Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

24/08/2006

Managua o el sentimiento latinoamericano

Fue uno de esos encuentros ambiguos, destinado en principio a la reunión en grado de igualdad (¡submit!), de representantes de universidades gringas y de universidades latinoamericanas. Pero el encuentro se convirtió rápidamente en un acto de pleitesía latinoamericana para con los visitantes del norte. Primero, porque a pesar de la muy eficiente traducción simultánea con la que contó el evento, el idioma cotidiano fue el inglés. ¿Por qué los visitantes, por pura cortesía, no se prepararon para hablar en español? ¿Por qué asumimos tan naturalmente que debíamos hablar, incluso entre nosotros, en el idioma del imperio? ¿Por qué en un país como Nicaragua, con una historia tan tormentosa, generada precisamente por la sistemática intromisión yanqui, se dispuso todo para hacer sentir bien a los prepotentes huéspedes?

La segunda señal ocurrió muy pronto. Después de un breve saludo de bienvenida, la actividad primera fue un tour por la ciudad de Managua. Eso, definitivamente, le dio el tono a la reunión: turismo para los gringos, quienes, de otro lado, llegaron acompañados de sus mujeres y vestidos con el atuendo típico de quien cree que Latinoamérica es un infierno a donde sólo se puede ir de pantalones cortos, pantuflas y camisa de colores.


Pues bien, salimos del hotel Hilton donde estábamos hospedados, ubicado en la pomposa aunque pequeña zona rosa de Managua, hacia el centro histórico, pasando por la catedral nueva, el mirador Tocapa, el malecón


y llegando finalmente a la zona donde tres edificios se destacan: la catedral vieja, el palacio presidencial y el palacio de cultura, antigua sede del parlamento, famosa, porque ahí tuvo lugar el incidente del comandante cero, Edén Pastora en 1978;


y terminamos el paseo en el mirador del Lago de Managua, a la sombra del monumento a Sandino.


Los dos días siguientes fueron de alguna manera más “académicos”, sin embargo, siempre hubo lugar para la fiesta, como la cena en la feria de Masaya, un pueblito a una hora escasa de Managua y donde tuvimos, comida típica, artesanías y espectáculo folklórico, muy bello y todo, pero muy para ellos y muy poco para nosotros.



El segundo día estuvo marcado por dos acontecimientos que convirtieron mi malestar creciente en el retorno a una vieja conciencia, a un viejo sabor: el de la solidaridad latinoamericana, cúmulo de sensaciones que no había vuelto a experimentar desde mis épocas de universitario. El primero de esos acontecimientos ocurrió en el seno mismo del congreso, cuando uno de los actos marginales: la presentación de un grupo de trabajo comunitario, se transformó en una auténtica conmoción.


En efecto, un grupo de jóvenes campesinos, curiosamente liderados por un viejo jesuita gringo que tenía más pinta de hippie que de cura, expuso su trabajo. Los tres miembros del grupo, Solidaridad de Arenal, al principio tímidamente y luego, alentados por la cara de sorpresa del auditorio, con mayor seguridad, nos mostraron su hermosa labor, orientada a recuperar la memoria colectiva, a atender a sus mujeres y jóvenes, a procurar la salud de sus gentes, a respetar el medio ambiente, a fomentar expresiones tradicionales como la cuentería y donde los universitarios que se han formado en la capital o en el exterior, regresan a ayudar a su comunidad y donde el cooperativismo es una verdadera estrategia de apoyo mutuo.

A medida que veíamos las imágenes que daban testimonio de su organización, de la determinante participación de las mujeres, del acompañamiento a los jóvenes, de la forma en que rescatan sus raíces culturales; a medida que nos adentrábamos en ese mundo con sus ferias campesinas, con sus actos culturales, con su bella solidaridad, con su apuesta por la historia propia; a medida que el discurso de las muchachas y muchachos que teníamos al frente con su semblante indígena, con su acento indígena, con su visión indígena, iba subiendo de tono, a medida que comprendíamos el valor de los héroes, de Sandino, claro, pero también de Carlos Fonseca, del Padre Romero, de Bolívar, nosotros y digo nosotros, los latinoamericanos y también los gringos, sentíamos todos que sí hay alternativas, que sí hay esperanza, que sí hay posibilidades.


