Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

2/07/2006

El árabe que nos salvó

Blanca sólo había confundido un dígito del número telefónico, pero ese error nos había condenado al extravío.

Todavía con el recuerdo caliente de nuestra agradable estadía en Brown. U, gracias a la invitación del generoso Julio Ortega, arribamos al congestionado aeropuerto de Newark, provenientes de Providence. Eran las siete de la mañana de aquel frío domingo de abril y apenas si nos recuperábamos de la ansiedad que nos había causado el habernos arriesgado a tomar un taxi demasiado lujoso para nuestras referencias, cuando vislumbramos por primera vez un Jersey City cuya primera apariencia nos decepcionó. Por fortuna el conductor nos había dejado justo al frente de un portón cuya placa indicaba la misma dirección que teníamos anotada en ese trozo de papel que Blanca nos había dejado dos noches antes, en el lobby de ese hotel que miraba hacia el gran edificio de Belmont, allá en la capital de Roth Island.

Al lado de la placa del portón había también un aviso: Álvaro González, Printer. Hasta ahí todo bien Álvaro era el primo de Blanca que nos recibiría en su casa durante tres días, apoyando así nuestra intención de recorrer algunas calles de Manhattan (¿que más se podía hacer en ese escaso tiempo que teníamos dizque para “conocer” New York?). Sabíamos que Álvaro tenía una fábrica y que habíamos acertado con la dirección, pero con lo que no contábamos era con que, domingo claro, no hubiera nadie en el edificio.

De modo que después de haber timbrado y de haber golpeado inútilmente el portón por más de quince minutos, arrastramos nuestras pesadas maletas hasta una esquina donde había un teléfono público y probamos marcar los números que Blanca había garrapateado. Uno correspondía al de la imprenta (this is the González factory, please leave your message after the tone), pero en el otro nos contestaba una voz femenina que aseguraba y rejuraba que su last name era Johnson y no González. Marcamos y marcamos hasta la desesperación, hasta que no quedó otra alternativa que aceptar la conclusión de que, en su afán, Blanca había escrito un número telefónico errado cuando dejó su nota, en ese hotel que daba sobre el Parque Central, allá en Providence

Volvimos arrastrando nuestras maletas y nuestra zozobra hasta el portón de la imprenta. De la casa de la esquina salía un joven y detrás de él un hombre maduro levantaba la mano con una expresión de cariño tan profunda que realmente me conmovió. El padre despide tiernamente a su hijo, pensé, recordando que los míos me esperaban ansiosos en casa después de casi dos semanas por fuera. Así que, confiado en el aura bondadosa que había creído percibir, me atreví a preguntarle al hombre maduro por su vecino. Good morning sir, excuse me, we are looking for Mister Álvaro González, the printer owner, your neighbor, ¿do you know his home address or his telephone number? The factory is closed now and… La reacción del hombre no pudo ser menos sorprendente. Con unos ojos al comienzo demasiado abiertos por el asombro de habernos descubierto y después más abiertos aún por la ira, una ira que yo no comprendía, respondió con dientes apretados: I don’t speak English, I’m Germany.

Pedí excusas, miré a mi amiga, me alcé de hombros y seguí arrastrando mi pesada maleta. Volvimos a golpear con la insensata esperanza de que alguien hubiera llegado entretanto a la imprenta, aquel domingo a las ocho de la mañana. Fuimos y volvimos del portón al teléfono público al menos tres veces más, hasta que decidimos preguntar a los otros vecinos. La casa del lado era pequeña, de una sola planta, con un antejardín modesto y la reja estaba abierta. Entré, golpeé la puerta y me abrió una extraña mujer, tan pequeña como extraña. Vestía uno de esos trajes árabes de los siete velos, con tapaboca y todo, sólo que su cuerpo gordo y fofo denigraba el atuendo. Good morning madam, excuse me, we are looking for Mister Álvaro González, the printer owner, your neighbor… La mujer, no sé cómo, tomó mi mano, y sin pronunciar palabra intentó llevarme hacia el interior de la casa, pero yo me zafé de su atenazante garra antes de cruzar el umbral. Alcancé a ver la sala con sus cortinas y sus tapices y a respirar el aire enrarecido con aromas orientales y salí asustado y presuroso fuera del antejardín. La mujer se quedó allí, parada bajo la escuadra de la puerta, girando sus dos manos sobre las muñecas, moviendo su cadera e invitándome a seguir a su casa. Esta vez fue mi amiga quien me arrastró hacia el portón de la imprenta salvándome así del hechizo de esa mujer, que se quedó afuera todavía un largo rato más sin dejar de mirarme, buscando siempre mis ojos.

Decidí entonces ir a la casa de enfrente y esta vez me abrió una chica de rasgos latinos, muy joven y del todo normal, atenta y gentil, que después de escuchar la consabida perorata me despachó con un dulce Sorry I don´t know y un suave portazo en la nariz. El hombre que decía ser alemán y que todo el tiempo había estado contemplando mi fracasada gestión desde el balcón de su casa, salió al andén y empezó a gritar en un inglés perfecto get out, get out, you aren´t welcome, get out, get out, mientras caminaba en forma intimidatoria, haciendo ademanes militares como un verdadero nazi por todo el frente de su casa, ni un paso más allá, ni paso más acá. Sentimos pánico y nos dirigimos hacia la otra esquina con la firme intención de tomar un taxi que nos llevara a un hotel barato, convencidos de que tendríamos que cambiar de centro de operaciones, pues el sitio al que habíamos llegado era poco menos que el escenario de una pesadilla

