Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

18/04/2006

Odisea con Mishima

Sucedió así:
Acababa de pasar por una crisis emocional muy fuerte cuando, por asuntos de trabajo, tuve que viajar por aire. Ya acomodado en el interior del avión, ajusté mi cinturón de seguridad, saqué el libro que había comprado hacía unos días y me hundí en su lectura. Nada más coincidente con mi estado de ánimo de entonces que esa novela: El pabellón de oro, de Mishima que, en un tono depresivo, narra la historia personal de Mizogguchi, un muchacho torpe y tartamudo —a causa de un traumatismo psicológico—, afligido por un complejo de inferioridad tan parecido al que yo sufría que en mi alma empezó a resonar esa imagen del joven japonés arrodillado en el monaste¬rio de Rokuonji como si hubiese sido extraída de mi propia memoria.

Tal vez por eso, ni siquiera me percaté del momento en que, ya completo el cupo, el avión decoló y mucho menos del tipo de personas que lo habían abordado. Afuera, la noche parecía haberse adelantado, el tiempo estaba terrible, los avisos de advertencia no se apagaban y el avión se vio sacudido varias veces por los embates de un viento tormentoso que amenazaba constantemente la estabilidad de la aeronave. En el salón, sin embargo, no se escuchaba ni un suspiro. Inmerso en la lectura, yo ni siquiera me inmutaba, y los demás pasajeros, adiestrados en el arte de la inamovilidad, no emitieron ni un sonido, ni una señal de pánico por lo que, en cualquier otra circunstancia, se habría asumido como una situación de real emergencia.

Cuando los truenos se hicieron más frecuentes y la lluvia empezó a rasguñar con furia el fuselaje del avión, yo estaba en medio del Monasterio, acompañando a Tsurukawa y a Mizogguchi en alguna sesión de enseñanza. A esa altura me encontraba absolutamente identificado con el terrible dolor del muchacho, quien ya no podía amar y se sentía molesto por la perversa ironía de su amigo Kashiwagi. Había comenzado ya a manifestar esa paranoia enfermiza que lo llevaría a destruir su ídolo, en una desesperada tentativa por zafarse de su paralizadora influencia, que le impedía ser libre de verdad.

Así, en ese estado, imposible atender el llamado del piloto a permanecer alerta (que tampoco los demás pasajeros parecían considerar). Cualquiera que observase la escena habría creído que en el avión no había pasajeros, sino muñecos, quizás maniquíes, dispuestos para algún simulacro.

Cuando el primer motor se incendió, yo estaba en realidad abismado en medio del templo que ahora había empezado a arder por obra de Mizogguchi, de modo que confundí las llamas que lamían la ventanilla con las danzantes lenguas de fuego que empezaban a consumir el santuario, y el calor y el estremecimiento que empezaron a apoderarse de la nave con el que sintió Mizogguchi tratando de huir, y hasta tosí como el muchacho que ahora se lanzaba en una desatinada carrera...

Sólo entonces, alcé la vista, y vi a mi lado, casi sin sorpresa, a Tsurukawa; miré hacia atrás y reconocí a Kashiwagi y más allá a Mariko y a Yokobutu y al Prior: ¡todos estaban allí! En ese mo-mento me asusté de veras, alcancé a pensar que la lectura me había transportado hasta el lugar de los hechos, y entonces intenté pararme, pero el cinturón me haló de nuevo al asiento. Recobré así la conciencia, aunque sólo por un instante, porque enseguida me desmayé y no pude por eso ser testigo del forzoso aterrizaje que, gracias a la pericia del piloto, se llevó a cabo, allí, en medio de una trocha, cerca de la montaña, a pocos kilómetros del aeropuerto; ni del rescate que se efectuó a los pocos minutos, con el cual pudo ponerse a salvo la misión japonesa que visitaba la zona, y que había abordado, por pura coincidencia, el mismo avión que yo.

