Crónicas Mundanas

Crónicas de viajes, viajes no sólo geográficos, sino emocionales, sentimentales intelectuales y mentales.

20/05/2006

La extraterrestre que me sedujo

Azules eran los ojos de mi benefactor, azul, profundamente azul, el cielo de Sevilla en aquella primavera, de azul se había teñido el Guadalquivir, azules eran los ojos de América y azul es el color de Venus, el planeta ligado a la feminidad y de donde ella aseguraba que provenía.

Todo, como en una confabulación, se había juntado para conducir a nuestro encuentro: las dificultades superadas, casi en forma mágica, para mi viaje a España, el encuentro forzado de Paquita, mi anfitriona en Sevilla, la estancia prolongada de América en la capital andaluza.

En efecto, el viaje que por motivos académicos hice a España en la primavera de 1997 estuvo precedido de dificultades poco menos que absurdas que de pronto se resolvieron de una manera igualmente extravagante. Recibí la noticia de que la universidad me había negado el apoyo económico diez días antes de la fecha que tenía prevista para viajar a Madrid a cumplir con la obligación de sustentar los trabajos de seminario de mi doctorado. Y a pesar de mi ira infinita y de mi impotencia, a los pocos días me había resignado no sólo a perder el viaje mismo, sino a lo que eso implicaba: malograr el curso y así la oportunidad de mi formación a alto nivel.

Esa resignación, que seguramente se manifestaba en mi rostro con una máscara de tristeza, fue percibida en el aula de clase por uno de mis alumnos, el aventajado Roberto Gil. Le conté a Roberto lo que me pasaba y él, como si no hubiera nada de drama en todo aquello, simplemente me dijo:

– No te preocupes, yo te regalo el pasaje, no puedes perder ese viaje

La verdad no supe al comienzo si era una broma de mi alumno. Una persona que apenas conocía, que no tenía ningún compromiso conmigo, que, al contrario, podría estar resentida como producto de la natural tensión que se desarrolla entre profesor y alumno, me lanzaba aquel salvavidas sin más ni más, sin demandas o contraprestaciones. Extraordinario, sencillamente extraordinario.

– Mira –me explicó Roberto–, por mi oficio yo viajo mucho y tengo pasajes que puedo utilizar cuando quiera en la forma que quiera, para quien quiera, sin que eso signifique costos adicionales o dificultades para mí. Sólo quiero ayudarte, nada más.

Y efectivamente, dos días después tenía en mis manos un tiquete Bogotá-Madrid-Bogotá a mi nombre sin haber girado un solo peso. En ese momento sólo pensaba en la oportunidad que me daba la vida, en ese regalo que por ser inesperado y no contener empeños resultaba valioso, muy valioso para mí. Así que, cómo dudar, cómo pensar en algo distinto que ir a España, cumplir mis responsabilidades, hacer turismo y disfrutar de mi primer viaje a Europa.

Un último obstáculo se atravesó, tal vez como una señal que no quise advertir. Debía estar en el aeropuerto a las cinco de la tarde y por eso había decidido ir en la mañana a la Universidad. Hacia las tres de la tarde fui por mi automóvil al parqueadero, con el tiempo justo para llegar a mi casa, recoger el equipaje y dirigirme a El Dorado. En ese momento, me di cuenta que había dejado las llaves olvidadas dentro del carro. Intenté de todo: probar otras llaves, romper un vidrio, introducir una ganzúa, pero nada, a las tres y media y ya desesperado llamé a mi mujer con la esperanza de que ella cargara un duplicado, pero tampoco. Lo peor es que el bendito pasaje estaba en la guantera y ya no sabía qué hacer. Estaba en estas, cuando un colega llegó al parqueadero y después de enterarse de mi percance sacó, como por arte de magia, un gancho de ropa de su propio automóvil, y en menos de un minuto abrió la puerta de mi carro. Así logré llegar a tiempo y ya no pensé más en dificultades u obstáculos, sino en la aventura académica y turística de mi viaje.

Al final de mi primera semana y después de haber cumplido mis asuntos en la Universidad, decidí llamar a mi amiga Francisca Noguerol, profesora de literatura latinoamericana en la Universidad de Sevilla, a quien había conocido en algún congreso, pero a quien no había logrado contactar desde Bogotá. Pronto supe por qué: estaba preparándose para presentar oposiciones al cargo de profesora titular en Salamanca. Es más, cuando llamé desde Madrid, la encontré por puro azar, pues estaba en su departamento de paso, recogiendo unos enseres para trasladarse a casa de sus padres, donde se iba a enclaustrar durante las dos semanas que todavía tenía para preparar sus exámenes. No obstante y ante la imposibilidad de atenderme personalmente, Paquita me hizo una propuesta irresistible: que fuera a quedarme en su departamento en Sevilla y que disfrutara de la ciudad que estaba bellísima, según sus tentadoras palabras. No me aseguraba su compañía, pero sí la de algunos de sus alumnos, incluida una chica colombiana, que seguramente me podrían servir de guías en mi visita. Yo acepté sin pensarlo dos veces.

El apartamento de Paquita, apartamento de soltera, era perfecto: pequeño, pero bien dotado, situado en el centro de la ciudad y en todo sentido espléndido. Me había dejado las llaves con el portero del edificio y yo me instalé enseguida. Aprovechando el magnífico clima salí inmediatamente a reconocer los alrededores, que no podían estar mejor. Apenas a unas horas de mi arribo a Sevilla, después de haber disfrutado de la magnífica experiencia de haber viajado en el AVE, la dicha me embargaba por completo.

