Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

25/06/2006

Rayos X o perdimos la dignidad

Incluso llegué al aeropuerto El Dorado con algunos minutos más de las tres horas de anticipación que sugería la línea aérea para sus vuelos internacionales. Había decidido viajar por Iberia por la recomendación de un amigo, viajero frecuente a Europa, quien me aseguró que los vuelos de la aerolínea española solían tener menos inconvenientes que los de la colombiana. Pero parece que su consejo había perdido total vigencia, pues no recuerdo mayor complicación, en mi no poca extensa historia de viajes, que la que tuve en aquel nefasto preámbulo de vuelo.

Lo primero que noté fue que ya se había formado una fila de por lo menos cincuenta personas frente al counter de Iberia y que había varios policías del grupo aeroportuario recorriéndola. No obstante, me tomé unos cinco minutos más antes de hacer la fila para hacer sellar mi equipaje, siguiendo el consejo de otro amigo, quien me había asegurado que maletas selladas no eran revisadas. De nuevo, resultó ser una sugerencia inservible, pues tardíamente noté que eran precisamente las maletas selladas las que estaban haciendo abrir con prioridad. No sé si es que esos consejos los siguen en forma oportunista la gente con malas intenciones o qué, pero parece que pronto se vuelven el objeto de observación de quienes controlan los vuelos de mayor riesgo. En todo caso, la conclusión inicial es que en esto del control al narcotráfico las cosas suelen cambiar de una manera tan impredecible que cualquier previsión resulta siempre inútil.

Después de haber presentado mi pasaporte y de haber pagado mis impuestos de salida, ingresé a otra fila en la que un agente de la policía hacía entrevistas del todo improvisadas a cada uno de los pasajeros. La verdad, yo estaba no sólo tranquilo, sino muy seguro, pues el objeto de mi viaje era la asistencia a un Congreso Internacional y tenía todos mis papeles y soportes en regla. Y más seguro me sentía en la medida en que podía escuchar las preguntas y las respuestas de mis antecesores, algunos de ellos con pinta de todo menos de turistas o de hombres de negocios. Algunas historias incluso me sonaban forzadas. ¿Quién se comía el cuento de que la mujer de un amigo requería asistencia de no sé qué tipo y que era esa la razón para viajar? ¿Qué era eso de que el motivo del viaje era la compra de instrumento musical cuya existencia o costo eran imposibles en Colombia? En mi mente empecé a anticipar las preguntas y mis posibles respuestas. A unos pasos, mi padre y mi mujer, quienes habían ido a acompañarme, me hacían gestos de solidaridad y de resignación, gestos que a decir verdad me lucieron un poco exagerados.

El policía que hacía el interrogatorio era un tipo alto y delgado de no más de treinta años y aunque parecía seguro y hasta prepotente resultó ser, a todas luces, un inculto de talla mayor. Lo primero que se le ocurrió al examinar mi pasaje fue preguntarme por qué viajaba a Madrid y luego a Santiago de Chile para volver a Madrid, cuestión que nunca imaginé que fuera posible interpretar de mi tiquete de avión. Mi respuesta estuvo acompañada de una ruidosa aunque inevitable carcajada, resultado de mi inspirada comprensión de la ignorancia geográfica de quien estaba encargado dizque de indagar las razones de viajes internacionales. Pero esa risa espontánea fue el principio de mi perdición. Al intentar explicarle que viajaba a Santiago de Compostella y no a Santiago de Chile y que ese Santiago era español, el policía simplemente evadió mis aclaraciones y comenzó a preguntarme sobre mi trabajo y mis razones de viaje. Ante la contundencia de mis respuestas, todas ellas perfectamente documentadas, el policía se dedicó a examinar mi pasaporte, atiborrado ya de visas y registros de viajes a la misma España, a México e incluso a los Estados Unidos, ante lo cual hizo otro par de torpes preguntas que yo contesté con toda claridad. Al final preguntó por mi equipaje y, claro, hizo que lo abriera a pesar de haber sido sellado previamente. Yo, cada vez más desafiante, abrí la maleta y le mostré uno a uno los enceres y piezas de mi equipaje para demostrarle que simplemente llevaba lo necesario para un viaje corto. La escena era seguida con atención y diría que hasta con morbosidad por mis vecinos de fila, quienes, al igual que mi padre y mi mujer, sabían en qué terminaría toda aquello.