Desperté en el hospital, acompañado por mis hijos y por mi mujer, quienes me contaron lo sucedido y también que el único enser que pudieron recuperar de mi equipaje fue el libro de Mishima, del que, aún en mi inconsciencia, no quise desprenderme.


Barrancabermeja, 1995
Bogotá 2000

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14/04/2006

Una Geisha en mi corazón

No lo supe a ciencia cierta, sino hasta que vi la película. Angela había sido para mí, lo que las geishas japonesas para los varones ricos japoneses: un remanso de placer y de armonía. La posibilidad de conversar con ella de asuntos que la mayoría de las mujeres desprecian o no comprenden, como la sensibilidad del escritor, sus proyectos, sus vicisitudes, sus pactos a veces degradantes; la ocasión para jugar al amor, a ese amor sin reclamos ni demandas que la vida me regalaba; el goce de extraer del sexo, de nuestros ejercicios sexuales, sus más recónditos y asombrosos frutos; y también la complicidad en la trasgresión, la burla de las rigideces institucionales y la saña contra los personajes que nos acosaban; todo eso nos henchía de libertad.


Nuestras citas clandestinas nos excitaban, nos llenaban de energía, nos recargaban de amor y de fuerza para seguir jugando después nuestros ridículos y absurdos roles oficiales. No necesitábamos ponernos de acuerdo, no había agendas, ni tampoco horarios, simplemente bastaba una llamada mía y ella me esperaba en su apartamento, al que yo llegaba empapado en ansiedad. Algún detalle inesperado siempre me esperaba: la chimenea ardiendo, una botella de vino adecuadamente aireada, la lectura de algún poema nuevo, su cuerpo totalmente desnudo bajo las cobijas, la noticia que nos hacía reír o la ropa mojada sobre su piel que marcaba sus curvas de esa forma tan infame, y que yo me obstinaba en lamer hasta el dolor.

A medida que fuimos aprendiendo, el preámbulo se hacía más corto y más largo el epílogo. Pero el acto central de nuestros encuentros era el sexo. Mi llegada convertía su alcoba en un recinto de fuego que sólo se apagaba cuando terminábamos de hacer el amor. Sus ropas eran siempre más fáciles que las mías, pero yo logré habilidades muy grandes para el desviste rápido, de modo que la pasión no tuviera tropiezos. Y una vez desnudos, me lanzaba a beber de su sexo fresco, limpio y siempre jugoso. A veces bastaban dos o tres sorbidas de su néctar para que ella estallara en placer, un placer que me excitaba aún más, que me volvía loco de deseo, que me convertía en un acróbata del delirio y la fruición. Pero ella, sabia, me detenía, todavía no, quiero compensarte, tomaba mi pene enardecido, lo besaba con una suavidad que subía como legión de hormigas hasta mi garganta, lo aplacaba por instantes y luego lo atacaba con sus labios, hasta justo el momento anterior a su inminente rendición, y entonces, con una delicadeza que no hacía sino sacar lágrimas de mis ojos, lo introducía con suavidad, con amor, en su estrecha gruta, y allí el encuentro se consumaba, una, dos, tres veces, envueltos ambos en una magia que nos daba poder y felicidad.

Después venía el sosiego, un sosiego que se parecía a la felicidad. Venían las palabras, las de cariño, primero, las de complicidad después. Lo que me había pasado en esos días en que no la había visto, lo que ella me traía de su propia cosecha. Sus poemas, sus pensamientos siempre tan lúcidos, sus comentarios, sus trabajos y los míos; alguna copa, música, velas, el canturreo de la madera a lo lejos, y su cuerpo, su cuerpo volviendo a llenarse de deseo y el mío, el mío, atravesado por los locos anhelos de amarla de nuevo.

