Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

11/08/2006

Santiago de Compostela o la viveza católica

Algunos de mis sueños más recurrentes tienen que ver con sobrevuelos por regiones desconocidas que sin embargo me resultan familiares. Caseríos medievales, poblados de gente sencilla y trabajadora, volcados sobre ensenadas de mares traidores o a la ribera de vigorosos ríos, como desperdigados por alguna mano poderosa y arbitraria. Si no fuera porque mis creencias me lo impiden, habría aceptado ya que en alguna vida anterior viví en esos lugares.

Mis indagaciones me han llevado a confirmar que las imágenes que sueño corresponden a esa región noroeste del litoral gallego llamada a costa da morte, nombre que produce escalofríos, pero que en realidad proviene de la antigua creencia de que ese lugar era el finis terrae, el fin del mundo, la puerta del más allá, lugar del ocaso, donde el sol se hunde inexorablemente en el mar. Pero también se dice que el nombre atañe al hecho de que a lo largo de la costa se exhiben cruces que recuerdan las víctimas de los múltiples y frecuentes naufragios que se producen en esa ribera desmedidamente recortada, albergue de tormentas y tempestades invernales que las leyendas y mitos han inmortalizado.

El primer “contacto real” con la imágenes de esos sueños lo tuve cuando por pura casualidad vi en la televisión por cable un programa sobre Galicia, realizado precisamente en el formato de sobrevuelo. No pude evitar entonces un profundo sentimiento de arraigo cuando las imágenes mostraron a los oleiros de Buño en plena acción creando sus bellas piezas de alfarería. ¡Quizá yo mismo fui uno de ellos!, pensé en ese momento.

Cómo no respirar el aire salino de Malpica de Bergantiños, cómo no estremecerse con el humor agrio que exudan sus marineros agolpados en el puerto, cómo no errar por entre las callejuelas que cuelgan sobre las rocas, cómo no disfrutar de las vistas del mar desde la parte alta de la zona vieja. ¿Acaso no viví por esos lares? Cómo no admirar el santuario de San Adrián do Mar, si las imágenes de sus romerías se llenaban de un significado secreto, cómo no sentirlo mío si la mirada larga que llega desde sus ventanas hasta las Islas Sisargas se me quedaba extasiada para darle paso a los pulsos de mi corazón. Cómo no confirmar con la sola mención que Beo, Cores y Nemeño son lugares conocidos y transitados. Tal vez viví allí, tal vez me hice matar por una mujer en alguno de ellos, tal vez fue en uno de esos puertos que embarqué para siempre en algún buque fantasma, quién sabe. Cómo no detenerse a orar en la iglesia románica de Mens, donde quizá fui monje superior en tiempos medievales. Cómo no atreverse a subir de nuevo al Monte Branco y disfrutar desde la cima el espléndido encuentro del río Anllóns con el mar que resuena como un bello apareamiento erótico. Cómo no impresionarse con los acantilados de O Roncudo que esconden entre sus quiebres a tanto muerto y a tanto náufrago que todavía cree estar vivo. Cómo no sentir en toda su dimensión ancestral la excitación del origen que causa la vista del Dolmen de Dombate. Cómo no caer en la tentación de pasar unas horas en las bellas y tranquilas playas de Cabana, si sus arenas parecen infinitas.

A medida que avanzaba el documental, me internaba en sus imágenes y me conmovía con la afinidad y la añoranza que me causaba su repaso. Aparecían sobre la pantalla, pero era como si lo hicieran en mi habitación, las dunas de la laguna de Traba que recuerdan que el agua no muere sino que viene y va, va y viene como van y vienen los hilares que mueven las mágicas manos de las palilleiras de Carmiña, cuyos encajes seducen a los hombres. Cómo no adentrarse en el Castillo de Vimianzo, recorrer sus laberintos y enfrentar alguna aventura romántica. Cómo no detenerse en Corcubión a probar los mariscos y el magnífico pescado. Tal vez esas grandes manos mías, y que no sirven para nada en una universidad, hayan sido hechas a golpe de herencias genéticas para la pesca fuerte, para el trabajo duro. Cómo no visitar el Castelo do Cardeal y admirar el Pazo de los Condes de Altamira. Cómo no, finalmente, llegar para quedarse en Fisterra, cómo no volver a sorprenderse con la imagen del sol poniéndose sobre las aguas del Atlántico, cómo no volver a fascinarse con los rocoos acantilados que allí, como en ningún otro sitio, luchan impetuosamente con las aguas del océano. Cómo no ir al castillo de San Carlos y luego parar, para morir, en las playas de Mar de Fora, Langosteira o Estorde,

Y entonces vino la ocasión de un segundo contacto, este más real: la posibilidad de visitar la costa de la muerte, aprovechando un viaje que por motivos de trabajo debía hacer a Madrid.

Dicho y hecho: lo soñado entre tinieblas, lo visto en una mala televisión, se desplegaba ahora ante mis ojos, a medida que avanzaba por las carreteras, caminos y playas que, tras haberme unido a una excursión turística, podía ahora apreciar en su esplendor, y bajo un sol que sus habitantes calificaban de extraño para la época, pero que para mi era como un regalo maravilloso, pues los velos que mis sueños tendían y los efectos del tubo catódico sobre la visión del documental se habían desecho gracias a la luz extraordinaria de ese sol impertinente.


