Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

19/06/2006

Salón Apodaca

Ese sábado, ante mi nocivo estado de aburrimiento, Winston, mi anfitrión en Madrid, decidió invitarme al preestreno de una obra de teatro que dirigía un amigo suyo. Nos citamos frente a la estación Cuatro Caminos a las ocho de la noche, para tomar juntos desde allí el metro hacia Tirso de Molina. A pocas cuadras, por una paralela a Huertas, uno de los tantos teatros de la zona anunciaba efectivamente el lanzamiento. Aunque había dejado de llover, empezó a hacer frío, así que resolvimos entrar a la antesala, donde la típica galería de fotos de la obra de teatro brindaba una estupenda anticipación de lo que veríamos un poco más tarde. Comencé a recorrer el salón en círculo, en busca de detalles por los distintos retratos, mientras mi amigo, ansioso, caminaba por el pasillo, primero hacia la calle y luego de regreso.

Pronto hubo tal gentío que el lugar se tornó sofocante. En medio del tumulto y del bullicio que se fue formando, mientras yo seguía mirando folletos y promociones de la rica vida cultural madrileña, vi con alarma cómo Winston saludaba a sus amigos con dos besos, uno en cada mejilla, a medida que iban llegando. Cuando me tocó el turno, y como suele sucederme cuando no estoy seguro de las costumbres, simplemente saludé como sé hacerlo en casa, es decir, evitando lo de los besos; besos que habría estampado con gusto a cualquier muchacha, pero que, según mi entender, “no tenía por qué” darlos a los cuatro varones que ahora me presentaba Winston.

Aunque olvidé su nombre, recuerdo que la obra estuvo buenísima: una serie de historias encadenadas que terminaban cerrando un círculo de conflictos y develando relaciones insospechadas entre los personajes. Recuerdo también que ya en la sala empecé a incomodarme con las actitudes decididamente afeminadas de esos otros personajes: mis nuevos conocidos. Víctor, quien se sentó al lado de Winston, justo a mi derecha, empezó a cuchichear no sé qué cosas al oído de mi anfitrión, quien se reía con un desparpajo poco varonil y totalmente extraño para mí. El tema de conversación entre ellos se desvió muy pronto de los comentarios acerca de la performance de los actores y se dirigió hacia los detalles más recientes sobre reallities y novelones de la TV. De modo que mi malestar crecía en la medida en que no lograba concentrarme en la obra. Pero el ambiente a mi izquierda no era mejor. Carlos y Luis se habían tomado de la mano y Luis posaba su cabeza tiernamente sobre el hombro de su novio, mientras él le acariciaba el mentón y le pedía atención a la producción teatral. El cuarto hombre estaba una fila adelante y de vez en cuando volteaba su cabeza hacia atrás, para comprobar lo que hacían sus amigos, dejando una estela de olores dulzones como efecto de sus repentinos y teatrales movimientos.

Hacia las once, hambrientos, salimos a la calle. Carlos, quien resultó ser un comerciante colombiano, propuso ir al recientemente inaugurado restaurante de comida árabe rápida. El camino sirvió para conocer algo más de los amigos de Winston. Así me enteré de que Víctor era azafato de Iberia, que tenía mi edad y que su novio lo había dejado hacía poco, de modo que estaba en pleno duelo, lo que explicaba su excitación y su verborrea. Carlos y Luis eran pareja desde hacía un par de años y esperaban contraer matrimonio muy pronto y pasar la luna de miel en Cartagena de Indias, por supuesto. El otro, a quien prefiero llamar el otro, pues no recuerdo su nombre, fue bastante parco conmigo. Estaba más preocupado por ondear su largo cabello, por lucir sus zapatos de moda y por saber qué haríamos después de cenar que por mostrarse amable con el sudaca.

Se plantearon varias opciones. Winston insinuó ir a Malasaña, donde se celebraba no sé qué despedida. Carlos y Luis propusieron ir a “El Tabaco”, un bar en Gran Vía a donde suele ir con frecuencia (fue el argumento) Almodóvar. Pero la insistencia casi chillona de El otro produjo sus resultados y terminamos todos enfilados hacia la calle Apodaca donde tendría lugar la inauguración de un Salón de Belleza.