Hoy, los recuerdos más vivos, las imágenes más potentes de mi mente, provienen de esa hermosa época en que nos amamos tanto. La del agua que corría sobre nuestros cuerpos en la ducha, destinada dizque a borrar huellas, y que no hacía sino ensuciarnos de más amor, porque inevitablemente nos excitaba y terminábamos por eso allí enjabonándonos con el aceite de la lujuria. La de las acrobacias eróticas que hacían del kama sutra un manual para dummies y de las que quedó una larga secuencia sin ejecutar, lista que el éxito de nuestros encuentros hacía crecer y que incluía el amor en los ascensores, en las grutas, en las oficinas, sobre las mesas, sobre los asientos y butacas; en las poses más incómodas, por delante, sentados, por detrás, en cuclillas, de lado. La de sus senos, pequeños, firmes y temblorosos, respondiendo a mis caricias, mientras mi boca exploraba sus laberintos en busca de ese gesto que confirmaba la llegada explosiva del placer. La de su vientre templado y firme, vientre de mujer que nuca parirá. La de su cuerpo desnudo, de espaldas, cuando se levantaba de la cama y danzaba como una bella prostituta para excitarme malévolamente. La de sus piernas abrazando con fuerza mi cintura cuando hacíamos el amor con apremio contra las paredes

Pero lo que más recuerdo y anhelo es su amor, que era el amor en su mejor expresión: tan lleno de alegría y complicidad, tan falto de reclamos, de proyectos y de compromisos.

El corazón muere en una muerte lenta
Cada esperanza se derrama como las hojas
Hasta que un día no hay nada
Ninguna esperanza
Nada permanece


A principios del siglo diecisiete, el Japón feudal de los shogunes cerró sus puertas al mundo. Sin embargo, no se pudo evitar el crecimiento de pueblos y ciudades y la actividad mercantil.

Los grandes señores despreciaban a los comerciantes, aunque debían recurrir a ellos como prestamistas. Si bien éstos se enriquecían cada vez más, chocaban con una sociedad de reglas muy estrictas: ni siquiera podían usar ropas lujosas para que nadie los confundiera con un señor feudal.


Las únicas libertades que podían tomarse eran las propias de los distritos de cortesanas. Y es lo que hicieron: con las geishas pudieron encauzar la vida social.
En esos barrios florecieron las ochayas, casas de fiestas en las que los comerciantes discutían sus negocios, eran atendidos como señores y se dedicaban a pasarla bien. Los hombres limitaban sus hogares a la vida familiar. Para la esfera laboral y social -y no sólo para el placer- las ochayas eran el verdadero hogar.

¿Qué papel jugaban las geishas? Su nombre deriva de dos ideogramas chinos que significan "arte" y "persona": algo así como "la persona que domina todas las artes". La belleza era secundaria: lo que importaba era la agudeza y fluidez de su conversación. Su preparación demoraba años y no se limitaba a la complicada ceremonia del té: cuando pocos sabían leer y escribir, ellas dominaban Historia, Arte y Matemática, además de canto, baile y guitarra japonesa. Eran también expertas en política y relaciones públicas, pues muchos negocios dependían de su diplomacia y capacidad para resolver situaciones difíciles.

Sin embargo no pasaban de ser esclavas de lujo, compradas y vendidas como un mueble valioso, y eran despreciadas públicamente. Ni siquiera podían poner sus nombres en las tumbas. La vida útil de las geishas era corta, pues rápidamente quedaban calvas por el ungüento con que se peinaban, y el plomo que servía como base para su maquillaje blanco las marcaba para siempre. Su destino por lo general era el asilo o el suicidio: nunca llegaban a independizarse de la okiya, y tampoco les hubiera servido demasiado lograrlo, pues la piel manchada las estigmatizaba para siempre.

Debían dedicar varias horas a vestirse. El maquillaje tenía que cubrir rostro y cuello (también se pintaban la nuca, que era considerada la parte más seductora). Después de colocarse la pasta blanca, pasaban un trozo de madera quemada para ennegrecer las cejas y delineaban los ojos con pintura roja para resaltar los ojos oscuros. De rojo también pintaban las mejillas (con polvo de flores) y los labios.
Untaban el cabello con un ungüento grasoso que le daba brillo y lo mantenía tirante y bien peinado durante una semana. Luego se ponían una serie de kimonos a modo de enaguas y sobre ellos el de geisha. Finalmente, un anciano -el hakoya- les envolvía fuertemente la cintura con una faja -que podía llegar a medir cuatro metros de largo- y daba los últimos toques al atuendo.