Y entonces sucedió algo insólito, los gringuitos empezaron a expresar un sentimiento ya no de sorpresa, como de culpa, de contrición. Curioso, pero del todo inocuo, pues la gente de Arenal no cuenta ni con ese sentimiento, ni con ayudas más concretas; han aprendido muy bien la lección histórica, lección que, en contraste, no percibí para nada asumida entre los anfitriones: profesores, directivos y estudiantes de la clase alta nicaragüense.

El segundo acontecimiento ocurrió en la noche de ese mismo segundo día. Fernando Escobar, Méxicano, representante del Iteso, con quien había trabado ya amistad a pesar de nunca habernos cruzado en el camino, me invitó a una presentación suya en la casa de los Mejía Godoy. Fernando, tal y como reza en su semblanza, es un cantautor tapatío que ha incursionado por diversos géneros “en busca del disfrute, el aprendizaje y un poco de comunicación”. Sus primeros años artísticos los dedicó a la interpretación de la trova clásica, explorando la poesía y la composición, luego experimentó con el Rock (con el grupo Prólogo), con algo de música para teatro, con la coral clásica (Coro Providencia), y con el progresivo, en donde probó esa sabrosa mezcla con la trova que supuso la experiencia con el grupo Cristal Líquido.

En su trabajo como solista retoma algunos de esos temas y propuestas, pero exhibe con claridad un proyecto propio, muy personal, como son las canciones que presenta en su producción “En este viaje” (2004) que tuve el honor de recibir de sus propias manos

Ha compartido escenario y grabaciones con artistas como: Pancho Madrigal, Paco Padilla, José Fors, Fernando Delgadillo, Alejandro Fillo, Amaury Pérez, Yahir Durán, Jaramar, David Fillo, Andrés Huerta, Eduardo Ulloa, Gonzalo Ceja, Alberto Escobar, Mauricio Díaz “El Hueso”, y Gabino Palomares, quien en su producción “Historia Cotidiana” (2000), le grabó el tema “Cantamos”.


Y allí, de pronto estábamos en la Casa de los hermanos Mejía Godoy, un lugar mágico, donde se respira un ambiente festivo y de libertad realmente especial. Carlos, el mayor de los hermanos (famoso por su Son tus Perjumenes Mujer, María de los Guardias y Nicaragua, Nicaraguita entre otras muchas canciones que ya antes había escuchado, pero sin mucha conciencia), fue hasta nuestra mesa, saludó efusivamente a Fernando y nos lo robó por media hora, media hora en la que el mexicano nos asombró con su poesía.

Fernando es un magnífico representante de los cantautores latinoamericanos, que son seres que le apuestan a la revolución cultural y mental antes que a la social socialista. Precisamente un poema suyo, presente en “Este viaje”, es como su manifiesto:

Ya sé que pasan los años

Ya sé que pasan los años
Y aunque resulte extraño
Voy tras los mismos sueños
Muero en el mismo empeño
De hacer las cosas a mi manera.

Y no es que tenga madera de profeta,
Ni es por llegar a la meta
Primero que los demás
Tal vez no supe, ni sé
Como hacer trampa al destino

Este timón es un sino,
Roto como mis manos
Roto, y no sé por qué

Ya sé que pasan los años
Y te resultan extraños
Mis jeans y mi pelo largo
Y sin embargo, no es nada
Cuando de ideas se trata,
“eso está bueno”, me dices,
“cuando teníamos veinte
¡Mira tus cicatrices!
No es para gente decente

Cantautor que conserva la esperanza y la irradia con esa fuerza arrolladora que sentimos sus invitados esa noche, cuando tomó su guitarra y nos recordó por qué canta, por qué sigue cantando:

Cantamos

Preguntas los motivos de este canto
Que se alza entre lamentos, entre llanto.
Son muchas las mentiras que has bebido
Son tantas las esperas sin sentido

El viento ya no sabe a hierba fresca
Chapala ya no tiene buena pesca,
En las calles se ha enseñado la tristeza
Andando entre la prisa y la violencia

Preguntas, y no te faltan razones
Si al cabo de los años nada cambia
Y sigue, sin haber explicaciones, reinando el odio sobre las razones
Y entonces… ¿Por qué cantamos?