Es innecesario apuntar que yo en todo aquello no era más que un invitado de piedra, y que tenía serías intenciones de volver al apartamento, pero la amabilidad y la compasión de mi anfitrión me dieron fuerzas para mantenerme al lado del grupo e incluso para intentar integrarme. Supe por boca de Wisnton de la “ele” que se forma sobre el mapa del centro de Madrid cuando sigue uno el recorrido de la marcha madrileña. Una ele que comienza en Moncloa y culmina precisamente en Huertas.
Moncloa abarca la zona que va desde la Plaza de España hasta llegar casi a la Ciudad Universitaria. Es un sector elegido por muchos estudiantes para vivir por su cercanía a la Ciudad Universitaria y por eso allí se concentra la marcha que podríamos llamar juvenil o más exactamente universitaria. Hacia el este se encuentra Malasaña, una de las zonas clásicas para salir por la noche. La gente que va por esta área se autodenomina 'malasañera' y por lo general está entre los 17 y los 25 años, pero hay para todos los gustos. Las calles del barrio convergen en la Plaza del Dos de Mayo, donde el ambiente de los bares es animado y da albergue a una variedad de estilos que va desde los puristas del rock hasta las últimas modas. Adyacente a Malasaña se encuentra el barrio de Chueca, uno de los más genuinos y cosmopolitas de la zona. Durante los años ochenta fue el sitio de mayor actividad de la 'movida', pero en los últimos años se ha vuelto una de las zonas gay más concurridas, convirtiendo a Chueca en uno de los sitios más excitantes de la noche madrileña. Dicen que es el Soho madrileño y allí se encuentra precisamente la calle Apodaca. Para qué hablar de Gran Vía, el sector al sur de Chueca que le empieza a dar forma de ele a la marcha. Más bien hablar de Huertas a donde se llega desde Gran Vía atravesando Sol. Es un barrio antiguo y tradicional donde existen numerosos comercios y sobre todo establecimientos para ir de tapas, cervecerías, restaurantes y bares. La zona esta situada entre el Paseo del Prado y la calle Atocha. La plaza de Santa Ana se destaca dentro del conjunto como un espléndido lugar de reunión. Por lo general los bares de la zona son pequeños, pero muy animados y abundan los locales tradicionales. Es la zona Yuppy por excelencia.
Fascinado todavía por el devenir guía turístico de mi anfitrión no me di cuenta de que habíamos llegado a Apodaca. El Otro empezó a brincar ante la inminencia del arribo y yo me puse realmente nervioso. Allí es, allí es, gritaba y los demás lo seguíamos entre divertidos y curiosos. Salón Apodaca, rezaba el aviso en tubos de neón sobrepuesto sobre el gran ventanal que daba a la calle y desde donde, efectivamente, se podía advertir la tremenda fiesta que había adentro. Saludos escandalosos se esparcieron cuando el dueño del lugar, quien se veía excitado y muy contento, abrió la puerta. Winston, Carlos, Luis, El otro, todos, estallaron en risas, ademanes, aspavientos y cumplidos, en un espectáculo totalmente asombroso del que apenas pude separarme un poco, pues cuando iba a dar el paso hacia atrás, Jonatan, el dueño, un hombre rubio de acento extranjero, alto y de muy buna estampa, me agarró de los hombros, dijo algunas palabras que no entendí muy bien y acercó su rostro al mío.
No tuve más opción, lo juro, que darle un beso en la áspera mejilla izquierda a Johnatan y en seguida el otro en la oscura mejilla derecha antes de entrar al Salón, arrollado por esa marea de contorsiones y exóticos modales que continuó con más frenesí adentro. Jonatan literalmente brincaba de un lugar a otro, ofreciendo vino, panecillos e invitando a todo el mundo a acomodarse, repartiendo besos en mejillas y bocas, mientras yo entraba en pánico. Por más que lo intenté, mis piernas y mis brazos se mantenían paralizados. Sólo mis ojos tenían algo de movimiento, así que, arrinconado, esperé infructuosamente la recuperación de la calma, hasta que Winston, quien unos minutos después apareció milagrosamente y se percató de mi estado, se apiadó y prometió salir en unos minutos.

Al otro día, durante el paseo que Winston y yo dimos por El Rastro, donde Carlos tiene un par de almacenes de antigüedades, mi anfitrión no hizo más que reír y burlarse de lo que me había sucedido en la noche anterior y yo tuve que admitir que mi metrosexualidad no tenía nada de envidiable, que seguía siendo el mismo machista de siempre. Cuando entramos al almacén de Carlos, Luis salió a saludarnos. Con toda naturalidad, lo juro, mi primer impulso fue estampar los dos besos de rigor a Luis, quien los recibió sin alharaca. No sé por qué, pero esta vez no tuve la sensación de aspereza. Tal vez, y finalmente, algo había aprendido.



Madrid, 2003
Bogotá, 2004 - 2005

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