Todo realzaba la apariencia de marioneta que mostraban también con sus modales y su manera delicada de hablar. Sus rasgos de esfinge eran producto de un largo aprendizaje: se consideraba de mal gusto la expresión de cualquier sentimiento, tanto de tristeza o nostalgia como de alegría excesiva.



Tenía sus llaves, las de su apartamento y las de su corazón. A veces iba hasta su alcoba sin avisarle. Si estaba allí, esa imprudencia nos enloquecía hasta el paroxismo. Éramos capaces de retar lo más peligroso: ponerme en evidencia. Si ella no estaba, yo me llenaba de una ansiedad insoportable que sólo resolvía escribiendo una carta repleta de improperios y frases tiernas, llena de quejas y de lisonjas, embadurnada de impertinencias y de halagos; una carta que dejaba sobre su cama. Al final, esas esquelas, que ella fue coleccionando junto con los condones que usábamos, se convirtieron en el mejor testimonio de nuestro amor. Algunas veces la encontraba con alguien o estaba a punto de salir y aunque el acuerdo tácito era respetar esos momentos, la verdad es que mi corazón sentía con dolor la imposibilidad de tenerla en ese momento, pero no era su dueño. Y no era cuestión tampoco de celos, nunca existió algo parecido entre nosotros, sino más bien un sentimiento cercano a la tristeza, la desolación de no estar juntos, condición que, por lo demás, era la que sufríamos los dos como resultado de esa situación en la que yo no podía arriesgar nada de la vida que había construido o que me habían construido antes: ni el importante cargo que desempeñaba, ni mi familia; nada de eso era negociable y ella lo sabía, lo aceptaba, lo resignaba. Por eso, los momentos en que nos veíamos eran tan intensos, porque sustituían eso que no podíamos tener: la noche entera para nosotros, la exposición pública.

Un cronista japonés recogió la historia de una geisha que conoció en un asilo de ancianos a fines del siglo pasado. Umechiyo venía de una familia de buen pasar, pero arruinada por la muerte del padre. Sus tíos la vendieron a una okiya cuando tenía ocho años. Allí convivió con la administradora (una ex geisha), ocho geishas, dos sirvientas y un hakoya. Ella y otras seis niñas eran las oshakus (doncellas). La administradora llevaba un cuaderno en el que anotaba los gastos por comida y educación de cada discípula.

Además de estudiar todo el día desde las cinco de la mañana, el método para estimular el aprendizaje de las niñas consistía en tener un trato diferencial entre geishas y oshakus: éstas debían bañarse con agua fría y no estaban tan bien alimentadas como las otras, que no debían demostrar hambre ante un cliente.

Una mañana, cuando cumplió dieciocho años, Umechiyo fue de sorpresa en sorpresa: se bañó con agua caliente y le sirvieron una comida abundante y deliciosa. A la hora de vestirse, la administradora le dio un kimono espléndido y el hakoya le puso una faja bordada con hilos de oro.

Era su debut, aunque todavía no era una verdadera geisha. Fue con sus compañeras a un gran salón de fiestas, donde tuvo mucho éxito. Esa noche un comerciante sesentón decidió comprarla por unos cincuenta mil dólares de hoy (además de los gastos anotados en el cuaderno durante los diez años de estudios).

Aunque ella siguió viviendo en la okiya, tuvo una especie de boda: recibió de su dueño un anillo de brillantes, se organizó una fiesta a la que asistieron los personajes y las cortesanas más importantes del lugar y cambió su nombre por el de Umeya cuando se inscribió en el registro de geishas.

Para el hombre, ser dueño de una joven bella y talentosa como ella era una muestra de poder. Él y Umeya eran invitados a todas las fiestas importantes y los conocimientos políticos de la joven atraían el interés de personajes influyentes, lo que se traducía en prestigio para el patrón.