Según lo convenido, nos vimos al otro día en la universidad, donde me presentó a dos de sus alumnas; una chica colombiana, cuyo nombre he olvidado y a otra mexicana de nombre América quien me miró con sus ojos azules y su bella sonrisa como si ya nos hubiéramos conocido. Esa tarde anduvimos los tres por varios de los sitios conocidos de Sevilla, como la Plaza España, la misma Universidad y algunas otras zonas históricas. Como la compatriota tenía que asistir a clases, América se ofreció a acompañarme a conocer al otro día lo mejor y más reconocido de Sevilla y para ello nos citamos en algún lugar del centro.

Al parecer, América era una mujer de mucho recorrido, pues conocía varias ciudades europeas, incluida Paris, de la que hablaba como si fuera su segunda tierra natal. Llevaba como tres meses en Sevilla y esperaba viajar todo ese año por España, financiada por un padre generoso que desde Veracruz, al otro lado del océano, no hacía sino complacer a su hija consentida. Después de planear el recorrido del otro día, que tenía que ser intenso, pues al siguiente debía regresar en la tarde a Madrid, nos despedimos, no sin volver a recibir el efecto de su mirada azul, entre seductora y cómplice.

El día siguiente comenzamos muy temprano el recorrido, primero por el barrio San Antonio, que tanto se parece a nuestra Candelaria o a nuestro Corralito de piedra; fuimos después a la Giralda y a la torre del reloj y nos dejamos leer la suerte de una gitana que a la salida de alguna iglesia nos predijo larga amistad. Nos trasladamos en seguida al centro para irnos de tapas y dejamos para la tarde la visita a los Alcázares, a la iglesia de la Macarena, a los restos de la muralla y el paseo por el Guadalquivir. Hacia las seis de la tarde, cuando ya varias personas nos habían confundido como pareja, desembarcamos en el muelle e hicimos un largo y romántico recorrido a lo largo del río, buscando un restaurante para cenar. Ya estaba planeado el recorrido del otro día: visita al recinto de la Feria Mundial y a las ruinas romanas, con lo que completaría así el objetivo de conocer lo mejor de Sevilla. Sólo faltaba una cosa: acudir a la cita con Paquita, quien nos había invitado hacia las nueve de la noche a tomar una copa de vino en alguno de los bares cercanos a la universidad.

A esta altura, América había pasado de ser una simple alumna de Paquita a la más perfecta y bella guía turística del mundo, primero y, después, a una virtual pareja mía, para terminar convertida en la mujer que quería amar para toda la vida. Durante la velada con Paquita, América no hacía más que confirmar con su mirada y con su sonrisa aquella secuencia y fue así como terminamos los dos durmiendo en el apartamento de mi amiga, donde hicimos el amor como si lleváramos años de habernos conocido. Nada más hermoso que despertar y encontrarme con sus bellos ojos azules totalmente abiertos, mirándome, como primera imagen del día. Me había enamorado, perdidamente.

América, desnuda, preparó café, mientras yo desde la cama espiaba sus movimientos, fascinado. Llevó las dos tasas a la cama y mientras tomábamos la mágica infusión me confesó:

– Jaime, ¿sabes por que las cosas han salido tan perfectas?
– ¿A qué te refieres América?
– Si, la superación de las dificultades de tu viaje, el encuentro suertudo de Paquita, nuestro maravilloso tour, la rapidez con la que nos conectamos, la bella noche que acabamos de pasar, el futuro que podríamos construir…
– Espera un momento, ¿cómo sabes lo de mi viaje?
– Tú me lo contaste tontito –me tranquilizó América, sólo para soltarme enseguida–: aunque no lo habría necesitado.
– ¿Qué? –le pregunté un poco extrañado
– Si –me contestó ella–. Yo sabía todo esto, sabía como iba a culminar, incluso puedo vislumbrar qué puede ser de los dos si seguimos juntos
– Estás bromeando, ¿cierto?
– No. Es el poder de los que venimos de Venus a ayudar a la gente aquí en la tierra.

Por supuesto, me quedé pasmado, pero para no parecer un tonto le pregunté si lo que quería decirme era que ella era extraterrestre

– Si, Jaime, lo soy, y aunque todavía no se me ha revelado mi verdadera misión en la tierra sé que tú tienes que ver algo con ella

No recuerdo bien cómo reaccioné o cómo se desarrolló después la conversación, pero ella me propuso que la llamara dos horas después, tiempo durante el cual debía decidir si yo quería seguir viéndola después de su revelación. Tiempo que ella aprovecharía para darse un baño, cambiarse de ropa y preparar el resto de recorrido por Sevilla que habíamos planeado. Fueron dos horas terribles, no sabía qué pensar, ¿me decía la verdad? ¿Era una broma? ¿Estaba loca esa mujer? Lo cierto es que también tomé un baño y decidí, más como un reto que por otra cosa, llamar a América para completar el recorrido.

Fuimos a los sitios previstos, nos comportamos como novios y no hablamos de Venus, ni de nada de lo dicho en la mañana, pero mi ansiedad crecía, así que finalmente le dije

– Te creo América, creo lo que me haz dicho y quiero hacer parte de tu plan o de tu misión
– ¿Incluso estarías dispuesto a ir conmigo a Venus?

Dudé un momento, pero al fin confirmé que sí, que iría con ella a donde fuera

– ¿Y tu mujer y tus hijos?
– Tendrán que entender –respondí completamente enajenado
– Bueno, lo siguiente es vernos en Madrid

Lo que vino después fue la locura total: nuestra despedida en la estación del AVE, los días en Madrid esperando que llegara América, su visita, el amor, mil veces el amor, la nueva y desgarradora despedida por mi regreso a Bogotá, las promesas, los planes para vivir juntos, las insoportables doce horas del regreso, las cartas, los emails, las llamadas a escondidas, el desespero, el infierno de la post infidelidad y finalmente la conciencia de que todo había sido una insensatez, el doloroso reparo familiar, la resignación que no el olvido, la decisión de no volverme a comunicar y finalmente la vuelta de las aguas a su curso.