Cantamos porque huele a primavera
Si bien no es que se anuncie nueva era
Nos trae algunas flores de esperanza
Y tiene otro color, otra fragancia

Cantamos porque el canto es esperanza
Y envuelto en la canción mi pueblo avanza
Quien canta por la vida y por la muerte
No aprenderá a callar ante amenazas

Cantamos porque el niño pese a todo
Sabe mirar al centro de la tierra
No ignoro los cañones de la guerra
Mas no hemos de vencerla a su manera.

Hombre romántico que le canta al amor, al desamor, a la muerte y a la vida, sobre todo a la vida:

Es tan difícil

Es tan difícil no estar junto a ti
Más si te acercas no sé qué decir,
En tu mirada viaja un no sé qué de abril
Tantos recuerdos, tanto porvenir

Como quisiera darte una canción
Que te dijera más que una razón
Viento en las alas, ojos en el corazón
Mirada firme, sin miedo a la ilusión

Sé que te han dicho que el amor termina mal,
-siempre al final-
Y el beso pierde su caudal
Que nada valen tantos años de intentar
“una vez más”
que al fin de cuentas es “normal”
que lo que empieza debe terminar

Pero sobre todo, poeta, Fernando es un poeta y de largo vuelo, o si no, este botón:

De viaje

Junto al ocaso de tus ojos
hace frío
-nada lo quita-

en el viaje de tu risa
sólo el silencio

frío y silencio
(hay un invierno creciendo)

Hombre de viajes, de convicciones, de fuerza y de ternura grande, de una ternura que seduce y que confronta a la vez:

Yo no nací en el mar

Yo no nací en el mar
Pero conozco su abrazo poderoso
Su soledad impostergable
Su vida y su muerte, mi muerte
En el vaivén interminable de sus olas
En su inquietante arrullo de sol… y caracolas
Yo no nací acaso junto al mar
Pero en mis playas anidó también una gaviota
Junto a mis remos juguetean sus peces
Bajo mi cuerpo el agua, bajo mi noche un verso,
Que se repite como tu, con la nostalgia
De soles bebidos por tu boca
De ojos extasiados de horizontes
De soledades y abrazos de risas y llantos
Versos y cantos, de lunas de besos de esperanzas


Ya no sé si fue por efecto del delicioso Flor de caña - once años, que nos bebimos aquella noche o por la energía maravillosa que circulaba en ese lugar, lo cierto es que estábamos embriagados, pero no de licor, sino de amor, de amistad y de solidaridad. En la mesa estábamos un colombiano, varios mexicanos, un venezolano, una salvadoreña, un guatemalteco, varios nicaragüenses y… una gringa que se tiró todo, porque nos tocaba hablarle en inglés, porque se desinhibió vulgarmente y porque terminó mostrando el cobre al invitar a Fernando, no a dar una conferencia, sino a cantar en su universidad gringa; claro los que hablan son ellos, los bufones somos nosotros.



Y luego, la apoteosis: el canto de Carlos Mejía Godoy. Nada mejor para una justa semblanza del cantautor que estas palabras tomadas de su biografía en Internet:

Uno de los compositores e intérpretes más importantes del canto nicaragüense. En los años 60 irrumpió con su "Alforja Campesina", interpretada por Los Madrigales, en toda esa década escribe numerosas canciones que aún no decide interpretar públicamente. Su inserción en el movimiento estudiantil de la Universidad, marca una etapa decisiva, como cronista – cantor de la dramática vida de nuestro pueblo. Así lo vemos aparecer sólo con su acordeón, cantando las primeras tonadas musicales sociales: "desde Siuna con Amor", "Muchacha del F.S.L.N.", "La Tumba del Guerrillero". En esta época es importante destacar su acercamiento a "Los Bisturices Armónicos" con quienes recopila y divulga viejas canciones campesinas.

“Yo no sé cuánto debe la Revolución – reconocía Sergio Ramírez en 1982- a las canciones de Carlos Mejía Godoy, que lograron organizar un sentimiento colectivo del pueblo, extrayendo sus temas y sus acordes de lo más hondo de nuestras raíces y preparando ese sentimiento para la lucha".

Y, realmente, Mejía Godoy – como trovador moderno – contribuyó en forma decisiva gestar esa lucha y su victoria el 19 de julio de 1979”. En los 70, su canto fue arrollador, identificándose con las esperanzas e ilusiones de las mayorías, creando o retratando personajes populares ("Terencio Acahualinca", "Panchito Escombros", "Clodomiro el ñajo", "María de los guardias", siendo esta pieza acaso la de mayor dimensión nacional porque era compartida y disfrutada también).

