Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

13/05/2006

Retorno

A medida que se acercaba manejando por la ruta 40, Soler iba reconociendo cada uno de los lugares que su memoria afectiva había fijado a manera de hitos en ese trayecto que lleva de Mendoza a San Rafael en Argentina. Le gustó la idea de estar regresando como si no hubiera transcurrido el tiempo. La empresa donde Soler trabajaba y en la cual yo hacía mi pasantía, había solicitado su presencia en el Complejo, así que exacto un año después de su traslado volvía a una ciudad cuyo grato recuerdo empezaba ya a empañarse de nostalgias.

A través de la ventanilla, los golpes secos del aire empezaron a hinchar su ánimo. Dejó que se colaran los aromas para entregarse al juego de los recuerdos con olor. Descubrió en el espejo que un auto atrás le pedía espacio para pasar. Lo concedió. La ruta estaba prácticamente vacía (el tránsito congestionado, me dijo, no llegaría sino hasta dentro de dos semanas, cuando el inicio de las vacaciones de invierno ocasionase el viaje intempestivo y furioso de turistas).

Volvió a fijarse en el retrovisor, esta vez llevado por la curiosidad de examinar su rostro. Pese a la débil luz de la tarde, podía observar claramente las grietas de su piel. Con alguna broma se refirió a lo que resultaba la inevitable evidencia de su próxima vejez. Buscó el encendedor para prender un cigarrillo. No lo encontró en la chaqueta. Abrió la guantera, tampoco. Por fin lo palpó en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón.

— Por un momento pensé que tenía una erección —me dijo, y volvió a reír, decidido a dejarme en claro que lo de su vejez inminente no le preocupaba

Al llegar a San Rafael, Ingresamos a un paseo de álamos, abandonamos luego la monótona ruta 40 y tomamos la avenida Balloffett. Soler aminoró la marcha para advertirme del curioso espectáculo de unos habitantes que preferían maniobrar bicicletas, y se dejó abatir por el ajeno esplendor de las muchachas. Los recuerdos estrujaban su mente. Apagó la radio. Pasó despacio por los lugares vinculados a su afecto. Estaba cansado, pero no habría de instalarse en el hotel sin antes visitar el barrio donde vivió durante su anterior estadía. Así que sin preguntarme si estaba de acuerdo, siguió de largo hacia la parada del tren metropolitano, cumplió con el ritual de saludar el monumento a los inmigrantes y se devolvió por la avenida Balloffett. Entramos al barrio y Soler se detuvo frente a una casa grande de apariencia antigua. Doblegado por una extraña inquietud dejó caer su cabeza sobre el volante y empezó a contarme su historia

***

Pintorreada, como si hubiera preparado una máscara horrenda para su rostro, vistiendo ropas en desuso, la vieron deambular por las calles del centro hacia el norte. Por supuesto, nadie la reconoció. Dicen también que la gente se apartaba para darle paso y que los chicos se burlaban o la agredían, mientras ella continuaba, inalterable, su recorrido.

Algunos días antes de la noticia, los vecinos de Pami advirtieron su ausencia. Durante las últimas semanas, había vuelto a demostrar una actitud huraña y cada vez se hacía más arriesgado intentar contacto con ella. El primer síntoma de la regresión fue el deterioro del jardín. Pensaron que se encontraba enferma y acudieron a visitarla, pero ella los despidió con frases agresivas y les exigió intimidad. De modo que no volvieron a insistir. Pasaron varios días sin que nadie le hablara. Después ni siquiera volvieron a verla. Se preocuparon. Entonces lamentaron no tener la dirección o el teléfono de aquel hombre joven, que tiempo atrás, la visitaba. Aparte de él no tenían la más mínima idea de quién podría dar razón de ella y no quisieron inquietarme. Esperaron.

Cuando alguien comentó, durante una cena comunitaria, la nota del periódico donde se discutía el incremento en el número de enajenados que vagaban libremente por la ciudad, y donde también se reportaba, como ejemplo, el caso de una anciana extraviada, los vecinos de Pami comprendieron que algo grave le había sucedido.

Pami era la única habitante de los viejos tiempos. La gente que vivió los primeros años del barrio había muerto ya o se había trasladado a sectores más progresistas. Así la trataron siempre, como la anciana de la casa grande. Nunca conocieron a ciencia cierta nada acerca de su origen o de su historia. Suponían que era alguna solterona rica y extravagante. Además, desconcertaban aquellas visitas misteriosas hechas con incalculable frecuencia por un muchacho de aspecto físico semejante a ella. Único suceso que alteraba la rígida clausura de la anciana.

El azar quiso que yo me convirtiera en el exclusivo portador de sus secretos. En razón a mi trabajo, fui trasladado transitoriamente a la ciudad por un periodo de seis meses. Así que viajé solo y me instalé en una casa de unos parientes de mi mujer, ubicada en el mismo barrio de la anciana. Al cabo de unas semanas ya había vencido la nostalgia y me sentía como un paisano más. Fue entonces cuando conocí la historia de Pami.