Hoy todavía no sé qué sucedió exactamente en aquellos días en Sevilla, no se sí América estaba loca o si era realmente una extraterrestre, no volví a saber de ella. Al recordar, el asunto parece más un sueño que una experiencia real. De lo que sí estoy seguro es que habría sido imposible evitar nuestro encuentro y que sólo yo estaba predestinado para ser el beneficiario de aquel extraño pero maravilloso suceso, que no sé cuántos puedan preciarse de contar.



Jaime Alejandro Rodríguez
Madrid, Sevilla, 1997
Bogotá, 2004 - 2005

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13/05/2006

Retorno

A medida que se acercaba manejando por la ruta 40, Soler iba reconociendo cada uno de los lugares que su memoria afectiva había fijado a manera de hitos en ese trayecto que lleva de Mendoza a San Rafael en Argentina. Le gustó la idea de estar regresando como si no hubiera transcurrido el tiempo. La empresa donde Soler trabajaba y en la cual yo hacía mi pasantía, había solicitado su presencia en el Complejo, así que exacto un año después de su traslado volvía a una ciudad cuyo grato recuerdo empezaba ya a empañarse de nostalgias.

A través de la ventanilla, los golpes secos del aire empezaron a hinchar su ánimo. Dejó que se colaran los aromas para entregarse al juego de los recuerdos con olor. Descubrió en el espejo que un auto atrás le pedía espacio para pasar. Lo concedió. La ruta estaba prácticamente vacía (el tránsito congestionado, me dijo, no llegaría sino hasta dentro de dos semanas, cuando el inicio de las vacaciones de invierno ocasionase el viaje intempestivo y furioso de turistas).

Volvió a fijarse en el retrovisor, esta vez llevado por la curiosidad de examinar su rostro. Pese a la débil luz de la tarde, podía observar claramente las grietas de su piel. Con alguna broma se refirió a lo que resultaba la inevitable evidencia de su próxima vejez. Buscó el encendedor para prender un cigarrillo. No lo encontró en la chaqueta. Abrió la guantera, tampoco. Por fin lo palpó en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón.

— Por un momento pensé que tenía una erección —me dijo, y volvió a reír, decidido a dejarme en claro que lo de su vejez inminente no le preocupaba

Al llegar a San Rafael, Ingresamos a un paseo de álamos, abandonamos luego la monótona ruta 40 y tomamos la avenida Balloffett. Soler aminoró la marcha para advertirme del curioso espectáculo de unos habitantes que preferían maniobrar bicicletas, y se dejó abatir por el ajeno esplendor de las muchachas. Los recuerdos estrujaban su mente. Apagó la radio. Pasó despacio por los lugares vinculados a su afecto. Estaba cansado, pero no habría de instalarse en el hotel sin antes visitar el barrio donde vivió durante su anterior estadía. Así que sin preguntarme si estaba de acuerdo, siguió de largo hacia la parada del tren metropolitano, cumplió con el ritual de saludar el monumento a los inmigrantes y se devolvió por la avenida Balloffett. Entramos al barrio y Soler se detuvo frente a una casa grande de apariencia antigua. Doblegado por una extraña inquietud dejó caer su cabeza sobre el volante y empezó a contarme su historia

***

Pintorreada, como si hubiera preparado una máscara horrenda para su rostro, vistiendo ropas en desuso, la vieron deambular por las calles del centro hacia el norte. Por supuesto, nadie la reconoció. Dicen también que la gente se apartaba para darle paso y que los chicos se burlaban o la agredían, mientras ella continuaba, inalterable, su recorrido.

Algunos días antes de la noticia, los vecinos de Pami advirtieron su ausencia. Durante las últimas semanas, había vuelto a demostrar una actitud huraña y cada vez se hacía más arriesgado intentar contacto con ella. El primer síntoma de la regresión fue el deterioro del jardín. Pensaron que se encontraba enferma y acudieron a visitarla, pero ella los despidió con frases agresivas y les exigió intimidad. De modo que no volvieron a insistir. Pasaron varios días sin que nadie le hablara. Después ni siquiera volvieron a verla. Se preocuparon. Entonces lamentaron no tener la dirección o el teléfono de aquel hombre joven, que tiempo atrás, la visitaba. Aparte de él no tenían la más mínima idea de quién podría dar razón de ella y no quisieron inquietarme. Esperaron.

Cuando alguien comentó, durante una cena comunitaria, la nota del periódico donde se discutía el incremento en el número de enajenados que vagaban libremente por la ciudad, y donde también se reportaba, como ejemplo, el caso de una anciana extraviada, los vecinos de Pami comprendieron que algo grave le había sucedido.

Pami era la única habitante de los viejos tiempos. La gente que vivió los primeros años del barrio había muerto ya o se había trasladado a sectores más progresistas. Así la trataron siempre, como la anciana de la casa grande. Nunca conocieron a ciencia cierta nada acerca de su origen o de su historia. Suponían que era alguna solterona rica y extravagante. Además, desconcertaban aquellas visitas misteriosas hechas con incalculable frecuencia por un muchacho de aspecto físico semejante a ella. Único suceso que alteraba la rígida clausura de la anciana.