– Pase a chequearse y vuelva conmigo, ¿entiende? –me ordenó el policía en un tono provocador cuyo alcance no supe evaluar.

El checking fue ágil y sin inconvenientes, así que unos minutos más tarde me presenté donde el famoso interrogador, quien primero me hizo esperar unos quince minutos en una actitud despectiva y luego me comunicó su exagerada decisión:

– Lo voy a llevar a la máquina de rayos x

Y enseguida se lanzó con una seudocientífica descripción de lo que eran e implicaban los rayos x, descripción que corté abruptamente al comunicarle que yo era ingeniero nuclear y que por lo tanto no necesitaba de su tosca explicación y que lo que requería era dirigirme lo más pronto a la sala de rayos x, pues corría el riesgo de perder el vuelo. Le planteé finalmente una serie de preguntas que no pudo responderme y que lo arrinconaron hasta la mansedumbre:

– ¿Cuánta cocaína cree que puedo llevar en la barriga, mil, dos mil dólares? Pues esa cantidad apenas cubriría el sueldo mío de un mes ¿Cree que yo arriesgaría mi posición por esa cantidad? Piense un poquito, está exagerando y a lo mejor está desgastando su energía en un caso que no tiene nada de riesgoso y en cambio se le podría estar escapando del control gente que tiene mejor perfil, ¿no cree?

Tal vez para evitar el escándalo, tal vez vencido, el policía me llevó a un lado y me confesó en su jerga:

– Con usted completo mi cuota de rayos x para este vuelo que nos han identificado como un vuelo cargado. Si no marco al menos diez pasajeros, después me pueden chantar la culpa a mí, entiéndame
– Pero cómo quiere que lo entienda, hombre –le reproché­–, no ve que ha afectado mi dignidad y mi honor. ¿No sabe lo que eso significa, no sólo para mí, sino para la gente de bien que es la que se supone que ustedes cuidan? La injusticia, ni más ni menos que una injusticia. Además, si lo que importa es el cupo y no el criterio con que se asigna, háganlo al azar y eviten a la gente la farsa de la entrevista

El policía sólo sonrió sin mirarme y con un ademán seco le ordenó a un agente que llegaba en ese momento, que me condujera a la sala de rayos x. El agente intentó tomarme del brazo, pero yo ya estaba completamente irascible y no me dejé tocar. Pasamos por migración y le advertí al hombre del DAS que esperaba volver para despedirme de mi familia y que se fijara muy bien en mí, pues no tenía pensado volver a hacer la fila.

En la sala estaban ya los otros pasajeros “marcados”, pero el examen por fortuna duró poco tiempo, de modo que antes de haber transcurrido quince minutos ya estaba yo de nuevo en los corredores del aeropuerto, fuera de las salas de abordaje, despidiéndome de mi padre y de mi mujer, quienes supieron calmarme. Tuve tiempo suficiente para tomarme un buen café y lo habría tenido incluso para tragarme las sesenta bolsas de cocaína que suelen cargar la mulas, si esa hubiera sido mi tarea. ¿Para qué entonces tanta alharaca y control? Siempre hay manera de burlar las medidas, siempre hay manera de coronar y más cuando quienes están encargados del control son gente a la que no han preparado adecuadamente.

Volví a las salas de abordaje y luego volé a España, donde afortunadamente no sólo no hubo más complicaciones, sino donde disfruté uno de mis viajes más y mejor recordados

Poco tiempo después conocí de labios de un colega un matiz aún más escandaloso de la famosa marcación de pasajeros en el aeropuerto. A este colega le sucedió lo mismo que a mí, sufrió la misma indignación, pero ese día se había averiado la máquina de rayos x de la terminal y por esa razón llevaron en una taxi bann a los diez pasajeros marcados de su vuelo (incluido él) hasta un centro médico en Fontibón (la población más cercana al aeropuerto) para practicarles el examen. Y no sólo eso, ellos tuvieron que pagar de su propio bolsillo tanto el costo del examen, como el del transporte. La alternativa: perder el vuelo. Aquella vez, un pasajero, más exactamente una joven mujer que parecía “normal” (uso la expresión del colega), resultó “positiva” y no abordó el avión. Habían dado con una de las cargas anunciadas para el vuelo.