Un par de años después el comerciante volvió a pagar por ella para sacarla definitivamente de la okiya y hacerla su concubina. Pero no era una cuestión de amor: no se podía tener dos geishas a la vez y las complicadas convenciones exigían que el comerciante adquiriera otra para demostrar que era cada vez más poderoso, pero no podía correr el riesgo de desprestigiarse si la okiya vendía a Umeya a alguien de menor condición social.

Instalada en una linda casa, con dos mujeres que hacían de sirvientas y vigilantes, Umeya perdió contacto con el mundo exterior. Como concubina, una vez al año debía someterse a la humillación de presentar sus respetos a la esposa de su patrón (aunque no podía hablar, pues su voz habría ofendido la casa), quien le regalaba un kimono usado y agradecía los servicios prestados. Umeya sabía que más tarde la señora haría limpiar con sal los sitios donde había estado parada la concubina.
Cuando su dueño murió ella no se enteró: sólo lo supo cuando envió a una sirvienta a preguntar por su ausencia. Pero el dinero que la viuda le envió no alcanzaba para la supervivencia de ella y del hijo que había tenido.

Así las cosas, comenzó su decadencia: volvió a la okiya, donde sirvió a distintos patrones, y cuando se sintió vieja comenzó a dar clases, pero finalmente fue a parar al asilo. Su hijo se mandó a mudar en cuanto pudo, pues su origen era vergonzante.

Pero ni en el asilo tuvo tranquilidad. Sus modales, la calvicie y las manchas en la cara la delataban; sus propios compañeros la despreciaban y la obligaban a servirlos. Sólo una vez al año, para una fiesta que se celebraba allí, volvía a vestirse como siempre, cantaba y bailaba como sabía hacerlo: ante ese auditorio de indigentes, Umeya sentía que recuperaba su antiguo brillo.


Éramos dos seres distintos, tan distintos: yo organizado, racional, enredado; ella: intuitiva, soltera, descomplicada. Pero mis agendas, mis razones, mis enredos se quedaban inexorablemente fuera de la habitación; en primer lugar, porque el comienzo de cada encuentro era mudo: las palabras no tenían cabida en medio de esa amalgama de besos, de abrazos y de humedades; y en segundo lugar, porque cuando llegaban las palabras, ella sabía conducirlas hacia lo que me sosegaba y me tranquilizaba. Quizás por eso, cuando regresaba a ese mundo otro, el mundo oficial, el de las razones, las agendas y los enredos, estos y aquellas se volvían insulsos y manejables. Ese era quizás el valor más importante que tenía para mí la relación con Angela, pero también ése era el combustible para mi amor por ella, para mi dependencia de ella.

Ella pinta su cara para esconderla
Sus ojos son agua profunda
No es para la geisha querer
No es para la geisha sentir
La geisha es artista del mundo flotante
Ella baila
Ella canta
Ella entretiene
Cualquier cosa que usted quiera
El resto es sombras
El resto es secreto


Ya hacía bastante tiempo que no nos veíamos, hacía años que el remanso había cobrado su fin, cuando vi la película de Rob Marshall. Ambientada en un mundo lleno de misterio y exotismo que aún hoy sigue hechizándonos a todos, la historia tiene lugar en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando una niña japonesa es separada de su humilde familia para trabajar como sirvienta en una casa de geishas. A pesar de que se cruza en su camino una rival traicionera, que casi consigue quebrar su entereza, la niña se convierte en la legendaria geisha Sayuri. Hermosa y dotada de un gran talento, Sayuri cautiva a los hombres más poderosos, pero sobre ella se cierne la sombra de un amor secreto, un hombre al que ella no puede aspirar.