...Pero también sonaron allí, La Tula Cuecho, Clodomiro el Ñajo, El Almendro deonde la Tere, Quincho Barrilete, Flor de Pino, Palomita Guasiruca, Hacienda de don Merlo, Comadre tengame al niño y El Pocoyito, o al menos eso creo, eso deseo ,que haya pasado...

El último día del congreso fue muy pesado: conclusiones, discursos y sobre todo: guayabo, no por el licor, sino por la certeza de que habíamos sido poseídos por unos instantes nada más, de que la magia se había acabado, de que volver a vivir lo de aquélla noche sería ya un imposible.

Pero quedo agradecido. Con Fernando en primer lugar, por su amistad, su apertura y su canto; con Carlos Mejía Godoy en segundo, por la potencia de su voz, por el poder de su energía vital, por la capacidad de llevarnos a nuestra raíces; y, finalmente, con los amigos que estuvieron allí, compartiendo ese pedacito de felicidad




Managua
Marzo de 2006
Bogotá. 2006

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11/08/2006

El ascenso a la pirámide

La primera vez que tuve la convicción de que moriría una tarde, solitario y lejos de casa fue en México. Había ido a un congreso en el deefe por una semana y el día posterior al de mi ponencia decidí ir de tour a las pirámides de Teotihuacan.

Estuve todo el día fuera, bajo un sol despiadado, recorriendo con desconocidos el camino prefabricado para los turistas. Ya en las ruinas de la ciudad azteca, me sorprendió gratamente el poder de mis pulmones y de mi sangre todavía joven cuando superé, camino a la cima de la pirámide del sol, a un grupo de adolescentes con descarada y fastidiosa pinta de gringos bien que debieron hacer un par de largas estaciones antes de coronar. La vida en Bogotá, una ciudad ubicada a 2600 metros de altura, según me lo han repetido desde chiquito, me había dado esa virtud de la que sólo ahora me hacía consciente. En la cúspide, cumplí cuidadosamente el ritual de recarga energética que me había recomendado un colega antropólogo y disfruté por varios minutos de la espectacular vista que me sugería, con una atracción increíble y misteriosa, todo el poder de la historia albergada en esa calle ahora deshecha: la calle de los muertos.

Regresé al atardecer y ya en el metro tuve un aviso de lo que vendría: un ataque inaudito de claustrofobia que me obligó a bajar varias estaciones antes de mi parada y a caminar por unas calles deterioradas y apestosas a maíz cocido.


Apenas si comí algo y me acosté temprano sin esperar al dueño del apartamento donde me hospedaba, el amigo de un amigo que me había recibido en su casa y que de ese modo me había permitido un ahorro oportuno. Al día siguiente, volví a la sede del congreso, pero el dolor de cabeza que se me había instalado subrepticiamente durante la noche, y que me había estropeado el desayuno, no me dejó ya en ningún momento. Tras el almuerzo, la situación empeoró, así que resolví ir a casa.

Por supuesto no había nadie cuando llegué. Me recosté y me quedé dormido unos minutos. Me desperté con una nostalgia tan profunda que me estremeció hasta las lágrimas. Jamás me había sucedido, ni tras la muerte de mi hermano, ni durante las vivencias de largos años en el extranjero, cuando estuve más expuesto a la separación. Fue como si una potencia extraña se hubiera tomado mis afectos durante el breve sueño y me hubiera sorbido hasta la última gota de esperanza, de esa esperanza que había construido y reconstruido con temple y no sin afugias por años. Una sensación insoportable que me hizo levantarme todavía un poco mareado y decaído. Miré por la ventana del cuarto hacia la calle y entonces sobrevino: una especie de indolencia del mundo que me excluía de su lógica y de sus movimientos.

Afuera, un gato maullaba con la extraña sonoridad del llanto de un niño y los niños llegaban de la escuela, vistosos y tranquilos, y las nanas empezaban a prepararse para salir. Afuera, un sol todavía radiante teñía de miel las fachadas de los edificios, los autos seguían recorridos misteriosos y la gente parecía hacer su oficio con entusiasmo. Desde afuera, el rumor de alguna radio llegaba con la insistencia de una alegría ajena y yo contemplaba todo eso como desde un mirador situado a muchos metros de altura, sin que nadie se diera cuenta, sin que a nadie le importara, como si todo estuviera cumplido y ya no fuera una pieza necesaria del engranaje.

