo más feo que ha pasado por el bufete. ¿Acaso no sabes cómo la llaman aquí? “caremuerto”. Claro que ella ni se da cuenta. Imagínate que se queda lo más de tranquila. cuando se la encuentran de frente y la llaman “Care”.
— No sé por qué te preocupas tanto, Jaime. Carolina es una mujer maravillosa, llena de virtudes, virtudes que los que andan como tú, ansiosos de piernas torneadas y caras perfectas, no pueden apreciar. Desde ayer es mi novia y así quiero que la traten aquí, como a mi mujer, es decir, con el mayor respeto.

Y entrábamos en discusiones sobre si el respeto no debía más bien ella merecerlo por sí sola, y entonces él contra-argumentaba diciendo que se refería a un respeto adicional, derivado de la relación con él, y que por eso había utilizado el adjetivo “mayor”, y no dudaba en sacar a relucir sus mejores armas retóricas del arsenal que los jesuitas le habían proporcionado durante su formación básica y que él se había encargado de pulir mientras culminaba una brillante carrera de abogacía en la Nacional. Así era él: categórico, brillante y sobre todo terco como una mula. Por eso me parecía tan raro que Miguel se hubiera enamorado de Carolina, una abogada sin mayor talento, ni belleza, con unos ojos verdes demasiado grandes que no le hacían gracia, pero que a él, a Miguel, le parecían los ojos más hermosos del mundo. Razones tendría ese hombre joven, bien parecido, culto, de palabra fascinadora e insidiosa, graduado con honores, sensible a la injusticia social, generoso, y terco como una mula; razones que nunca quise indagar.


Los noticieros estaban todos en la misma cosa: anunciando el “golpe contundente” que acababa de dar el ejército a las FARC con la muerte de Gabriel Ángel. Y, como siempre, ahora resultaba que este comandante guerrillero era el autor de no sé cuántos asesinatos, masacres, secuestros, dueño de todo un prontuario que de pronto salía a la luz pública como por arte de magia. No sé si alguien se ha puesto en la tarea de averiguar por qué es que cada vez que capturan o matan a un guerrillero resulta ser el más temido, causante de todo lo que se ha cometido en las últimas semanas. El resultado sería evidente: se trata de la convergencia, siempre oportuna, siempre dispuesta, de la maniobra del chivo expiatorio del establecimiento, el sensacionalismo mercantil de los noticieros y la mala memoria de los colombianos. Una fórmula perfecta que por eso nunca falla.

Aunque jamás me lo dijo -ni siquiera cuando nos vimos hace doce años y se lo pregunté de frente- yo sé de donde sacó Miguel su alias. Gabriel por nuestro Nóbel y Ángel, por Miguel Ángel Asturias, por el Cara de Ángel de El señor Presidente. ¡Alumbra lumbre de alumbre, luzbel de podredumbre! ¡Alumbra lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, luzbel de podredumbre! El efecto de ese apodo es a la vez poético y extraño. Miguel era –había sido toda la vida– efectivamente, un ángel, un tipo medio ingenuo y sobre todo quijotesco; lleno de sensibilidad y de arrogancia, pero siempre dispuesto a ayudar al necesitado con una generosidad que alcanzaba a veces los límites de lo irracional. ¿Por qué entonces llegó a ser lo que fue? ¿Se convirtió en un ángel exterminador o, mejor aún, en un ángel caído, bello y malo como Satán, o simplemente –como percibí en nuestro encuentro– se había encerrado en un mundo hermético y austero, como debe ser el de los ángeles? No creo que fuera sólo su gusto literario lo que estuviera en juego en su alias, sino algo mucho más profundo y del todo misterioso.


Entró a mi oficina perfectamente vestido. Se le notaba que estaba estrenando su modesto pero elegante traje de calle, se le notaba también que hacía mucho tiempo, desde la época del bufete, que no usaba corbata. Estuvo incómodo desde el primer momento. El frío ademán de saludo con el que respondió a ese abrazo lleno de calor que le brindé y que cayó en el vacío de una espalda tensa, erguida, marcó la pauta de la corta conversación que sostuvimos.

–Tiempo sin verte Miguel. ¿Dónde estuviste todos estos años? Estabas perdido. Pero siéntate ¿En qué te puedo servir?
–Bonita Oficina señor Defensor. Hecha a la medida de lo que mereces –me dijo con un tono ambiguo en su voz, que me desconcertó. Supe que no estaba ante el amigo que diez años antes me había pedido sinceramente consejo y ayuda.