Entonces, no sólo por los ojos de agua de Sayury, sino por la historia misma de la niña que termina de Geisha y por el ambiente del film, pensé en Angela. Supe que su complicidad, su cultura, su resignación, eran las de una Geisha. Supe también por qué había terminado nuestro affaire: habíamos vivido un anacronismo, una historia que no tenía cabida en nuestros tiempos y por esos estaba condenada a un final. La verdad es que hoy no sé qué es de ella, a lo mejor le sirve a otro señor, o ha hecho su vida y ahora tiene razones que dar, reglas que cumplir y enredos que solucionar. Tal vez se mudó de la ciudad o murió, no sé. Lo único cierto es que Angela, su amor, su recuerdo, es hoy una imagen que venero, y que mantengo en mi corazón


En la actualidad no son esclavas, sino que eligen libremente la profesión. Cuando no trabajan visten a la occidental; los cosméticos modernos y las pelucas les evitan los estragos de antes. A pesar de la prohibición, existen algunas okiyas adonde pueden ir a formarse, pero casi no quedan salones de fiestas, y los que hay son muy caros.

Su trabajo se parece más al de una anfitriona. Por lo general son contratadas por industriales o comerciantes que agasajan a sus socios o invitados con un espectáculo exótico o que mantienen el hábito de separar la vida familiar de los negocios y la política.

Algunas aparecen en la televisión o en el teatro u organizan shows para turistas. Ahora muchas hablan varios idiomas, saben jugar al golf o al tenis, pero todas mantienen la rica formación que las hizo célebres, aunque ya no tengan mucha ocasión de desplegar sus habilidades: trabajar en un club nocturno o en un restaurante de lujo es tanto o más rentable y no obliga a ningún tipo de educación especial. Sin embargo se muestran orgullosas de su profesión y una vez al año, hacia la primavera, realizan en las calles el "desfile de las geishas": allí, vestidas con sus ricos quimonos, regalan a la gente la fascinación milenaria de su arte



Bogotá, 2000 - 2003
Bogotá, 2006

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13/04/2006

Galácticos

Siempre nos causaron sorpresa y admiración. Orlando y Catalina son seres especiales, conectados con otras maneras de ver el mundo que para nosotros, los simples mortales, resultan francamente incomprensibles.

Su presencia despierta ese sentimiento ambiguo que oscila entre el prodigio y la incomodidad, pasando no pocas veces por el estupor. Son algo así como nuestra mala conciencia. Cuando aparecen (porque ellos no se presentan, uno no se encuentra con ellos, simplemente aparecen), empezamos a sentirnos mal, como si hubiéramos estado haciendo las cosas de una manera inadecuada

De modo que tampoco es que los busquemos mucho, no porque no los apreciemos, no, sino porque nos inquietan, nos sacan de la comodidad rutinaria de nuestras mediocres vidas.

Sus pensamientos, sus conocimientos y sus acciones resultan siempre, sino extravagantes, por lo menos incomprensibles, como si vivieran en otra esfera, en otro nivel (de conciencia, dirían ellos).

Pero nos hacen falta, porque de alguna manera también nos indican caminos alternativos, otras formas de ver, pensar y actuar en el mundo, que alguno llaman Nueva era, de modo que aquélla vez que dejamos de verlos ya no por semanas o por meses, sino por un año y medio, nos preocupamos. Al principio hubo bromas. Que ya se habían evaporado de tanta espiritualidad que habían alcanzado, que se habían ido para el Tibet con hijos y todo, que habían hecho un contacto del tercer o cuarto tipo, o simplemente que se habían ido al extranjero sin avisar.

Pero no. Orlando y Catalina, ese par de bellas personas, esa pareja armoniosa y segura de sí, andaban emproblemados como cualquier mortal y de qué manera.