Me alejé de un salto de la ventana y salí del apartamento como si alguna presencia espantosa me hubiera expulsado. Vagué durante horas por las calles de un México que ahora parecía extraño, misterioso y acosador.

Me interné en uno de los túneles del metro y sin pensarlo me subí con una premura inexplicable al tren que estacionaba en ese momento y del que desconocía su origen y su destino.


Sentado en uno de los asientos vacíos, vi entonces el reflejo de mi rostro en el vidrio de una de las puertas de salida que estaba enfrente. La depresión galopaba en mi pecho y pronto se convirtió en necesidad de acabar, de suicidarme, de no darle más oportunidad a la vida, de morir. Llevé mis manos al rostro intentando contener el ansia y lo mantuve encajonado por varios minutos. Sólo escuchaba el ruido del tren sobre los rieles, ni una voz, ni una presencia que viniera en mi ayuda.

Cuando solté las manos, miré de nuevo el vidrio de la puerta de enfrente, pero ya no vi mi reflejo en ella. Horrorizado, sentí como si un pedazo de tiempo se hubiera refundido, como si algo realmente valioso hubiera sucedido mientras tuve agarrada mi cabeza entre mis manos, algo que ya no conocería en mi vida.


Después de varias horas, sin saber muy bien cómo, llegué al apartamento y me envolví en las cobijas a la espera de un amanecer que, como nunca, deseé con todas mis fuerzas que llegara. Pero así como un músculo o un hueso se lesiona de por vida tras algún accidente, así mi ánimo quedó lisiado: basta que me encuentre sólo, recostado en la cama a eso de las dos o tres de la tarde para que toda es barahúnda de sentimientos que alguna vez me perturbó de manera tan inaudita me atropelle con la fuerza de un sunami.

Tal vez fue sólo el efecto de una insolación leve, tal vez cometí alguna imprudencia ante los dioses aztecas, tal vez estaba enfermo, no sé cómo explicar lo que me sucedió, lo único cierto es que fui premiado (¿o castigado?) con la oportunidad de anticipar el tipo de sentimientos que llegarán alguna vez a mi lecho de muerte.


México 1997
Bogotá 2004 - 2006

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Santiago de Compostela o la viveza católica

Algunos de mis sueños más recurrentes tienen que ver con sobrevuelos por regiones desconocidas que sin embargo me resultan familiares. Caseríos medievales, poblados de gente sencilla y trabajadora, volcados sobre ensenadas de mares traidores o a la ribera de vigorosos ríos, como desperdigados por alguna mano poderosa y arbitraria. Si no fuera porque mis creencias me lo impiden, habría aceptado ya que en alguna vida anterior viví en esos lugares.

Mis indagaciones me han llevado a confirmar que las imágenes que sueño corresponden a esa región noroeste del litoral gallego llamada a costa da morte, nombre que produce escalofríos, pero que en realidad proviene de la antigua creencia de que ese lugar era el finis terrae, el fin del mundo, la puerta del más allá, lugar del ocaso, donde el sol se hunde inexorablemente en el mar. Pero también se dice que el nombre atañe al hecho de que a lo largo de la costa se exhiben cruces que recuerdan las víctimas de los múltiples y frecuentes naufragios que se producen en esa ribera desmedidamente recortada, albergue de tormentas y tempestades invernales que las leyendas y mitos han inmortalizado.

El primer “contacto real” con la imágenes de esos sueños lo tuve cuando por pura casualidad vi en la televisión por cable un programa sobre Galicia, realizado precisamente en el formato de sobrevuelo. No pude evitar entonces un profundo sentimiento de arraigo cuando las imágenes mostraron a los oleiros de Buño en plena acción creando sus bellas piezas de alfarería. ¡Quizá yo mismo fui uno de ellos!, pensé en ese momento.