Bogotá, 2004
Bogotá, 2004 - 005

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19/06/2006

Salón Apodaca

Ese sábado, ante mi nocivo estado de aburrimiento, Winston, mi anfitrión en Madrid, decidió invitarme al preestreno de una obra de teatro que dirigía un amigo suyo. Nos citamos frente a la estación Cuatro Caminos a las ocho de la noche, para tomar juntos desde allí el metro hacia Tirso de Molina. A pocas cuadras, por una paralela a Huertas, uno de los tantos teatros de la zona anunciaba efectivamente el lanzamiento. Aunque había dejado de llover, empezó a hacer frío, así que resolvimos entrar a la antesala, donde la típica galería de fotos de la obra de teatro brindaba una estupenda anticipación de lo que veríamos un poco más tarde. Comencé a recorrer el salón en círculo, en busca de detalles por los distintos retratos, mientras mi amigo, ansioso, caminaba por el pasillo, primero hacia la calle y luego de regreso.

Pronto hubo tal gentío que el lugar se tornó sofocante. En medio del tumulto y del bullicio que se fue formando, mientras yo seguía mirando folletos y promociones de la rica vida cultural madrileña, vi con alarma cómo Winston saludaba a sus amigos con dos besos, uno en cada mejilla, a medida que iban llegando. Cuando me tocó el turno, y como suele sucederme cuando no estoy seguro de las costumbres, simplemente saludé como sé hacerlo en casa, es decir, evitando lo de los besos; besos que habría estampado con gusto a cualquier muchacha, pero que, según mi entender, “no tenía por qué” darlos a los cuatro varones que ahora me presentaba Winston.

Aunque olvidé su nombre, recuerdo que la obra estuvo buenísima: una serie de historias encadenadas que terminaban cerrando un círculo de conflictos y develando relaciones insospechadas entre los personajes. Recuerdo también que ya en la sala empecé a incomodarme con las actitudes decididamente afeminadas de esos otros personajes: mis nuevos conocidos. Víctor, quien se sentó al lado de Winston, justo a mi derecha, empezó a cuchichear no sé qué cosas al oído de mi anfitrión, quien se reía con un desparpajo poco varonil y totalmente extraño para mí. El tema de conversación entre ellos se desvió muy pronto de los comentarios acerca de la performance de los actores y se dirigió hacia los detalles más recientes sobre reallities y novelones de la TV. De modo que mi malestar crecía en la medida en que no lograba concentrarme en la obra. Pero el ambiente a mi izquierda no era mejor. Carlos y Luis se habían tomado de la mano y Luis posaba su cabeza tiernamente sobre el hombro de su novio, mientras él le acariciaba el mentón y le pedía atención a la producción teatral. El cuarto hombre estaba una fila adelante y de vez en cuando volteaba su cabeza hacia atrás, para comprobar lo que hacían sus amigos, dejando una estela de olores dulzones como efecto de sus repentinos y teatrales movimientos.

Hacia las once, hambrientos, salimos a la calle. Carlos, quien resultó ser un comerciante colombiano, propuso ir al recientemente inaugurado restaurante de comida árabe rápida. El camino sirvió para conocer algo más de los amigos de Winston. Así me enteré de que Víctor era azafato de Iberia, que tenía mi edad y que su novio lo había dejado hacía poco, de modo que estaba en pleno duelo, lo que explicaba su excitación y su verborrea. Carlos y Luis eran pareja desde hacía un par de años y esperaban contraer matrimonio muy pronto y pasar la luna de miel en Cartagena de Indias, por supuesto. El otro, a quien prefiero llamar el otro, pues no recuerdo su nombre, fue bastante parco conmigo. Estaba más preocupado por ondear su largo cabello, por lucir sus zapatos de moda y por saber qué haríamos después de cenar que por mostrarse amable con el sudaca.

Se plantearon varias opciones. Winston insinuó ir a Malasaña, donde se celebraba no sé qué despedida. Carlos y Luis propusieron ir a “El Tabaco”, un bar en Gran Vía a donde suele ir con frecuencia (fue el argumento) Almodóvar. Pero la insistencia casi chillona de El otro produjo sus resultados y terminamos todos enfilados hacia la calle Apodaca donde tendría lugar la inauguración de un Salón de Belleza.