Llamó a mi casa muy tarde. Recuerdo que acababa de dejar las copias de algún sumario que estaba leyendo, y que me había sumergido ya en el primer sueño, cuando el timbre del teléfono me sacudió. Recuerdo que renegué por haber olvidado desconectar el aparato, pero al fin contesté. La angustia de Miguel era tan intensa que se hundió en mi cama y acabó de despertarme. Me hablaba de un problema familiar que había tenido Carolina y del viaje intempestivo que ella había tenido que hacer a su pueblo. Estaba realmente acongojado por no haber podido acompañarla y me suplicaba que le ayudara a conseguir el dinero para trasladarse a la costa y estar lo más pronto con su amada. Le prometí que hablaría con mi padre para ver si él podía adelantarle algo de salario, y así pude deshacerme de sus súplicas emotivas e insistentes. Recuerdo que volví a renegar por mi descuido y que ya no pude conciliar el sueño. Recuerdo que volví a tomar el fajo de papeles y que el frío comenzó a helar mis manos.

–Pero cuéntame de tu vida, hombre. Lo último que supe fue que te quedaste a vivir en el pueblo de Carolina después de su muerte.
–La verdad, Jaime, no vine a hablar de eso contigo –me cortó sin piedad-. Mi vida ahora no me pertenece, está empeñada al proyecto de liberación nacional. Mi pasado ya no importa, es del presente y del futuro de lo que quisiera hablar contigo.
–Estás muy misterioso, Miguel –le dije confundido–. La verdad no comprendo de lo que me hablas.
–Misterioso no. Clandestino que es otra cosa.

La expresión heló mis gestos. Comprobé así, de esa manera terminante e inesperada, lo que había sido hasta ahora un rumor que me negaba a admitir: que Miguel se había unido a las filas de la Subversión. Entonces no había muerto, como algunos llegaron a afirmar, sino que se había hecho “clandestino”.


En la televisión, el periodista seguía con sus disparates. Hablaba de no se qué antecedentes y de no sé que vida anterior del comandante muerto, se magnificaban sus acciones como estudiante de la Nacional y hasta forzaban una imposible relación de la orden jesuita con su vinculación a la guerrilla. Una sarta de mentiras que ahora se tragaría entera el honorable público. Ganas daban de intervenir, de aclarar, pero ¿para qué? ¿Qué sentido tendría que un magistrado ofreciera su testimonio de relación personal? ¿Qué podría ganar Miguel, qué podría ganar yo, que podría ganar el país, confundido como está?

Miguel llegó temprano a la oficina y esperó la cita con papá, a quien yo había enterado de lo sucedido. Pero no obtuvo el apoyo esperado ¿Se había vuelto loco Miguel? ¿Qué era esa carajada de correr tras el culo de Carolina? Ni más faltaba, que espere un poco, al fin y al cabo, el viejo no había muerto, sólo estaba enfermo. Miguel renunció ese mismo día al bufete, ante el asombro de papá, quien confiaba ciegamente es su genio, pero no contó con su emotividad. Y como loco viajó esa noche en autobús hasta la costa, sometiéndose a un duro viaje de más de treinta horas. Tres días después del viaje de Carolina, Miguel llegó al pueblo de donde ella era oriunda y se encontró no con uno, sino con dos ataúdes. Suegro y novia muertos fue lo que tuvo que presenciar Miguel a su llegada a Valledupar.

–Si hombre, no te asustes. Ando en la clandestinidad desde hace ocho años. No tuve otra opción.
–Pero, ¿como fue? ¿Qué pasó? ¿Tuvo algo que ver la inesperada muerte de Carolina?


Ufano, el comandante del ejército ratificaba las especulaciones periodísticas. Se mostraban fotos de Miguel de diversas épocas. Fotos tan diferentes unas de otras que parecía que estuviéramos viendo personas distintas. Se hablaba de la función ideológica del comandante muerto, del papel estratégico que jugó durante las llamadas audiencias públicas del Caguán. Incluso mostraron un par de videos en los que aparecía uniformado y armado, detrás de los jefes del Secretariado. No faltó su vinculación al asesinato de la Cacica. Todo tan bien documentado que resultaba evidente la alianza entre periodistas e inteligencia militar.


Según me contó Miguel en nuestro encuentro de hace doce años, después de la muerte de Carolina las cosas se fueron desenvolviendo de una manera tan frenética y precisa que parecían obedecer a una especie de libreto predestinado. Primero el deber moral de acompañar a la viuda y a los hermanos menores. Después sus buenos oficios como abogado para sacar adelante lo de la sucesión. Más tarde el favor a un primo en aprietos y la asesoría al negocio de algún familiar. La cola de “clientes” se hizo interminable y él se sentía obligado a atender a tantos “necesitados de justicia”, así lo dijo: necesitados de justicia, como si no fueran más que simples litigios. El éxito de sus gestiones lo llevó al sindicato y desde allí al liderazgo comunitario y finalmente a la tentación política. Todo esto en menos de un año, cosa que no me sorprendió, pues correspondía en una medida apenas justa, al reconocimiento de su genialidad. Pero tras la luna de miel, los problemas. Al comienzo con otros abogados, después con los políticos de la región y al final con la policía. No tardó en llegar el acoso de otras fuerzas menos claras. Pero la gota que desbordó el vaso fue su ingreso a la UP.