El azar quiso que yo me convirtiera en el exclusivo portador de sus secretos. En razón a mi trabajo, fui trasladado transitoriamente a la ciudad por un periodo de seis meses. Así que viajé solo y me instalé en una casa de unos parientes de mi mujer, ubicada en el mismo barrio de la anciana. Al cabo de unas semanas ya había vencido la nostalgia y me sentía como un paisano más. Fue entonces cuando conocí la historia de Pami.

Todo se inició como un reto: pese a los años, el barrio nunca adquirió el aspecto decadente de otros, antiguamente esplendorosos. Este conservó el nivel de lo tradicional. Los nuevos habitantes no tenían la alcurnia de los primeros, pero trataban, a toda costa, de evitar su degradación. Me comprometí a integrar aquel esquivo personaje a las actividades de la comunidad. Para la primavera, organicé la cruzada de las flores y con ese pretexto visité a Pami.

La mujer, para quien había preparado toda una retahíla de argumentos fue, para mi sorpresa, en extremo amable. Pronto nos hicimos muy buenos amigos y llegué a sacrificar por ella varios fines de semana, destinados previamente a mi familia.

Mujer solitaria y de pocas palabras, Pami cargaba la pena de haber sucumbido ante el amor. Demasiado apegada a su madre —una inmigrante y viuda de la gran guerra—, en su juventud Pami fue presa fácil de un romance deshonesto. El nacimiento de su hijo coincidió con la muerte de su madre. Se deshizo del niño y decidió vivir sola y apartada en la vieja casa. Ahora, en medio de su amarga soledad senil, deseaba recuperar un pasado ya irreversible.

Me bastaron pocos encuentros para ganar su afecto. Incluso logré establecer lazos de relación entre ella y sus vecinos. De ese modo comenzó a ceder en la obsesión de su vejez. Sin embargo, no logré que modificase el ambiente de su casa; deteriorada, aunque limpia, todo en su interior era oscuro, antiguo y oloroso. Ni un solo espejo colgaba de las paredes. No había televisor ni tampoco ninguna otra de las comodidades modernas. Solamente una radio muy antigua, casi una reliquia, que escuchaba a todas horas, con una regularidad compulsiva.

Creo que tuve el privilegio de ser el único invitado a la casa grande. Creo también que ella sólo a mi me brindó su verdadero cariño, porque, cuando supo que yo debía volver, cayó en un mutismo impenetrable. Le hice, no obstante, prometer que seguiría cuidando de su jardín y yo me obligué a retornar. Nunca lo hice... ni siquiera le escribí cartas, y para cuando llegó la Navidad tampoco la tuve en cuenta en el reparto de tarjetas. Ya podrá usted imaginarse, ingeniero, cómo me sentí cuando me contaron lo suyo.

Según el periódico, Pami se presentó a una casa del barrio Norte. Llamó a la puerta y preguntó por un nombre desconocido para los moradores del lugar. Ella insistió, asegurando que la persona por quien preguntaba, no sólo vivía allí, sino que era el dueño de la casa. Aunque compadecidos, los inquilinos aceptaron de mala gana su inspección. En realidad los datos de Pami coincidían. Habló de estar acudiendo a una cita y luego se instaló en la sala. No se movió de allí hasta cuando llegó la policía. Volvió a repetir la historia de la cita y mostró una pequeña tarjeta donde, en efecto, aparecía la información que ella sostenía: dirección, teléfono, nombre y fecha. Alguien entonces reconoció aquel apellido impreso: el antiguo dueño, muerto un par de años antes. La fecha de la cita coincidía con la del día excepto por el año. Pami afirmaba, sin embargo, haber visto al hombre y haber hecho los arreglos del encuentro la semana anterior. No hubo duda de su trastorno.

Cuando me contaron aquella absurda historia, recordé algunas confidencias. Pami me habló de los encuentros con su hijo (el extraño hombre que los vecinos veían llegar con frecuencia a la casa) y me confesó un terrible tormento: jamás se perdonó el haber evadido nuevas entrevistas con él. Vivió amargada, esperando en vano su retorno. Pero él había impuesto como condición que Pami lo visitara a su casa. Un intento, a su manera, por reformar el modo de existir de ella, de estimular sus intereses en la vida. Pami, sin embargo, insistía en la clausura. Consideraba el deterioro de su aspecto físico como un justo castigo del destino y se negaba a salir de su casa más allá de lo necesario. Se sentía infeliz e indigna en efecto. Por eso jamás cumplió la cita. Por eso nunca se enteró de la muerte de su hijo...

***

Soler aclaró la voz. Intentó decir algo más, pero calló. Se escuchó el chirriar de llantas de un automóvil que trataba de evitar a un ciclista. Quise hacer algún comentario a la historia que Soler acababa de referirme, pero la visión de su rostro, sudoroso y congestionado, me detuvo. Me paralizó también el brillo de sus lágrimas.

Luego, se hizo el silencio no sólo en la cabina del auto, sino en las calles de alrededor. En seguida, Soler puso en marcha su coche y fuimos a instalarnos al hotel

No pude dormir en toda la noche recordando mi última visita a casa de Soler, allá en Mendoza, tras el funeral de su único hijo. Cómo olvidar esa apariencia antigua, oscura y olorosa que impregnaba toda su casa. Cómo dejar de recordar la extraña manía de su mujer de escuchar la radio a toda hora.