Cómo no respirar el aire salino de Malpica de Bergantiños, cómo no estremecerse con el humor agrio que exudan sus marineros agolpados en el puerto, cómo no errar por entre las callejuelas que cuelgan sobre las rocas, cómo no disfrutar de las vistas del mar desde la parte alta de la zona vieja. ¿Acaso no viví por esos lares? Cómo no admirar el santuario de San Adrián do Mar, si las imágenes de sus romerías se llenaban de un significado secreto, cómo no sentirlo mío si la mirada larga que llega desde sus ventanas hasta las Islas Sisargas se me quedaba extasiada para darle paso a los pulsos de mi corazón. Cómo no confirmar con la sola mención que Beo, Cores y Nemeño son lugares conocidos y transitados. Tal vez viví allí, tal vez me hice matar por una mujer en alguno de ellos, tal vez fue en uno de esos puertos que embarqué para siempre en algún buque fantasma, quién sabe. Cómo no detenerse a orar en la iglesia románica de Mens, donde quizá fui monje superior en tiempos medievales. Cómo no atreverse a subir de nuevo al Monte Branco y disfrutar desde la cima el espléndido encuentro del río Anllóns con el mar que resuena como un bello apareamiento erótico. Cómo no impresionarse con los acantilados de O Roncudo que esconden entre sus quiebres a tanto muerto y a tanto náufrago que todavía cree estar vivo. Cómo no sentir en toda su dimensión ancestral la excitación del origen que causa la vista del Dolmen de Dombate. Cómo no caer en la tentación de pasar unas horas en las bellas y tranquilas playas de Cabana, si sus arenas parecen infinitas.

A medida que avanzaba el documental, me internaba en sus imágenes y me conmovía con la afinidad y la añoranza que me causaba su repaso. Aparecían sobre la pantalla, pero era como si lo hicieran en mi habitación, las dunas de la laguna de Traba que recuerdan que el agua no muere sino que viene y va, va y viene como van y vienen los hilares que mueven las mágicas manos de las palilleiras de Carmiña, cuyos encajes seducen a los hombres. Cómo no adentrarse en el Castillo de Vimianzo, recorrer sus laberintos y enfrentar alguna aventura romántica. Cómo no detenerse en Corcubión a probar los mariscos y el magnífico pescado. Tal vez esas grandes manos mías, y que no sirven para nada en una universidad, hayan sido hechas a golpe de herencias genéticas para la pesca fuerte, para el trabajo duro. Cómo no visitar el Castelo do Cardeal y admirar el Pazo de los Condes de Altamira. Cómo no, finalmente, llegar para quedarse en Fisterra, cómo no volver a sorprenderse con la imagen del sol poniéndose sobre las aguas del Atlántico, cómo no volver a fascinarse con los rocoos acantilados que allí, como en ningún otro sitio, luchan impetuosamente con las aguas del océano. Cómo no ir al castillo de San Carlos y luego parar, para morir, en las playas de Mar de Fora, Langosteira o Estorde,

Y entonces vino la ocasión de un segundo contacto, este más real: la posibilidad de visitar la costa de la muerte, aprovechando un viaje que por motivos de trabajo debía hacer a Madrid.

Dicho y hecho: lo soñado entre tinieblas, lo visto en una mala televisión, se desplegaba ahora ante mis ojos, a medida que avanzaba por las carreteras, caminos y playas que, tras haberme unido a una excursión turística, podía ahora apreciar en su esplendor, y bajo un sol que sus habitantes calificaban de extraño para la época, pero que para mi era como un regalo maravilloso, pues los velos que mis sueños tendían y los efectos del tubo catódico sobre la visión del documental se habían desecho gracias a la luz extraordinaria de ese sol impertinente.


Mi viaje culminó con la visita a Santiago de Compostella, ciudad bella, llena de callecitas laberínticas que conducen irremediablemente a la catedral. Cumplía así y talvez en el orden histórico correcto, con el ritual católico, tras haber hecho el ritual pagano.

La visita a Santiago me dio la certeza de que la región de Galicia había sido una especie de zona de experimentación católica en la que se ensayaron (y se ensañaron) las estrategias medievales de cristianización de lo pagano. Menciono aquí al menos tres ejemplos. El primero tiene que ver con lo que hoy todavía se llama la peregrinación religiosa y la peregrinación profana.




Hay mucha gente de la que hace el Camino de Santiago que después de llegar a la Catedral y de saludar al Santo sigue hasta Finisterra, el sitio que antes del cristianismo era el que merecía la peregrinación de los europeos. Hasta allí llegaba la gente porque se creía que era el fin de la tierra, y esa sensación se percibe hoy todavía. Al menos a mí me causó mayor emoción llegar al fin del mundo que conocer la supuesta tumba de un santo que uno no sabe si en realidad murió por esos lares. Está claro que la intención lograda fue la de darle un sentido cristiano a esas adoraciones paganas, asunto que en su momento tuvo toda la legitimidad, fue en realidad una manera de ordenar los sentimientos, de configurar una especie de identidad, la identidad europea.