El hijo menor era adoptado, todos lo sabíamos. Lo que no sabíamos era el drama que había detrás. Ignacio en realidad era el hijo de Hernán, el hermano menor de Catalina, insurgente de la guerrilla de las Farc, que había hecho pareja con Sandra, una mujer guerrillera, proveniente a su vez de un movimiento indígena insurgente que se había integrado a las Farc desde hacía ya varios años. Como es sabido, las mujeres guerrilleras tienen prohibido el embarazo y cuando sucede, son obligadas a abortar. Pues bien, Sandra quedó embarazada de Hernán. Apenas supieron, se sintieron asustados, pues sólo les quedaban dos opciones: o avisar a sus jefes, lo que implicaba el aborto, o encubrir el hecho, con todo lo que significaba. Optaron por lo último. Sandra empezó a usar fajas para disimular el cada vez más grande vientre, tuvo que seguir actuando como si no llevara su hijo adentro, esto es, caminar, abrir trochas, cargar el pesado armamento, cocinar y atender los campamentos en extenuantes jornadas, simular alegría en las festividades y no dejar ver en su rostro la amargura de su mentira.

Fueron meses muy duros. Hacia el séptimo mes de embarazo, Sandra sufrió un problema de salud grave. Hernán entró en pánico, pues una atención por parte de los médicos de la guerrilla, habría significado el descubrimiento de la patraña. Así que se ingenió una licencia para él y para su compañera y viajó de clandestino a Bogotá, donde su hermana. Ese mes de “permiso” en el que Hernán y Sandra tuvieron que reportarse diariamente, decidió el destino de la criatura. Fue un tiempo de esos en que los galácticos desparecieron para nosotros, tiempo secreto, necesario para fraguar lo que se requería para seguir adelante con los planes de Hernán y Sandra.

Sandra anticipó su parto, mediante una intervención por cesárea, estuvo con su hijo unos días y lo entregó en custodia a Orlando y Catalina, quienes lo criaron. Nosotros recibimos con beneplácito, aunque un poco extrañados, la noticia de la adopción, pues no conocíamos detalles. Lo asumimos como una de esas decisiones que los galácticos tomaban siguiendo caminos totalmente vedados para nosotros. Vimos crecer a Ignacio, aprendimos a quererlo y nos acostumbramos a considerarlo el hermanito de Santiago.

Pero las cosas no eran tan fáciles. La adopción, por supuesto no era legal. El compromiso adquirido por Orlando y Catalina era criar y mantener a Ignacio, mientras Hernán y Sandra arreglaban sus cosas en la guerrilla. Pero un poco porque algo así es casi imposible, un poco porque los padres se acostumbraron con el tiempo a la ausencia de Ignacio y a la cotidianidad de su vida guerrillera, tal vez por el ascenso de Herrnán en las filas insurgentes y su consecuente ganancia de privilegios y de nuevas responsabilidades, un poco por miedo, quizás por vergüenza, la promesa y los acuerdos se fueron relegando hasta quedar sin solución.

Ignacio fue creciendo, la familia de los galácticos se fue consolidando y todo pareció estabilizarse. Hasta esa otra vez en que nuestros queridos galácticos desparecieron de nuevo, esta vez por meses. Aquella vez que su ausencia nos llevó a pensar que se habían evaporado de tanta espiritualidad, que se habían ido al Tibet con hijos y todo, que habían hecho contactos de tercer o cuarto tipo. Tiempo secreto, del que no supimos nada, sino hasta mucho después, cuando alguien se enteró de la deserción de Hernán de las filas de la guerrilla. Deserción que se dio por la pérdida de Sandra, quien murió en combate. Hernán no soportó aquello y de nuevo se vio ante dos opciones: o suicidarse o escapar. Optó por esto último, y de nuevo Orlando y Catalina tuvieron que recibirlo, arreglar cosas para asegurar su destierro en algún plan de exilio y salvar así al hermano.

Tal vez, la única ganancia que quedó de todo aquello es la legalización de la situación de Ignacio, quien sabe hoy la verdad, pero no la añora, pues está completamente integrado al ambiente familiar donde creció.

Siento, como conocedor privilegiado de esta historia, que esas aventuras espirituales, de las que Orlando y Catalina son un paradigma, en un país como el nuestro, tan atravesado por conflictos, es una opción de muy difícil sostenimiento y sin embargo creo también que sin esos horizontes sería impensable un futuro para Colombia.

Salud, Orlando y Catalina; saludo queridos galácticos



Bogotá, 1994-2004
Bogotá, 2006

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