Es innecesario apuntar que yo en todo aquello no era más que un invitado de piedra, y que tenía serías intenciones de volver al apartamento, pero la amabilidad y la compasión de mi anfitrión me dieron fuerzas para mantenerme al lado del grupo e incluso para intentar integrarme. Supe por boca de Wisnton de la “ele” que se forma sobre el mapa del centro de Madrid cuando sigue uno el recorrido de la marcha madrileña. Una ele que comienza en Moncloa y culmina precisamente en Huertas.
Moncloa abarca la zona que va desde la Plaza de España hasta llegar casi a la Ciudad Universitaria. Es un sector elegido por muchos estudiantes para vivir por su cercanía a la Ciudad Universitaria y por eso allí se concentra la marcha que podríamos llamar juvenil o más exactamente universitaria. Hacia el este se encuentra Malasaña, una de las zonas clásicas para salir por la noche. La gente que va por esta área se autodenomina 'malasañera' y por lo general está entre los 17 y los 25 años, pero hay para todos los gustos. Las calles del barrio convergen en la Plaza del Dos de Mayo, donde el ambiente de los bares es animado y da albergue a una variedad de estilos que va desde los puristas del rock hasta las últimas modas. Adyacente a Malasaña se encuentra el barrio de Chueca, uno de los más genuinos y cosmopolitas de la zona. Durante los años ochenta fue el sitio de mayor actividad de la 'movida', pero en los últimos años se ha vuelto una de las zonas gay más concurridas, convirtiendo a Chueca en uno de los sitios más excitantes de la noche madrileña. Dicen que es el Soho madrileño y allí se encuentra precisamente la calle Apodaca. Para qué hablar de Gran Vía, el sector al sur de Chueca que le empieza a dar forma de ele a la marcha. Más bien hablar de Huertas a donde se llega desde Gran Vía atravesando Sol. Es un barrio antiguo y tradicional donde existen numerosos comercios y sobre todo establecimientos para ir de tapas, cervecerías, restaurantes y bares. La zona esta situada entre el Paseo del Prado y la calle Atocha. La plaza de Santa Ana se destaca dentro del conjunto como un espléndido lugar de reunión. Por lo general los bares de la zona son pequeños, pero muy animados y abundan los locales tradicionales. Es la zona Yuppy por excelencia.
Fascinado todavía por el devenir guía turístico de mi anfitrión no me di cuenta de que habíamos llegado a Apodaca. El Otro empezó a brincar ante la inminencia del arribo y yo me puse realmente nervioso. Allí es, allí es, gritaba y los demás lo seguíamos entre divertidos y curiosos. Salón Apodaca, rezaba el aviso en tubos de neón sobrepuesto sobre el gran ventanal que daba a la calle y desde donde, efectivamente, se podía advertir la tremenda fiesta que había adentro. Saludos escandalosos se esparcieron cuando el dueño del lugar, quien se veía excitado y muy contento, abrió la puerta. Winston, Carlos, Luis, El otro, todos, estallaron en risas, ademanes, aspavientos y cumplidos, en un espectáculo totalmente asombroso del que apenas pude separarme un poco, pues cuando iba a dar el paso hacia atrás, Jonatan, el dueño, un hombre rubio de acento extranjero, alto y de muy buna estampa, me agarró de los hombros, dijo algunas palabras que no entendí muy bien y acercó su rostro al mío.
No tuve más opción, lo juro, que darle un beso en la áspera mejilla izquierda a Johnatan y en seguida el otro en la oscura mejilla derecha antes de entrar al Salón, arrollado por esa marea de contorsiones y exóticos modales que continuó con más frenesí adentro. Jonatan literalmente brincaba de un lugar a otro, ofreciendo vino, panecillos e invitando a todo el mundo a acomodarse, repartiendo besos en mejillas y bocas, mientras yo entraba en pánico. Por más que lo intenté, mis piernas y mis brazos se mantenían paralizados. Sólo mis ojos tenían algo de movimiento, así que, arrinconado, esperé infructuosamente la recuperación de la calma, hasta que Winston, quien unos minutos después apareció milagrosamente y se percató de mi estado, se apiadó y prometió salir en unos minutos.

Al otro día, durante el paseo que Winston y yo dimos por El Rastro, donde Carlos tiene un par de almacenes de antigüedades, mi anfitrión no hizo más que reír y burlarse de lo que me había sucedido en la noche anterior y yo tuve que admitir que mi metrosexualidad no tenía nada de envidiable, que seguía siendo el mismo machista de siempre. Cuando entramos al almacén de Carlos, Luis salió a saludarnos. Con toda naturalidad, lo juro, mi primer impulso fue estampar los dos besos de rigor a Luis, quien los recibió sin alharaca. No sé por qué, pero esta vez no tuve la sensación de aspereza. Tal vez, y finalmente, algo había aprendido.