¿Pesadilla? Pregunté de pronto, más como expresión de la revelación que había creído tener en ese momento que como una interpelación a mi amiga. ¿Si te dije lo que estaba soñando esta mañana cuando me llamaste a la habitación? Era una pesadilla. Claro, en mí inconsciente sabía que el reloj despertador no había sonado y que tú estabas a punto de llamarme y que yo debía levantarme, y entonces me inventé una pesadilla de la que finalmente me sacaste cuando llamaste preocupada por mi extraño incumplimiento y ante la inminencia de perder el vuelo a Newark. ¿No será que esto hace parte de la pesadilla y que en realidad perdimos el vuelo y que aún estamos en ese hotel que por su salida trasera conduce a los outless, allá en Providence? Piénsalo por un momento: el extraño taxi que nos trajo hasta aquí, este lugar inesperadamente sucio y feo, los extravagantes personajes que nos hemos encontrado, el miedo que nos ha invadido poco a poco, nuestra insensatez progresiva. Nada tiene lógica. Y entonces lancé la afirmación esperada: ¡¡¡estamos soñando!!! Un ardor en el brazo me sacó del delirio. Mi amiga acababa de pellizcarme para demostrar la falacia de mi hipótesis y yo la miré ofreciéndole disculpas, completamente avergonzado.

A pocos metros, abrieron una tienda. Decidimos tomar algo antes de largarnos. Compramos un par de jugos y un kit de donnuts. El hombre que nos atendió era libanés (cero y van cuatro extranjeros, pensé, pero no me atreví a decírselo a mi amiga) y nos aseguró que había alguien que conocía los datos de González en el edificio de la esquina. Apresuramos el refrigerio y salimos a buscar la entrada del mencionado edificio. Al frente de la tienda, alguien espiaba detrás de una persiana, la paranoia seguía creciendo. No era difícil suponer que otros podían suponer que un par de tipos con maletas y cara de extraviados podían tener dólares y pasaportes con visa y debían ser presa fácil. Eso pensé, pero tampoco lo comuniqué. Le dije a mi amiga que esperara dentro de la tienda mientras yo indagaba.

El barrio despertaba. De los edificios salía gente muy rara. Me topé de frente con uno de esos negros que ve uno en la televisión y que se supone que son del Bronx. Y en la puerta del mencionado edificio se habían plantado un tipo enano y deforme y una mujer muy gorda, así que tuve dificultad para accionar los citófonos. De cualquier manera nadie me contestó y los dos personajes de la puerta ni siquiera prestaron atención a mis preguntas, embebidos como estaban en una conversación llena de sucias palabras. Resolví volver a la tienda y proponerle a mi amiga que tomáramos el taxi, modificáramos los planes y olvidáramos el asunto de hospedarnos en casa de González.

Pero entonces oí una voz caribeña que venía del cielo: Oye tú, ¿estás buscando a Álvalo González? Por un momento creí que era un milagro y que algún ángel enviado de Dios me hablaba, pero entonces mi amiga me explicó que ante la angustia que exudábamos, el libanés había llamado por teléfono a la persona que conocía los datos. Si, soy yo dije, levantando la mirada para encontrarme con la facha de un tipo semidesnudo con tatuajes en brazos y pecho que desde la ventana del cuarto piso del edificio me saludaba con una sonrisa que más parecía la mueca de un loco. Pinta de asesino, me dije, conserva la calma. Pues yo sé donde vive el homble, si me espelas bajo y te acompaño a su casa. No hombre, tranquilo, si me da su teléfono o su dirección nosotros vamos solos, no se moleste. No es ninguna molestia, pelo si no confías en mí ahí te va esta taljetita, me dijo, y lanzó un papel que yo agarré en el aire como si fuera el más preciado tesoro.

Y ahí estaba: el número telefónico de la residencia del primo de Blanca. Efectivamente, el quinto digito, de los siete que conformaban la serie, estaba errado, pero que alivio. Marcamos el número y nos contestó la propia Blanca que lo primero que hizo fue reprocharnos la demora. Pero no estábamos para pelear, sino para ser rescatados, así que hacia las once de la mañana, después de cuatro horas de angustias, llegaron Blanca, dos de sus primos, incluido Álvaro, y un sobrino, quienes entre solidarios y divertidos escucharon nuestra historia y terminaron explicando muchas de las cosas que habían sucedido.

La fábrica estaba ubicada en un sector industrial de Jersey City ahora caído en desgracia. El hombre maduro de la esquina era en realidad italiano y además de ser el vecino más intolerante del sector era homosexual, así que el muchacho que vimos salir no era su hijo, sino su amante. Los vecinos de enfrente estaban recién mudados, de modo que no tenían por qué saber nada. La vieja del lado llevaba varios años viviendo allí, leía cartas y realizaba otros oficios esotéricos, pero no hablaba ni una palabra de inglés. El libanés había sido un gran amigo de González, de muchos años, hasta que el once de septiembre, después del atentado, salió a cantar y a bailar, feliz por lo que acababa de suceder, de manera que ahora eran enemigos a muerte. Finalmente, el hombre del edificio con facha de asesino del bronx era un antiguo empleado de Álvaro, conflictivo y drogadicto, del que había tenido que deshacerse hacía unos meses.

¿El acto de generosidad del libanés había sido su manera de enmendar el despropósito del once de septiembre y una señal de paz para Álvaro? Yo quiero creer que sí, que así haya sido, y que los dos hombres hayan vuelto a su antigua amistad. Lo cierto es que si hubiera sido tan legítimo su odio hacia Álvaro y lo que representaba, si hubiera sido un terrorista en potencia como lo insinuó el otro primo de Blanca no habría hecho nada por resolver nuestro incidente.





Jersey City, 2003
Bogotá., 2004

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