Mendoza, San Rafael (Argentina), 1986
Bogotá., 1987 - 2005

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12/05/2006

Gabriel Ángel

Apenas si pude reconocerlo. La imagen de ese cuerpo inerte que mostraban los noticieros no coincidía para nada con la facha del tipo vivaz, aunque inesperadamente flemático, que tuve frente a mí, la última vez que nos vimos, unos doce años atrás. Y sin embargo tuve la inmediata certeza de que era él: Miguel Gómez, o Gabriel Ángel, comandante-del-bloque-Caribe–de-las-FARC, como majaderamente anunciaba la presentadora. Los gestos juveniles de su rostro que -persistentes- aún guardaba en mi memoria como la referencia más clara de su asombrosa presencia, habían desaparecido. El bigote espeso y descuidado que llenaba el primer plano de las imágenes restaba protagonismo a sus ojos grandes, vivarachos y brillantes, sin duda el rasgo más seductor que poseía Miguel. ¿A dónde había ido a parar ese encanto que enamorara perdidamente a Carolina hace veinte años, cuando todo esto comenzó?

— Hermano, pero si esa vieja es de lo más feo que ha pasado por el bufete. ¿Acaso no sabes cómo la llaman aquí? “caremuerto”. Claro que ella ni se da cuenta. Imagínate que se queda lo más de tranquila. cuando se la encuentran de frente y la llaman “Care”.
— No sé por qué te preocupas tanto, Jaime. Carolina es una mujer maravillosa, llena de virtudes, virtudes que los que andan como tú, ansiosos de piernas torneadas y caras perfectas, no pueden apreciar. Desde ayer es mi novia y así quiero que la traten aquí, como a mi mujer, es decir, con el mayor respeto.

Y entrábamos en discusiones sobre si el respeto no debía más bien ella merecerlo por sí sola, y entonces él contra-argumentaba diciendo que se refería a un respeto adicional, derivado de la relación con él, y que por eso había utilizado el adjetivo “mayor”, y no dudaba en sacar a relucir sus mejores armas retóricas del arsenal que los jesuitas le habían proporcionado durante su formación básica y que él se había encargado de pulir mientras culminaba una brillante carrera de abogacía en la Nacional. Así era él: categórico, brillante y sobre todo terco como una mula. Por eso me parecía tan raro que Miguel se hubiera enamorado de Carolina, una abogada sin mayor talento, ni belleza, con unos ojos verdes demasiado grandes que no le hacían gracia, pero que a él, a Miguel, le parecían los ojos más hermosos del mundo. Razones tendría ese hombre joven, bien parecido, culto, de palabra fascinadora e insidiosa, graduado con honores, sensible a la injusticia social, generoso, y terco como una mula; razones que nunca quise indagar.


Los noticieros estaban todos en la misma cosa: anunciando el “golpe contundente” que acababa de dar el ejército a las FARC con la muerte de Gabriel Ángel. Y, como siempre, ahora resultaba que este comandante guerrillero era el autor de no sé cuántos asesinatos, masacres, secuestros, dueño de todo un prontuario que de pronto salía a la luz pública como por arte de magia. No sé si alguien se ha puesto en la tarea de averiguar por qué es que cada vez que capturan o matan a un guerrillero resulta ser el más temido, causante de todo lo que se ha cometido en las últimas semanas. El resultado sería evidente: se trata de la convergencia, siempre oportuna, siempre dispuesta, de la maniobra del chivo expiatorio del establecimiento, el sensacionalismo mercantil de los noticieros y la mala memoria de los colombianos. Una fórmula perfecta que por eso nunca falla.

Aunque jamás me lo dijo -ni siquiera cuando nos vimos hace doce años y se lo pregunté de frente- yo sé de donde sacó Miguel su alias. Gabriel por nuestro Nóbel y Ángel, por Miguel Ángel Asturias, por el Cara de Ángel de El señor Presidente. ¡Alumbra lumbre de alumbre, luzbel de podredumbre! ¡Alumbra lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, luzbel de podredumbre! El efecto de ese apodo es a la vez poético y extraño. Miguel era –había sido toda la vida– efectivamente, un ángel, un tipo medio ingenuo y sobre todo quijotesco; lleno de sensibilidad y de arrogancia, pero siempre dispuesto a ayudar al necesitado con una generosidad que alcanzaba a veces los límites de lo irracional. ¿Por qué entonces llegó a ser lo que fue? ¿Se convirtió en un ángel exterminador o, mejor aún, en un ángel caído, bello y malo como Satán, o simplemente –como percibí en nuestro encuentro– se había encerrado en un mundo hermético y austero, como debe ser el de los ángeles? No creo que fuera sólo su gusto literario lo que estuviera en juego en su alias, sino algo mucho más profundo y del todo misterioso.


Entró a mi oficina perfectamente vestido. Se le notaba que estaba estrenando su modesto pero elegante traje de calle, se le notaba también que hacía mucho tiempo, desde la época del bufete, que no usaba corbata. Estuvo incómodo desde el primer momento. El frío ademán de saludo con el que respondió a ese abrazo lleno de calor que le brindé y que cayó en el vacío de una espalda tensa, erguida, marcó la pauta de la corta conversación que sostuvimos.

–Tiempo sin verte Miguel. ¿Dónde estuviste todos estos años? Estabas perdido. Pero siéntate ¿En qué te puedo servir?
–Bonita Oficina señor Defensor. Hecha a la medida de lo que mereces –me dijo con un tono ambiguo en su voz, que me desconcertó. Supe que no estaba ante el amigo que diez años antes me había pedido sinceramente consejo y ayuda.