Madrid, 2003
Bogotá, 2004 - 2005

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12/06/2006

Doctores y orines

Salgo de la estación Moncloa e ingreso al Parque Oeste con la sensación de que es la última vez que lo hago. Por eso disfruto cada paso, cada aroma, cada imagen. Hace algo de frío, pero no llueve. Veo a los jóvenes madrileños con su caminar apurado y su desparpajo y siento de pronto una gran ternura. El deseo de retener en mi memoria estos instantes impone por momentos una especie de visión en cámara lenta. Hay en todo caso una suerte de cruce de ritmos que se acrecienta a medida que avanzo por los senderos del Parque: el mío, determinado por la ansiedad del momento, y el de los demás, indiferente a mis sentimientos, definido por la rutina del día a día.

A mi derecha el Palacio Presidencial de la Moncloa, con su imponencia y su misterio. A mi izquierda, la avenida del Arco del Triunfo. Triunfo de quién, me pregunto, conciente de mi ignorancia, pero emocionado por una especie de contacto intuitivo y solidario con el flujo de la agitada historia española. Al fondo, la Avenida Séneca que conduce a Senda del Rey, la calle por la que debo caminar para llegar a la sala donde ha de estar todo preparado para defender mi Tesis de doctorado. Y hacia el norte, la ciudad universitaria con sus grandes edificios y su bulla juvenil. Autobuses rojos y autobuses verdes transitan por las avenidas, mientras la gente apura el paso a la hora de cruzar la calle o espera paciente y disciplinada la señal para hacerlo.

También los árboles mezclan el rojo y el verde. Es el comienzo de un invierno que será moderado. Al otro lado de la avenida se encuentran los llamados Colegios Mayores, especie de centros universitarios en otras épocas, hoy residencias estudiantiles. Cada uno corresponde al nombre de un país suramericano. Miro con cierta curiosidad y simpatía el Colegio Mayor de Colombia. Al frente de la puerta, el busto de Miguel Antonio Caro, personaje prohispánico de finales del siglo XIX, muy querido en estos ambientes, pero ya con poco significado para los colombianos de hoy. Los andenes están repletos de hojas secas que hago crujir con un placer inesperado. A mi espalda oigo que para un autobús. Juego a adivinar si es un vehículo municipal o si recoge pasajeros para fuera de la ciudad. Lo veo pasar hacia la avenida Valladolid. La aparición de varios edificios semejantes entre sí anuncia mi destino final: la Facultad de Filología. Cruzo primero por el recinto de la Biblioteca en plena remodelación, y entro luego al lobby del edificio que he visitado tantas veces. El ascensor me lleva hasta el sexto piso.

En la sala 612 está todo listo: el proyector con el cual espero ayudarme en la exposición de mi Tesis, la mesa desde la que haré la “defensa”, y la del Tribunal, amplia y larga, pero decorada con una austeridad impactante, con sus 5 sillas altas; todo dispuesto estratégicamente al fondo de la sala. Mi Director está ya en una de las sillas dispuestas para el público y para sorpresa mía me presenta a alguien que asistirá al evento.

La verdad, estoy tranquilo. Sé que el trabajo realizado es bueno y que mi viaje desde Bogotá, culminación de un proceso de más cinco años, no será en vano. Con esa seguridad comienzo la exposición, después de haber escuchado de labios del Presidente del Tribunal la secuencia del procedimiento y la presentación de los otros miembros, entre los cuales distingo a uno que ha sido por varios meses un corresponsal abierto y cordial. Me han dado veinte minutos y creo haberlos aprovechado bien. Al terminar, miro furtivamente a mi director y percibo su gesto de aprobación.

Entonces comienzan las intervenciones de cada uno de los miembros del Jurado. Empieza el conocido mío. Escucho sus amables adulaciones con orgullo, pero en seguida viene una serie de críticas al trabajo que le lleva media hora argumentar. Yo anoto en mi libreta cada cosa e imagino los contra argumentos, un poco sorprendido de la capacidad que ha tendido el profesor para ver cosas donde en realidad no las hay. Con la intervención del segundo jurado, quien sigue el mismo esquema: adulación corta, exposición larga de críticas, visualización de detalles inesperados, a veces, arbitrarios, mi estado de ánimo pasa de la sorpresa a la inquietud y con ello sumo ya cinco emociones. Pero no serán las últimas. El tercer jurado con saña maligna y oratoria anacrónica me hace sentir rabia, y el cuarto con sus puntos de vista sesgados, humillación. Pero será el quinto jurado quien, al lanzarse en emboscada franca, tras rebuscar algo que decir, hace estallar mi alma en mil sobresaltos que por poco se traducen en la expresión de improperios.