Aunque hoy, cuando hasta la misma noción de identidad está en crisis, cuando las grandes ideologías se derrumban, me pregunto ¿para qué sostener la caña? En todo caso me resultó totalmente anacrónico.

Un segundo ejemplo de eso que he llamado la sagacidad católica es el siguiente: en Galicia ha existido siempre mucha espiritualidad cuya fuente es esa cercanía con el fin del mundo que comenté antes. Una de las cosas que los Gallegos desarrollaron dentro de su folklore fue la imagen de la ánimas en pena, o almas que no van directamente al cielo o al infierno, sino que se quedan vagando en la tierra. Era la manera de soportar la desaparición de los cuerpos que se tragaba el mar, debido a los naufragios, a las salidas fallidas a alta mar y todo eso. Hay pues una tercera posibilidad que la iglesia acoge y cristianiza, reconvierte esa idea típica en la idea del purgatorio, lugar de transición entre el cielo y el infierno.

Y fueron, ni más ni menos, los doctores de la iglesia cristiana medieval, los encargados de desarrollar la estrategia discursiva del número tres. Ya no sólo era cielo e infierno, sino también un tercero: el purgatorio. Ya no sólo era el primer advenimiento de Cristo, humilde y difícil, frente al segundo: glorioso y apoteósico, sino un tercero: el advenimiento personal, la apertura de cada quien a la presencia “cotidiana” de Cristo. Esa necesidad tan típicamente cristiana de reconvertir todo lo pagano, de cambiarle el sentido, llevó al descubrimiento de una estrategia discursiva y retórica que definitivamente disparó el pensamiento occidental. Después ya todo es extensión de de esa lógica, no dos, sino tres, no sólo padre e hijo, sino espíritu santo, etc.

El otro caso gallego es el del botafumeiro, esa bella palabra que usan los gallegos para indicar el dispensador de incienso en las iglesias: el aparato que bota fumo, humo, el botador de humo, botafumeiro. Una de las cosas que quería ver en la Catedral era el botafumeiro porque supe de él en uno de los primeros artículos que hablaban de la ciencia del caos o de las catástrofes. Resulta que el botafumeiro es como un gran péndulo cuyo movimiento debe regirse entonces por la ley de oscilación de Foucault, pero han ocurrido accidentes en la Catedral de Santiago de Compostela documentados que indican que no siempre se cumplió la ley de oscilación pendular. Eso llevó a varios científicos a examinar las catástrofes del botafumeiro y a constituir toda una física particular llamada la física del botafumeiro.


Y tuve la fortuna de verlo en funcionamiento, pues no en todas las misas lo ponen a marchar. No puedo negar que es toda una maravilla ver ese gran péndulo oscilando y botando humo, la gente se emociona, y cuando termina su oscilación, cuando ha dejado de moverse sobre nuestras cabezas, se habla de lo que significa ese humo invadiendo el gran recinto de la catedral y subiendo hacia la cúpula, se habla del humo como símbolo de nuestro agradecimiento a Dios y se lo designa como imagen de nuestra comunicación con Él y todo eso. Pues bien, resulta que el botafumeiro se lo inventaron los curas de Santiago para mitigar los olores nauseabundos de los miles de peregrinos que llegaban después de semanas de caminata sin baño y atestaban la Catedral. El botafumeiro es un gran dispensador de humos aromáticos, humos que también son de desprecio y de repugnancia. Y una manera de hacer que esa estrategia tan mundana, incluso tan vergonzosa, tan pagana, tuviera aceptación era llenándola de ese significado espiritual que hoy todavía se expresa en las misas de la Catedral. Una viveza, una más de las vivezas cristianas.

Pero Galicia, estoy seguro, sigue siendo sobre todo tierra de paganos, gente con una espiritualidad que vas más allá de los ritos católicos, que conserva y explora sus mitos, sus leyendas, sus alternativas culturale; tierra indómita, pero tranquila...


Santiago de Compostela, Costa da Morte, 2004
Bogotá, 2006

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