Llamó a mi casa muy tarde. Recuerdo que acababa de dejar las copias de algún sumario que estaba leyendo, y que me había sumergido ya en el primer sueño, cuando el timbre del teléfono me sacudió. Recuerdo que renegué por haber olvidado desconectar el aparato, pero al fin contesté. La angustia de Miguel era tan intensa que se hundió en mi cama y acabó de despertarme. Me hablaba de un problema familiar que había tenido Carolina y del viaje intempestivo que ella había tenido que hacer a su pueblo. Estaba realmente acongojado por no haber podido acompañarla y me suplicaba que le ayudara a conseguir el dinero para trasladarse a la costa y estar lo más pronto con su amada. Le prometí que hablaría con mi padre para ver si él podía adelantarle algo de salario, y así pude deshacerme de sus súplicas emotivas e insistentes. Recuerdo que volví a renegar por mi descuido y que ya no pude conciliar el sueño. Recuerdo que volví a tomar el fajo de papeles y que el frío comenzó a helar mis manos.

–Pero cuéntame de tu vida, hombre. Lo último que supe fue que te quedaste a vivir en el pueblo de Carolina después de su muerte.
–La verdad, Jaime, no vine a hablar de eso contigo –me cortó sin piedad-. Mi vida ahora no me pertenece, está empeñada al proyecto de liberación nacional. Mi pasado ya no importa, es del presente y del futuro de lo que quisiera hablar contigo.
–Estás muy misterioso, Miguel –le dije confundido–. La verdad no comprendo de lo que me hablas.
–Misterioso no. Clandestino que es otra cosa.

La expresión heló mis gestos. Comprobé así, de esa manera terminante e inesperada, lo que había sido hasta ahora un rumor que me negaba a admitir: que Miguel se había unido a las filas de la Subversión. Entonces no había muerto, como algunos llegaron a afirmar, sino que se había hecho “clandestino”.


En la televisión, el periodista seguía con sus disparates. Hablaba de no se qué antecedentes y de no sé que vida anterior del comandante muerto, se magnificaban sus acciones como estudiante de la Nacional y hasta forzaban una imposible relación de la orden jesuita con su vinculación a la guerrilla. Una sarta de mentiras que ahora se tragaría entera el honorable público. Ganas daban de intervenir, de aclarar, pero ¿para qué? ¿Qué sentido tendría que un magistrado ofreciera su testimonio de relación personal? ¿Qué podría ganar Miguel, qué podría ganar yo, que podría ganar el país, confundido como está?

Miguel llegó temprano a la oficina y esperó la cita con papá, a quien yo había enterado de lo sucedido. Pero no obtuvo el apoyo esperado ¿Se había vuelto loco Miguel? ¿Qué era esa carajada de correr tras el culo de Carolina? Ni más faltaba, que espere un poco, al fin y al cabo, el viejo no había muerto, sólo estaba enfermo. Miguel renunció ese mismo día al bufete, ante el asombro de papá, quien confiaba ciegamente es su genio, pero no contó con su emotividad. Y como loco viajó esa noche en autobús hasta la costa, sometiéndose a un duro viaje de más de treinta horas. Tres días después del viaje de Carolina, Miguel llegó al pueblo de donde ella era oriunda y se encontró no con uno, sino con dos ataúdes. Suegro y novia muertos fue lo que tuvo que presenciar Miguel a su llegada a Valledupar.

–Si hombre, no te asustes. Ando en la clandestinidad desde hace ocho años. No tuve otra opción.
–Pero, ¿como fue? ¿Qué pasó? ¿Tuvo algo que ver la inesperada muerte de Carolina?


Ufano, el comandante del ejército ratificaba las especulaciones periodísticas. Se mostraban fotos de Miguel de diversas épocas. Fotos tan diferentes unas de otras que parecía que estuviéramos viendo personas distintas. Se hablaba de la función ideológica del comandante muerto, del papel estratégico que jugó durante las llamadas audiencias públicas del Caguán. Incluso mostraron un par de videos en los que aparecía uniformado y armado, detrás de los jefes del Secretariado. No faltó su vinculación al asesinato de la Cacica. Todo tan bien documentado que resultaba evidente la alianza entre periodistas e inteligencia militar.


Según me contó Miguel en nuestro encuentro de hace doce años, después de la muerte de Carolina las cosas se fueron desenvolviendo de una manera tan frenética y precisa que parecían obedecer a una especie de libreto predestinado. Primero el deber moral de acompañar a la viuda y a los hermanos menores. Después sus buenos oficios como abogado para sacar adelante lo de la sucesión. Más tarde el favor a un primo en aprietos y la asesoría al negocio de algún familiar. La cola de “clientes” se hizo interminable y él se sentía obligado a atender a tantos “necesitados de justicia”, así lo dijo: necesitados de justicia, como si no fueran más que simples litigios. El éxito de sus gestiones lo llevó al sindicato y desde allí al liderazgo comunitario y finalmente a la tentación política. Todo esto en menos de un año, cosa que no me sorprendió, pues correspondía en una medida apenas justa, al reconocimiento de su genialidad. Pero tras la luna de miel, los problemas. Al comienzo con otros abogados, después con los políticos de la región y al final con la policía. No tardó en llegar el acoso de otras fuerzas menos claras. Pero la gota que desbordó el vaso fue su ingreso a la UP.

–O renunciaba a mis ideales, desafiliándome, o moría en alguna de esas operaciones de limpieza que empezaron a darse en toda la región.
–Pero hubieras podido regresar a Bogotá, donde tenías amigos y familia.
–No creas, Jaime. El efecto del estatuto de seguridad se había consolidado en una red tenebrosa que te impedía moverte sin riesgo en ninguna parte. El gobierno prácticamente había expedido licencias para matar a todo activista o simpatizante de la izquierda. Además Bogotá, conociendo a tu papá y tras la escena de mi renuncia, estaba vedada para mí, así que no tuve opción.