Durante las cuatro horas que ha durado el asunto, he bebido unas dos jarras de agua y garrapateado unas diez hojas, de modo que el anuncio altanero que hace el presidente del tribunal de los escasos diez minutos que tengo para responder a las inquietudes de los jurados, me hunde en el terror. Logro sobreponerme y vuelvo a la calma. Recojo rápidamente todo en tres bloques de preguntas a las que respondo con sorpresiva eficacia y miro al director, quien vuelve a hacerme el mismo gesto de antes, sólo que esta vez me confunde. El presidente le permite la palabra al director, y él me apoya decididamente, aunque que ya no sé si por los méritos de mi trabajo o por pura compasión. Entonces se nos pide que abandonemos la sala para la deliberación final del Tribunal.

Afuera, a manera de consuelo, la testigo que ha presenciado con paciencia todo el debate, me cuenta la experiencia de una amiga suya en una situación académica similar: las oposiciones, o exposiciones que se hacen con motivo del otorgamiento de una cátedra titular en la universidad. En este caso hay también un tribunal, pero son dos los expositores: los finalistas de un largo y tortuoso proceso de selección de profesores que aspiran al cargo. Y estos expositores tienen que oponerse, es decir, demostrar cara a cara la superioridad de cada uno, en una especie de arena intelectual sangrienta en la que los miembros del tribunal hacen el papel de azuzadores o banderilleros. Pues bien, el cuento de la testigo es que su amiga no fue capaz de soportar la presión y cayó en el llanto abierto y en la justificación personal, creando una atmósfera absolutamente patética. La verdad, la anécdota no es que me tranquilice mucho. A esa hora llego incluso a creer que seré reprobado. Con toda la cortesía de la que soy posible, me retiro hacia los servicios, pues la ingestión de tanto líquido presiona mi vejiga insoportablemente.

Entro al baño, haciendo memoria de la secuencia de mis emociones: tranquilidad, seguridad, orgullo, sorpresa, inquietud, rabia, humillación, sobresalto, indignación, terror, calma, confusión, intranquilidad. Todo sin contar la melancolía, la ternura y la nostalgia de mi paseo previo al arribo a la sala del tribunal. Mientras satisfago mis necesidades fisiológicas veo como cada uno de los miembros del tribunal llega al baño a hacer lo mismo que yo hago y recuerdo entonces la manera como también se fueron vaciando las jarras de agua dispuestas en la mesa de los jurados. Me demoro a propósito para no encontrármelos en el pasillo que separa el baño de la sala.

Unos minutos más tarde, se nos pide el acceso a la sala. Es la hora de la sentencia. Después de un corto preámbulo, el presidente anuncia que el jurado ha decidido otorgar la calificación más alta a mi trabajo: el suma cum laude. Se añaden ahora la perplejidad y el agradecimiento a la saga de emociones del día. Todos me dan la “bienvenida al club” y me llaman entonces “Doctor”. Entiendo así dos cosas: 1) que más que una defensa intelectual, la defensa de tesis ha sido una defensa emocional y 2) que el encuentro en el baño no ha sido más que una anticipación de lo que se estuvo fraguando en la sala del tribunal: la confirmación de que todos, aún antes de la sentencia, somos iguales. Seres humanos con las mismas condiciones fisiológicas, pero también con las mismas aspiraciones. Ser doctor es, por eso, ser igual a otros doctores; curiosidades de la cultura humana que necesita superponer condiciones sobre condiciones para dejar en claro al final que somos humanos demasiado humanos.

Afuera, el paisaje no ha cambiado. Recorro las conocidas calles de regreso hacia Moncloa, pero esta vez lo hago con celeridad y ya sin ninguna emoción. En mi mente no tengo otro propósito que llegar a mi aposento para refugiarme allí hasta el otro día.




Madrid, Pamplona, noviembre de 2002
Bogotá, 2004

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5/06/2006

Sucedió en Monterrey

Apenas tuve tiempo de preparar el viaje, pues la invitación llegó tarde a la universidad. Se nos convocaba a participar en la reunión de un Proyecto Alfa sobre e learning, tema del que soy experto, de modo que se me pidió que actuara como delegado de la institución. En realidad y a pesar de la dificultades que implicaba la improvisación a la que me veía sometido, acepté gustoso viajar al lugar que para algunos es el pionero de la educación virtual en Latinoamérica: el pomposo Instituto Tecnológico de Monterrey.