–O renunciaba a mis ideales, desafiliándome, o moría en alguna de esas operaciones de limpieza que empezaron a darse en toda la región.
–Pero hubieras podido regresar a Bogotá, donde tenías amigos y familia.
–No creas, Jaime. El efecto del estatuto de seguridad se había consolidado en una red tenebrosa que te impedía moverte sin riesgo en ninguna parte. El gobierno prácticamente había expedido licencias para matar a todo activista o simpatizante de la izquierda. Además Bogotá, conociendo a tu papá y tras la escena de mi renuncia, estaba vedada para mí, así que no tuve opción.


Al otro día ya no se habló más en los medios de Gabriel Ángel. Algún peculado, alguna toma guerrillera, tal vez un huracán o el resultado de un partido de fútbol llenaron el espacio noticioso. Llamé a la familia de Miguel y les ofrecí mi sincero pésame, así como disculpas por no poder asistir a su funeral. Noté en sus reacciones el mismo tono de reproche que de alguna manera advertí en las palabras de Miguel, durante nuestro encuentro de hace doce años.

–Hermano, este país se jodió hace rato y no hay manera de arreglarlo a las buenas, como tu intentas hacerlo desde la comodidad de tus cargos y de la herencia política de tu papá –me dijo Miguel ya roto el hielo.
–¿No crees que es injusto lo que dices? Yo en cambio creo que es desde la apuesta a una institucionalidad fuerte que podemos hacer algo. No creo que la toma violenta del poder pueda ser la respuesta. Llevamos no sé, cien años o más en lo mismo y sólo hemos dejado resentimiento
–No, viejo, el resentimiento viene de la injusticia social y del sistemático ataque a los derechos civiles que la gente como tú, apoltronada en el poder, han causado.
–La nueva constitución intenta remediar muchas de las cosas que hemos hecho mal por años –intenté repostar.
–Nosotros apreciamos el esfuerzo –dijo Miguel como si me estuviera entregando un mensaje del Secretariado–, pero tenemos serias dudas de que la cosa funcione. Lo más seguro es que todo quede en el papel o que la reacción reforme el texto a su favor. Estas cosas, Jaime, tienen el peligro de demorarse o desviar el objetivo.

En sus palabras notaba una especie de discurso viejo, proveniente de los setentas, ninguna evolución, ninguna nueva propuesta. Se lo dije y fue como si hubiera echado hielo a la entrevista. Tomó su cabeza con ambas manos y sé que hizo un esfuerzo muy grande para no lanzar improperios. Entonces dio por terminada la reunión

–Sólo quería que supieras que estoy vivo, que el país no es lo que tú piensas que es, que estamos ahora en dos extremos irreconciliables y que ya no creo en la salida pacífica
–Pero Miguel, deberías pensarlo. Mira que los del eme han cambiado su apuesta, yo podría ayudarte, hay programas de reinserción…
–Viejo –me interrumpió–, la única ayuda que necesito es para con mi familia. Que no los jodan. Sé que te puedes encargar de eso, que no los jodan.

Lo dijo con lágrimas en sus ojos, se levantó y salió ya sin despedirse. Yo me quedé un rato pensando si habría podido hacer algo por retenerlo, si el riesgo que Miguel había corrido al presentarse en mi oficina no tendría otro objetivo. Llegué a la conclusión de que nos habíamos alejado irremediablemente, de que no había nada que hacer, y que vendrían cosas muy duras para el país.


Gracias a mi cargo obtuve información detallada de las circunstancias de su muerte. Su familia la recibió de mis labios con desconfianza y dolor. Hablé luego con algunos de los compañeros de colegio con quienes organicé un homenaje discreto para Miguel. Nos reunimos en la casa de uno de sus mejores amigos de la época, el quechua Quiroz. Fue una linda oportunidad para recordar sus travesuras en el colegio, su extraordinaria personalidad, su gran sensibilidad poética y literaria, su inmensa capacidad de liderazgo. Pero por más que buscamos, no encontramos por ningún lado la secuencia lógica que explicara finalmente su destino. Quedaron sin resolver muchas preguntas. ¿Tuvo algo que ver la extraña muerte de Carolina? ¿En realidad no había otra opción que la clandestinidad? ¿Qué había hecho Miguel para ser considerado por las fuerzas oscuras como objetivo militar? ¿Habría matado a alguien? ¿Éramos nosotros los que no veíamos claro? Nos sentimos confundidos. Algunos consideraron que Miguel había enloquecido, otros se sintieron defraudados, pero la mayoría manifestó una especie de respeto por su decisión y su valor.


Esos veinte años que van desde el momento en que Miguel como un loco corre tras Carolina y el instante en que los noticieros lo muestran abatido serán para nosotros un completo misterio, pero no podrán dejar ya de afectarnos. De alguna manera, ese tiempo oscuro, ese viaje inesperado, significa la diferencia entre lo que somos y lo que pudimos ser.




Bogotá 1970 - 2003
Bogotá, 2004

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