Al otro día ya no se habló más en los medios de Gabriel Ángel. Algún peculado, alguna toma guerrillera, tal vez un huracán o el resultado de un partido de fútbol llenaron el espacio noticioso. Llamé a la familia de Miguel y les ofrecí mi sincero pésame, así como disculpas por no poder asistir a su funeral. Noté en sus reacciones el mismo tono de reproche que de alguna manera advertí en las palabras de Miguel, durante nuestro encuentro de hace doce años.

–Hermano, este país se jodió hace rato y no hay manera de arreglarlo a las buenas, como tu intentas hacerlo desde la comodidad de tus cargos y de la herencia política de tu papá –me dijo Miguel ya roto el hielo.
–¿No crees que es injusto lo que dices? Yo en cambio creo que es desde la apuesta a una institucionalidad fuerte que podemos hacer algo. No creo que la toma violenta del poder pueda ser la respuesta. Llevamos no sé, cien años o más en lo mismo y sólo hemos dejado resentimiento
–No, viejo, el resentimiento viene de la injusticia social y del sistemático ataque a los derechos civiles que la gente como tú, apoltronada en el poder, han causado.
–La nueva constitución intenta remediar muchas de las cosas que hemos hecho mal por años –intenté repostar.
–Nosotros apreciamos el esfuerzo –dijo Miguel como si me estuviera entregando un mensaje del Secretariado–, pero tenemos serias dudas de que la cosa funcione. Lo más seguro es que todo quede en el papel o que la reacción reforme el texto a su favor. Estas cosas, Jaime, tienen el peligro de demorarse o desviar el objetivo.

En sus palabras notaba una especie de discurso viejo, proveniente de los setentas, ninguna evolución, ninguna nueva propuesta. Se lo dije y fue como si hubiera echado hielo a la entrevista. Tomó su cabeza con ambas manos y sé que hizo un esfuerzo muy grande para no lanzar improperios. Entonces dio por terminada la reunión

–Sólo quería que supieras que estoy vivo, que el país no es lo que tú piensas que es, que estamos ahora en dos extremos irreconciliables y que ya no creo en la salida pacífica
–Pero Miguel, deberías pensarlo. Mira que los del eme han cambiado su apuesta, yo podría ayudarte, hay programas de reinserción…
–Viejo –me interrumpió–, la única ayuda que necesito es para con mi familia. Que no los jodan. Sé que te puedes encargar de eso, que no los jodan.

Lo dijo con lágrimas en sus ojos, se levantó y salió ya sin despedirse. Yo me quedé un rato pensando si habría podido hacer algo por retenerlo, si el riesgo que Miguel había corrido al presentarse en mi oficina no tendría otro objetivo. Llegué a la conclusión de que nos habíamos alejado irremediablemente, de que no había nada que hacer, y que vendrían cosas muy duras para el país.


Gracias a mi cargo obtuve información detallada de las circunstancias de su muerte. Su familia la recibió de mis labios con desconfianza y dolor. Hablé luego con algunos de los compañeros de colegio con quienes organicé un homenaje discreto para Miguel. Nos reunimos en la casa de uno de sus mejores amigos de la época, el quechua Quiroz. Fue una linda oportunidad para recordar sus travesuras en el colegio, su extraordinaria personalidad, su gran sensibilidad poética y literaria, su inmensa capacidad de liderazgo. Pero por más que buscamos, no encontramos por ningún lado la secuencia lógica que explicara finalmente su destino. Quedaron sin resolver muchas preguntas. ¿Tuvo algo que ver la extraña muerte de Carolina? ¿En realidad no había otra opción que la clandestinidad? ¿Qué había hecho Miguel para ser considerado por las fuerzas oscuras como objetivo militar? ¿Habría matado a alguien? ¿Éramos nosotros los que no veíamos claro? Nos sentimos confundidos. Algunos consideraron que Miguel había enloquecido, otros se sintieron defraudados, pero la mayoría manifestó una especie de respeto por su decisión y su valor.


Esos veinte años que van desde el momento en que Miguel como un loco corre tras Carolina y el instante en que los noticieros lo muestran abatido serán para nosotros un completo misterio, pero no podrán dejar ya de afectarnos. De alguna manera, ese tiempo oscuro, ese viaje inesperado, significa la diferencia entre lo que somos y lo que pudimos ser.




Bogotá 1970 - 2003
Bogotá, 2004

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8/05/2006

En Chile con Diamela

Conocí a Diamela Eltit en 1995, cuando vino a Bogotá como jurado de cuento en el marco de los premios nacionales de literatura del Ministerio de Cultura. Es poco caballeroso hacer cuentas, lo sé, pero Diamela tendría 45 años en ese entonces y 54 para cuando la volví a ver, en Santiago de Chile, a dónde había ido para asistir a un congreso de humanidades en lo que resultó ser la sede de su cátedra: la UTEM. Y el paso de esos años se notaba…


Después de haber sido aceptado al evento, intenté contactarla, pero no encontré sus datos en Internet y ya había desistido de hacerlo, cuando recordé que en nuestro primer encuentro ella me había regalado su libro Los vigilantes con la dedicatoria correspondiente y, tal vez, su dirección. Corrí a buscarlo y efectivamente allí estaba ese libro, desvencijado por lo maniacamente leído, con su dedicatoria en la primera página:

Para Jaime Alejandro
Con mucho cariño en
Bogotá
Diamela
Oct, 95



Y una hoja más adelante, sus datos. De esa manera pudimos concertar una cita: miércoles 1 y 30 pm en su casa de Domingo Faustino Sarmiento, para almorzar

Diamela es una magnífica y muy reconocida escritora chilena que, como se afirma en su semblanza, desarrolló una innovadora propuesta discursiva, usando diversidad de soportes artísticos –especialmente ensayo, novela y artes visuales- y desplegando una atenta y crítica lectura de los signos sociales y culturales del entorno, tal como ella misma lo afirma: “estoy abierta a leer los síntomas del desamparo, sea social, sea mental”. En el ámbito literario, logró construir un estilo formal único, cuyo rasgo distintivo fue, en palabras de algún especialista: “el carácter fragmentario, la acogida de distintas hablas, la presencia de una oralidad que permea el discurso escrito, alterando su sintaxis constitutiva y la heteroglosia buscada como elemento desestabilizador de la estética y el orden social dominantes”.