Una de las recomendaciones que hacían los organizadores del evento era hospedarse en las residencias universitarias, de modo que las reuniones pudieran tener las menores dificultades y se facilitaran los encuentros tanto académicos como sociales del grupo. Parecía una buena opción, así que inscribí mi nombre como huésped de las residencias de la universidad.

Después de media hora de recorrido desde el aeropuerto, y tras la típica exposiciónción de los valores turísticos de la ciudad que me brindara el amable taxista [1], arribé al impresionante campus del ITEM con su arquitectura posmoderna y sus amplias instalaciones. El edificio donde se encontraban las residencias tenía una estampa muy sugerente, pero adentro parecía una especie de hotel modesto y funcional. Me presenté a la recepción y después del consabido registro me entregaron la llave 112 que indicaba el número de la habitación que se me asignada. El hombre del mostrador me hizo dos advertencias: una, que era muy posible que tuviera que compartir la habitación, pues había una alta demanda de hospedaje y la otra, que no podía transitar por el sector de las residencias femeninas, las cuales estaban en el mismo edificio, pero en el ala opuesta. Compartir la habitación, división geo-genérica… no me sonaba bien el asunto. Pero cuando llegué a la habitación y me di cuenta que era más que modesta, pequeña e incómoda, con una televisón que no funcionaba, dos camas angostas, una sola cómoda, con restricciones para llamadas telefónicas y un baño estrechísimo, no lo dudé: me mudaría enseguida. Hice una llamada a otro de los hoteles recomendados y por fortuna encontré cupo. Salí a la recepción, le expliqué al hombre del mostrador mi decisión y diez minutos después disfrutaba de una suite en un hotel cercano, de muy buena categoría y con todos los servicios: telefonía, Internet, cable, gimnasio, spá, piscina, desayuno americano, el paraíso. ¡Qué bien!

Al otro día comenzaron las reuniones del seminario que se prolongarían por cinco días, reuniones intensas que no darían tregua, pero muy interesantes y provechosas, sin duda. Todo estaba muy bien organizado: un salón con todas las facilidades y una mesa grande dispuesta en redondo, con los sitios marcados para cada uno. A la izquierda de mi puesto estaba asignado el lugar pata un profesor chileno que sólo llegaría hacia mediados del evento para acompañarnos dos días, y a mi derecha se encontraba una profesora italiana a la que todos llamaban “Marinita”, de unos cincuenta años, pequeña y delgadita y de una sonrisa tierna, con la que apenas cruzaríamos algunas palabras protocolarias. El puesto adyacente al de la italiana, se nos anunció, estaría vacío, pues su ocupante había cancelado a última hora su participación.

En la noche del primer día me crucé en el hotel con dos personas del grupo que también me reconocieron y así comencé las primeras relaciones amistosas con mis colegas. Nos reunimos en la cafetería del hotel y pronto se nos unieron otros dos compañeros del seminario. Al poco tiempo nos dimos cuenta que todos teníamos un tema en común: la misma apreciación sobre las residencias del Monterrey. Todos habíamos sufrido la misma decepción y al parecer habíamos tomado la misma decisión, lo cual surtió el efecto de una especie de hermandad que sirvió para mantenernos unidos durante el tiempo que duró el encuentro.

Al segundo día noté que mi vecina de puesto, la italiana no podía mantenerse quieta en su silla a pesar de que a mí me parecía que habían dispuesto asientos muy cómodos para todos. Esos movimientos constantes, hacia atrás, hacia delante, hacia la izquierda, hacia la derecha, me distraían mucho, pero no me atreví nunca a expresarle mi molestia, sobre todo porque siempre que buscaba la ocasión ella me devolvía ese rostro de “yo no fui” que lograba inhibirme.

La cafetería del hotel se convirtió las siguientes noches en lugar de reunión no sólo de quienes nos habíamos hospedado allí, sino de otros que por diversas razones no se habían atrevido a trasladarse de las ya famosas residencias del Monterrey. Así nos enteramos de una historia que pasará a los anales del anecdotario del grupo.

