Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

5/06/2006

Sucedió en Monterrey

Apenas tuve tiempo de preparar el viaje, pues la invitación llegó tarde a la universidad. Se nos convocaba a participar en la reunión de un Proyecto Alfa sobre e learning, tema del que soy experto, de modo que se me pidió que actuara como delegado de la institución. En realidad y a pesar de la dificultades que implicaba la improvisación a la que me veía sometido, acepté gustoso viajar al lugar que para algunos es el pionero de la educación virtual en Latinoamérica: el pomposo Instituto Tecnológico de Monterrey.

Una de las recomendaciones que hacían los organizadores del evento era hospedarse en las residencias universitarias, de modo que las reuniones pudieran tener las menores dificultades y se facilitaran los encuentros tanto académicos como sociales del grupo. Parecía una buena opción, así que inscribí mi nombre como huésped de las residencias de la universidad.

Después de media hora de recorrido desde el aeropuerto, y tras la típica exposiciónción de los valores turísticos de la ciudad que me brindara el amable taxista [1], arribé al impresionante campus del ITEM con su arquitectura posmoderna y sus amplias instalaciones. El edificio donde se encontraban las residencias tenía una estampa muy sugerente, pero adentro parecía una especie de hotel modesto y funcional. Me presenté a la recepción y después del consabido registro me entregaron la llave 112 que indicaba el número de la habitación que se me asignada. El hombre del mostrador me hizo dos advertencias: una, que era muy posible que tuviera que compartir la habitación, pues había una alta demanda de hospedaje y la otra, que no podía transitar por el sector de las residencias femeninas, las cuales estaban en el mismo edificio, pero en el ala opuesta. Compartir la habitación, división geo-genérica… no me sonaba bien el asunto. Pero cuando llegué a la habitación y me di cuenta que era más que modesta, pequeña e incómoda, con una televisón que no funcionaba, dos camas angostas, una sola cómoda, con restricciones para llamadas telefónicas y un baño estrechísimo, no lo dudé: me mudaría enseguida. Hice una llamada a otro de los hoteles recomendados y por fortuna encontré cupo. Salí a la recepción, le expliqué al hombre del mostrador mi decisión y diez minutos después disfrutaba de una suite en un hotel cercano, de muy buena categoría y con todos los servicios: telefonía, Internet, cable, gimnasio, spá, piscina, desayuno americano, el paraíso. ¡Qué bien!

Al otro día comenzaron las reuniones del seminario que se prolongarían por cinco días, reuniones intensas que no darían tregua, pero muy interesantes y provechosas, sin duda. Todo estaba muy bien organizado: un salón con todas las facilidades y una mesa grande dispuesta en redondo, con los sitios marcados para cada uno. A la izquierda de mi puesto estaba asignado el lugar pata un profesor chileno que sólo llegaría hacia mediados del evento para acompañarnos dos días, y a mi derecha se encontraba una profesora italiana a la que todos llamaban “Marinita”, de unos cincuenta años, pequeña y delgadita y de una sonrisa tierna, con la que apenas cruzaríamos algunas palabras protocolarias. El puesto adyacente al de la italiana, se nos anunció, estaría vacío, pues su ocupante había cancelado a última hora su participación.

En la noche del primer día me crucé en el hotel con dos personas del grupo que también me reconocieron y así comencé las primeras relaciones amistosas con mis colegas. Nos reunimos en la cafetería del hotel y pronto se nos unieron otros dos compañeros del seminario. Al poco tiempo nos dimos cuenta que todos teníamos un tema en común: la misma apreciación sobre las residencias del Monterrey. Todos habíamos sufrido la misma decepción y al parecer habíamos tomado la misma decisión, lo cual surtió el efecto de una especie de hermandad que sirvió para mantenernos unidos durante el tiempo que duró el encuentro.

Al segundo día noté que mi vecina de puesto, la italiana no podía mantenerse quieta en su silla a pesar de que a mí me parecía que habían dispuesto asientos muy cómodos para todos. Esos movimientos constantes, hacia atrás, hacia delante, hacia la izquierda, hacia la derecha, me distraían mucho, pero no me atreví nunca a expresarle mi molestia, sobre todo porque siempre que buscaba la ocasión ella me devolvía ese rostro de “yo no fui” que lograba inhibirme.

La cafetería del hotel se convirtió las siguientes noches en lugar de reunión no sólo de quienes nos habíamos hospedado allí, sino de otros que por diversas razones no se habían atrevido a trasladarse de las ya famosas residencias del Monterrey. Así nos enteramos de una historia que pasará a los anales del anecdotario del grupo.

