Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

11/08/2006

El ascenso a la pirámide

La primera vez que tuve la convicción de que moriría una tarde, solitario y lejos de casa fue en México. Había ido a un congreso en el deefe por una semana y el día posterior al de mi ponencia decidí ir de tour a las pirámides de Teotihuacan.

Estuve todo el día fuera, bajo un sol despiadado, recorriendo con desconocidos el camino prefabricado para los turistas. Ya en las ruinas de la ciudad azteca, me sorprendió gratamente el poder de mis pulmones y de mi sangre todavía joven cuando superé, camino a la cima de la pirámide del sol, a un grupo de adolescentes con descarada y fastidiosa pinta de gringos bien que debieron hacer un par de largas estaciones antes de coronar. La vida en Bogotá, una ciudad ubicada a 2600 metros de altura, según me lo han repetido desde chiquito, me había dado esa virtud de la que sólo ahora me hacía consciente. En la cúspide, cumplí cuidadosamente el ritual de recarga energética que me había recomendado un colega antropólogo y disfruté por varios minutos de la espectacular vista que me sugería, con una atracción increíble y misteriosa, todo el poder de la historia albergada en esa calle ahora deshecha: la calle de los muertos.

Regresé al atardecer y ya en el metro tuve un aviso de lo que vendría: un ataque inaudito de claustrofobia que me obligó a bajar varias estaciones antes de mi parada y a caminar por unas calles deterioradas y apestosas a maíz cocido.


Apenas si comí algo y me acosté temprano sin esperar al dueño del apartamento donde me hospedaba, el amigo de un amigo que me había recibido en su casa y que de ese modo me había permitido un ahorro oportuno. Al día siguiente, volví a la sede del congreso, pero el dolor de cabeza que se me había instalado subrepticiamente durante la noche, y que me había estropeado el desayuno, no me dejó ya en ningún momento. Tras el almuerzo, la situación empeoró, así que resolví ir a casa.

Por supuesto no había nadie cuando llegué. Me recosté y me quedé dormido unos minutos. Me desperté con una nostalgia tan profunda que me estremeció hasta las lágrimas. Jamás me había sucedido, ni tras la muerte de mi hermano, ni durante las vivencias de largos años en el extranjero, cuando estuve más expuesto a la separación. Fue como si una potencia extraña se hubiera tomado mis afectos durante el breve sueño y me hubiera sorbido hasta la última gota de esperanza, de esa esperanza que había construido y reconstruido con temple y no sin afugias por años. Una sensación insoportable que me hizo levantarme todavía un poco mareado y decaído. Miré por la ventana del cuarto hacia la calle y entonces sobrevino: una especie de indolencia del mundo que me excluía de su lógica y de sus movimientos.

Afuera, un gato maullaba con la extraña sonoridad del llanto de un niño y los niños llegaban de la escuela, vistosos y tranquilos, y las nanas empezaban a prepararse para salir. Afuera, un sol todavía radiante teñía de miel las fachadas de los edificios, los autos seguían recorridos misteriosos y la gente parecía hacer su oficio con entusiasmo. Desde afuera, el rumor de alguna radio llegaba con la insistencia de una alegría ajena y yo contemplaba todo eso como desde un mirador situado a muchos metros de altura, sin que nadie se diera cuenta, sin que a nadie le importara, como si todo estuviera cumplido y ya no fuera una pieza necesaria del engranaje.

Me alejé de un salto de la ventana y salí del apartamento como si alguna presencia espantosa me hubiera expulsado. Vagué durante horas por las calles de un México que ahora parecía extraño, misterioso y acosador.

Me interné en uno de los túneles del metro y sin pensarlo me subí con una premura inexplicable al tren que estacionaba en ese momento y del que desconocía su origen y su destino.


Sentado en uno de los asientos vacíos, vi entonces el reflejo de mi rostro en el vidrio de una de las puertas de salida que estaba enfrente. La depresión galopaba en mi pecho y pronto se convirtió en necesidad de acabar, de suicidarme, de no darle más oportunidad a la vida, de morir. Llevé mis manos al rostro intentando contener el ansia y lo mantuve encajonado por varios minutos. Sólo escuchaba el ruido del tren sobre los rieles, ni una voz, ni una presencia que viniera en mi ayuda.

Cuando solté las manos, miré de nuevo el vidrio de la puerta de enfrente, pero ya no vi mi reflejo en ella. Horrorizado, sentí como si un pedazo de tiempo se hubiera refundido, como si algo realmente valioso hubiera sucedido mientras tuve agarrada mi cabeza entre mis manos, algo que ya no conocería en mi vida.


Después de varias horas, sin saber muy bien cómo, llegué al apartamento y me envolví en las cobijas a la espera de un amanecer que, como nunca, deseé con todas mis fuerzas que llegara. Pero así como un músculo o un hueso se lesiona de por vida tras algún accidente, así mi ánimo quedó lisiado: basta que me encuentre sólo, recostado en la cama a eso de las dos o tres de la tarde para que toda es barahúnda de sentimientos que alguna vez me perturbó de manera tan inaudita me atropelle con la fuerza de un sunami.

Tal vez fue sólo el efecto de una insolación leve, tal vez cometí alguna imprudencia ante los dioses aztecas, tal vez estaba enfermo, no sé cómo explicar lo que me sucedió, lo único cierto es que fui premiado (¿o castigado?) con la oportunidad de anticipar el tipo de sentimientos que llegarán alguna vez a mi lecho de muerte.


México 1997
Bogotá 2004 - 2006

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