Carlos, profesor peruano, llegó un par de horas antes que yo al ITEM y se instaló en una habitación no muy lejana de la que me dieron a mí: la 118. Como aún era temprano y su televisión tampoco funcionaba, decidió salir a reconocer otros lugares del campus, actividad que le tomó unas dos horas, lo que quiere decir que a la hora en que yo le explicaba al hombre del mostrador mi decisión de no tomar la habitación, Carlos seguramente entraba a su habitación para encontrarse con una escena inverosímil. Contó Carlos que al abrir la puerta escuchó ruidos adentro. Primero pensó que aseaban la habitación, pero entonces reconoció el sonido de una ducha que alguien cerraba, de modo que abrió la segunda puerta del recinto, la que daba a la habitación misma y fue recibido por una nube caliente de vapor que inundaba completamente la habitación y que le impedía ver con claridad lo que adentro ocurría. De pronto una visión extraordinaria: alguien, un hombre alto, se cruzaba desnudo frente a sus ojos y se dirigía hacia la zona de las camas. El ruido de la ducha y el estado de la habitación impidieron que el intruso se percatara de la aparición de Carlos, de modo que cuando él, discreto, carraspeó a modo de señal de presencia, el hombre, un joven alto, guapo y bien formado, gritó como una niña asustada. Sin nada a la mano para cubrir su desnudez, el joven sólo atinó a llevarse las manos a los genitales y a mirar con horror al que él consideraba el intruso. Carlos comprendió lo que había sucedido mientras caminaba por el campus:

– Parece que nos asignaron la misma habitación
– Señor, que vergüenza –respondió el joven–, no sabía que…
– No, si yo tampoco, pero tranquilo, acaba de acomodarte que yo vuelvo más tarde

Efectivamente, tal como lo había predicho el hombre del mostrador, Carlos estaba condenado a compartir la habitación, pero él, estoico de espíritu, se hizo enseguida a la idea y finalmente pasó una noche tranquila, al lado de adonis, su compañero de cuarto. No sucedió así la tarde siguiente, la del segundo día del seminario, pues, justo después de terminada la jornada y con el propósito de descansar un poco antes de cenar, Carlos se dirigió a su habitación para encontrarse con una escena de lo más pintoresca pero así mismo intolerable. De nuevo un ruido extraño al abrir la puerta, de nuevo la prevención al abrir la segunda puerta y luego la visión de un arrume de cajas inundando la habitación, incluida una de donde provenía el raro sonido que le había llamado la atención: un guacal con una gallina adentro. Sorprendido, pero también irritado, Carlos se dirigió donde el hombre del mostrador, quien le ofreció la siguiente explicación: el joven, compañero de cuarto de Carlos, era un muchacho de provincia, al parecer sobreprotegido por sus padres, quienes habían enviado una descomunal encomienda para que su hijo no sufriera privaciones.

Además de las explicaciones, Carlos logró otra cosa: su traslado a otra habitación y la promesa de que no sería compartida.

La anécdota fue conocida, comentada, corregida, aumentada por todos los participantes del seminario, y sirvió para que nos acercáramos con mayor familiaridad, familiaridad que hoy ha servido para no perder el contacto.

Entretanto, me tuve que llevar un secreto de regreso a Bogotá, secreto derivado de la comprobación de que los movimientos de Marinita en su silla no respondían a la incomodidad de los asientos, sino a una estrategia de coqueteo muy singular, estrategia que llegó a su climax el última día, cuando Marinita llegó sorprendentemente vestida con una minifalda sin duda atrevida, pero que dejaba ver un par de piernas sanas, extraordinariamente sanas, que no dudó en exhibirme y mostrarme con descaro, durante todo el día, aprovechando que no había testigos, pues los puestos adyacentes se encontraban convenientemente vacíos.


[1] Exposición que incluyó lugares que después conocería, durante los espacios dedicados por los organizadores del evento a recorrer esa maravillosa ciudad que es Monterrey: "la menos mexicana de todas las ciudades del país azteca". El Marco Museo, con su hernmosa escultura "La paloma", en su entrada; el bellísimo museo de historia mexicana; la llamada Macroplaza, el colonial edificio del Obispado; el extraño paraje de la huasteca, con sus imponentes paredes verticales de más de cien metros; el inevitable cerro de la silla de montar; y el muy barroco, barroquísimo, restarurante del rey del cabrito, promocionado como un recinto regional cien por ciento familiar.

Monterrey, 2004
Bogotá, 2004 - 2005

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