Carlos, profesor peruano, llegó un par de horas antes que yo al ITEM y se instaló en una habitación no muy lejana de la que me dieron a mí: la 118. Como aún era temprano y su televisión tampoco funcionaba, decidió salir a reconocer otros lugares del campus, actividad que le tomó unas dos horas, lo que quiere decir que a la hora en que yo le explicaba al hombre del mostrador mi decisión de no tomar la habitación, Carlos seguramente entraba a su habitación para encontrarse con una escena inverosímil. Contó Carlos que al abrir la puerta escuchó ruidos adentro. Primero pensó que aseaban la habitación, pero entonces reconoció el sonido de una ducha que alguien cerraba, de modo que abrió la segunda puerta del recinto, la que daba a la habitación misma y fue recibido por una nube caliente de vapor que inundaba completamente la habitación y que le impedía ver con claridad lo que adentro ocurría. De pronto una visión extraordinaria: alguien, un hombre alto, se cruzaba desnudo frente a sus ojos y se dirigía hacia la zona de las camas. El ruido de la ducha y el estado de la habitación impidieron que el intruso se percatara de la aparición de Carlos, de modo que cuando él, discreto, carraspeó a modo de señal de presencia, el hombre, un joven alto, guapo y bien formado, gritó como una niña asustada. Sin nada a la mano para cubrir su desnudez, el joven sólo atinó a llevarse las manos a los genitales y a mirar con horror al que él consideraba el intruso. Carlos comprendió lo que había sucedido mientras caminaba por el campus:

– Parece que nos asignaron la misma habitación
– Señor, que vergüenza –respondió el joven–, no sabía que…
– No, si yo tampoco, pero tranquilo, acaba de acomodarte que yo vuelvo más tarde

Efectivamente, tal como lo había predicho el hombre del mostrador, Carlos estaba condenado a compartir la habitación, pero él, estoico de espíritu, se hizo enseguida a la idea y finalmente pasó una noche tranquila, al lado de adonis, su compañero de cuarto. No sucedió así la tarde siguiente, la del segundo día del seminario, pues, justo después de terminada la jornada y con el propósito de descansar un poco antes de cenar, Carlos se dirigió a su habitación para encontrarse con una escena de lo más pintoresca pero así mismo intolerable. De nuevo un ruido extraño al abrir la puerta, de nuevo la prevención al abrir la segunda puerta y luego la visión de un arrume de cajas inundando la habitación, incluida una de donde provenía el raro sonido que le había llamado la atención: un guacal con una gallina adentro. Sorprendido, pero también irritado, Carlos se dirigió donde el hombre del mostrador, quien le ofreció la siguiente explicación: el joven, compañero de cuarto de Carlos, era un muchacho de provincia, al parecer sobreprotegido por sus padres, quienes habían enviado una descomunal encomienda para que su hijo no sufriera privaciones.

Además de las explicaciones, Carlos logró otra cosa: su traslado a otra habitación y la promesa de que no sería compartida.

La anécdota fue conocida, comentada, corregida, aumentada por todos los participantes del seminario, y sirvió para que nos acercáramos con mayor familiaridad, familiaridad que hoy ha servido para no perder el contacto.

Entretanto, me tuve que llevar un secreto de regreso a Bogotá, secreto derivado de la comprobación de que los movimientos de Marinita en su silla no respondían a la incomodidad de los asientos, sino a una estrategia de coqueteo muy singular, estrategia que llegó a su climax el última día, cuando Marinita llegó sorprendentemente vestida con una minifalda sin duda atrevida, pero que dejaba ver un par de piernas sanas, extraordinariamente sanas, que no dudó en exhibirme y mostrarme con descaro, durante todo el día, aprovechando que no había testigos, pues los puestos adyacentes se encontraban convenientemente vacíos.


[1] Exposición que incluyó lugares que después conocería, durante los espacios dedicados por los organizadores del evento a recorrer esa maravillosa ciudad que es Monterrey: "la menos mexicana de todas las ciudades del país azteca". El Marco Museo, con su hernmosa escultura "La paloma", en su entrada; el bellísimo museo de historia mexicana; la llamada Macroplaza, el colonial edificio del Obispado; el extraño paraje de la huasteca, con sus imponentes paredes verticales de más de cien metros; el inevitable cerro de la silla de montar; y el muy barroco, barroquísimo, restarurante del rey del cabrito, promocionado como un recinto regional cien por ciento familiar.

Monterrey, 2004
Bogotá, 2004 - 2005

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