Mi viaje culminó con la visita a Santiago de Compostella, ciudad bella, llena de callecitas laberínticas que conducen irremediablemente a la catedral. Cumplía así y talvez en el orden histórico correcto, con el ritual católico, tras haber hecho el ritual pagano.

La visita a Santiago me dio la certeza de que la región de Galicia había sido una especie de zona de experimentación católica en la que se ensayaron (y se ensañaron) las estrategias medievales de cristianización de lo pagano. Menciono aquí al menos tres ejemplos. El primero tiene que ver con lo que hoy todavía se llama la peregrinación religiosa y la peregrinación profana.




Hay mucha gente de la que hace el Camino de Santiago que después de llegar a la Catedral y de saludar al Santo sigue hasta Finisterra, el sitio que antes del cristianismo era el que merecía la peregrinación de los europeos. Hasta allí llegaba la gente porque se creía que era el fin de la tierra, y esa sensación se percibe hoy todavía. Al menos a mí me causó mayor emoción llegar al fin del mundo que conocer la supuesta tumba de un santo que uno no sabe si en realidad murió por esos lares. Está claro que la intención lograda fue la de darle un sentido cristiano a esas adoraciones paganas, asunto que en su momento tuvo toda la legitimidad, fue en realidad una manera de ordenar los sentimientos, de configurar una especie de identidad, la identidad europea.



Aunque hoy, cuando hasta la misma noción de identidad está en crisis, cuando las grandes ideologías se derrumban, me pregunto ¿para qué sostener la caña? En todo caso me resultó totalmente anacrónico.

Un segundo ejemplo de eso que he llamado la sagacidad católica es el siguiente: en Galicia ha existido siempre mucha espiritualidad cuya fuente es esa cercanía con el fin del mundo que comenté antes. Una de las cosas que los Gallegos desarrollaron dentro de su folklore fue la imagen de la ánimas en pena, o almas que no van directamente al cielo o al infierno, sino que se quedan vagando en la tierra. Era la manera de soportar la desaparición de los cuerpos que se tragaba el mar, debido a los naufragios, a las salidas fallidas a alta mar y todo eso. Hay pues una tercera posibilidad que la iglesia acoge y cristianiza, reconvierte esa idea típica en la idea del purgatorio, lugar de transición entre el cielo y el infierno.

Y fueron, ni más ni menos, los doctores de la iglesia cristiana medieval, los encargados de desarrollar la estrategia discursiva del número tres. Ya no sólo era cielo e infierno, sino también un tercero: el purgatorio. Ya no sólo era el primer advenimiento de Cristo, humilde y difícil, frente al segundo: glorioso y apoteósico, sino un tercero: el advenimiento personal, la apertura de cada quien a la presencia “cotidiana” de Cristo. Esa necesidad tan típicamente cristiana de reconvertir todo lo pagano, de cambiarle el sentido, llevó al descubrimiento de una estrategia discursiva y retórica que definitivamente disparó el pensamiento occidental. Después ya todo es extensión de de esa lógica, no dos, sino tres, no sólo padre e hijo, sino espíritu santo, etc.

El otro caso gallego es el del botafumeiro, esa bella palabra que usan los gallegos para indicar el dispensador de incienso en las iglesias: el aparato que bota fumo, humo, el botador de humo, botafumeiro. Una de las cosas que quería ver en la Catedral era el botafumeiro porque supe de él en uno de los primeros artículos que hablaban de la ciencia del caos o de las catástrofes. Resulta que el botafumeiro es como un gran péndulo cuyo movimiento debe regirse entonces por la ley de oscilación de Foucault, pero han ocurrido accidentes en la Catedral de Santiago de Compostela documentados que indican que no siempre se cumplió la ley de oscilación pendular. Eso llevó a varios científicos a examinar las catástrofes del botafumeiro y a constituir toda una física particular llamada la física del botafumeiro.


Y tuve la fortuna de verlo en funcionamiento, pues no en todas las misas lo ponen a marchar. No puedo negar que es toda una maravilla ver ese gran péndulo oscilando y botando humo, la gente se emociona, y cuando termina su oscilación, cuando ha dejado de moverse sobre nuestras cabezas, se habla de lo que significa ese humo invadiendo el gran recinto de la catedral y subiendo hacia la cúpula, se habla del humo como símbolo de nuestro agradecimiento a Dios y se lo designa como imagen de nuestra comunicación con Él y todo eso. Pues bien, resulta que el botafumeiro se lo inventaron los curas de Santiago para mitigar los olores nauseabundos de los miles de peregrinos que llegaban después de semanas de caminata sin baño y atestaban la Catedral. El botafumeiro es un gran dispensador de humos aromáticos, humos que también son de desprecio y de repugnancia. Y una manera de hacer que esa estrategia tan mundana, incluso tan vergonzosa, tan pagana, tuviera aceptación era llenándola de ese significado espiritual que hoy todavía se expresa en las misas de la Catedral. Una viveza, una más de las vivezas cristianas.

Pero Galicia, estoy seguro, sigue siendo sobre todo tierra de paganos, gente con una espiritualidad que vas más allá de los ritos católicos, que conserva y explora sus mitos, sus leyendas, sus alternativas culturale; tierra indómita, pero tranquila...


Santiago de Compostela, Costa da Morte, 2004
Bogotá, 2006

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