Todo se inició como un reto: pese a los años, el barrio nunca adquirió el aspecto decadente de otros, antiguamente esplendorosos. Este conservó el nivel de lo tradicional. Los nuevos habitantes no tenían la alcurnia de los primeros, pero trataban, a toda costa, de evitar su degradación. Me comprometí a integrar aquel esquivo personaje a las actividades de la comunidad. Para la primavera, organicé la cruzada de las flores y con ese pretexto visité a Pami.

La mujer, para quien había preparado toda una retahíla de argumentos fue, para mi sorpresa, en extremo amable. Pronto nos hicimos muy buenos amigos y llegué a sacrificar por ella varios fines de semana, destinados previamente a mi familia.

Mujer solitaria y de pocas palabras, Pami cargaba la pena de haber sucumbido ante el amor. Demasiado apegada a su madre —una inmigrante y viuda de la gran guerra—, en su juventud Pami fue presa fácil de un romance deshonesto. El nacimiento de su hijo coincidió con la muerte de su madre. Se deshizo del niño y decidió vivir sola y apartada en la vieja casa. Ahora, en medio de su amarga soledad senil, deseaba recuperar un pasado ya irreversible.

Me bastaron pocos encuentros para ganar su afecto. Incluso logré establecer lazos de relación entre ella y sus vecinos. De ese modo comenzó a ceder en la obsesión de su vejez. Sin embargo, no logré que modificase el ambiente de su casa; deteriorada, aunque limpia, todo en su interior era oscuro, antiguo y oloroso. Ni un solo espejo colgaba de las paredes. No había televisor ni tampoco ninguna otra de las comodidades modernas. Solamente una radio muy antigua, casi una reliquia, que escuchaba a todas horas, con una regularidad compulsiva.

Creo que tuve el privilegio de ser el único invitado a la casa grande. Creo también que ella sólo a mi me brindó su verdadero cariño, porque, cuando supo que yo debía volver, cayó en un mutismo impenetrable. Le hice, no obstante, prometer que seguiría cuidando de su jardín y yo me obligué a retornar. Nunca lo hice... ni siquiera le escribí cartas, y para cuando llegó la Navidad tampoco la tuve en cuenta en el reparto de tarjetas. Ya podrá usted imaginarse, ingeniero, cómo me sentí cuando me contaron lo suyo.

Según el periódico, Pami se presentó a una casa del barrio Norte. Llamó a la puerta y preguntó por un nombre desconocido para los moradores del lugar. Ella insistió, asegurando que la persona por quien preguntaba, no sólo vivía allí, sino que era el dueño de la casa. Aunque compadecidos, los inquilinos aceptaron de mala gana su inspección. En realidad los datos de Pami coincidían. Habló de estar acudiendo a una cita y luego se instaló en la sala. No se movió de allí hasta cuando llegó la policía. Volvió a repetir la historia de la cita y mostró una pequeña tarjeta donde, en efecto, aparecía la información que ella sostenía: dirección, teléfono, nombre y fecha. Alguien entonces reconoció aquel apellido impreso: el antiguo dueño, muerto un par de años antes. La fecha de la cita coincidía con la del día excepto por el año. Pami afirmaba, sin embargo, haber visto al hombre y haber hecho los arreglos del encuentro la semana anterior. No hubo duda de su trastorno.

Cuando me contaron aquella absurda historia, recordé algunas confidencias. Pami me habló de los encuentros con su hijo (el extraño hombre que los vecinos veían llegar con frecuencia a la casa) y me confesó un terrible tormento: jamás se perdonó el haber evadido nuevas entrevistas con él. Vivió amargada, esperando en vano su retorno. Pero él había impuesto como condición que Pami lo visitara a su casa. Un intento, a su manera, por reformar el modo de existir de ella, de estimular sus intereses en la vida. Pami, sin embargo, insistía en la clausura. Consideraba el deterioro de su aspecto físico como un justo castigo del destino y se negaba a salir de su casa más allá de lo necesario. Se sentía infeliz e indigna en efecto. Por eso jamás cumplió la cita. Por eso nunca se enteró de la muerte de su hijo...

***

Soler aclaró la voz. Intentó decir algo más, pero calló. Se escuchó el chirriar de llantas de un automóvil que trataba de evitar a un ciclista. Quise hacer algún comentario a la historia que Soler acababa de referirme, pero la visión de su rostro, sudoroso y congestionado, me detuvo. Me paralizó también el brillo de sus lágrimas.

Luego, se hizo el silencio no sólo en la cabina del auto, sino en las calles de alrededor. En seguida, Soler puso en marcha su coche y fuimos a instalarnos al hotel

No pude dormir en toda la noche recordando mi última visita a casa de Soler, allá en Mendoza, tras el funeral de su único hijo. Cómo olvidar esa apariencia antigua, oscura y olorosa que impregnaba toda su casa. Cómo dejar de recordar la extraña manía de su mujer de escuchar la radio a toda hora.





Mendoza, San Rafael (Argentina), 1986
Bogotá., 1987 - 2005

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