En Bogotá le hice una entrevista que luego publiqué y en la universidad fui promotor y director de varias tesis sobre su obra. En Bogotá, hicimos una bonita amistad no exenta de coqueteo y seducción y aunque prometimos seguir en contacto, eso no fue posible. Esa experiencia, la experiencia bogotana y la de nuestro encuentro sería recreada por ella, ante un auditorio insólito, en el almuerzo de ese miércoles de finales de mayo del 2003 en su casa de Santiago de Chile, sólo que con un sesgo, el sesgo de la memoria y de los cambios sufridos por ambos en esos casi nueve años sin vernos ni hablarnos, y en un ambiente que me resultó hostil.


Pero el almuerzo con Diamela no fue mi primera actividad en Santiago. Había llegado dos días antes, durante los cuales había presenciado la inauguración del IV Congreso Latinoamericano de Humanidades y había hecho algo de turismo por el centro de Santiago, con el reconocimiento de rigor: la parada de autobuses y el Mercado central, ambos sitios aledaños al hotel donde me hospedaba; la plaza de armas con su estatua ecuestre, la Catedral,


el Paseo Ahumada que tanto me recordó la Calle Florida en Buenos Aires, la tristemente célebre Casa de la Moneda, con su monumento a Salvador Allende, monumento a la contrición; el Cerro de Santa Lucía a unos pasos del centro y luego el de San Cristóbal, con su zoológico, su degustación de vinos, su teleférico y su Virgen en la cima, desde donde se podía ver una Santiago abrumada no sé si por la contaminación o por la humedad.


Me sentí acogido en Santiago, no sólo por la amabilidad de mis anfitriones en el hotel, sino por la de su gente en las calles, la de sus taxistas que hasta cobran menos, la de los académicos y organizadores en el congreso tan atentos a todo lo que necesitábamos; de modo que con ese ánimo llegué a casa de Diamela aquél miércoles de finales de mayo. No puedo decir que la escritora hubiera sido grosera, no, ni tampoco ninguno de los invitados (mejor decir, invitadas) al almuerzo.


Es más, la hostilidad creciente que iba percibiendo, a medida que se iba llenando la casa de mujeres, ¡de sólo mujeres!, pudo ser puro mecanismo de defensa. Aunque también creo que se dio la ocasión para que Diamela me expusiera como bufón en medio de esas siete mujeres, para quienes el hombre (lo percibí con toda certeza), cualquier hombre, les resultaba poco menos que despreciable.

Espero que no te sientas incómodo en medio de tantas mujeres

Me dijo Diamela con ironía, al momento de hacernos seguir a la mesa. Y yo me defendí


- Que va, Diamela, he estado en peores escenarios
- ¿Verdad? ¿Cómo puede ser eso?
- Pues mira, haz de saber que uno de los seminarios de mi doctorado fue literatura y feminismo, ni más ni menos
- ¡Bruto!
- El día que tuve que sustentar mi trabajo final (un análisis de la novela de Cela: Mrs Cadwell habla con su hijo), llegué tarde, por culpa del taxista que me llevó a la universidad en Madrid, quien se pegó la enredada del siglo. De modo que sudoroso y molesto, entré estrepitosamente al salón, un salón para treinta personas, colmado completamente de mujeres, solamente mujeres.
- ¡Bestia!
- Entro con ese afán y se hace un silencio absoluto y 62 ojos tornan todos hacia mí y yo vislumbro el último asiento vacío, justo al otro extremo, al lado de la profesora, que en ese momento hacía la inducción a la sesión, y entonces camino aplastado por esas treinta y un miradas y por ese silencio ensordecedor, como diría Borges, y logro por fin llegar, empapado, al asiento, al que me agarro como tabla en un naufragio. Y aún después de mi acomodo, el silencio se prolonga y entonces tengo la certeza de que la bruja, perdón señoras,
- ¡Animal!
- la profesora, estaba despotricando a sus anchas del pobre y débil género masculino, pues la oigo balbucear, intentando, no ya retomar el hilo, sin fundar otro, otro que poco a poco llevó a lo mismo: a despotricar de nosotros los hombres, pobrecitos…
- ¡Mi madre!
- De modo, queridas, que soy un hombre curtido en esas lides


Pero la defensa fue más bien contraproducente, fue como punzar a un toro ya herido, un toro de siete cabezas a cual más grotesca. Así que durante las dos horas laaaargas que duró el almuerzo ya no hubo ninguna empatía, ninguna posibilidad, ningún flanco de escape.

Y es que todas estaban, lo supe después, demasiado tarde, formadas bajo la férrea escuela de la mexicana Margo Glantz Shapiro de quien Diamela era su discípula y alentadora.


Para que tengan una idea de la contundencia de la mirada de estas feministas radicales, este botón de Los trabajadores de la muerte, obra de Diamela



La llegada del vino produce en los hombres una cierta agitación. Cuidando de no precipitarse sobre los vasos, la urgencia se deposita en un vértice alucinatario de las retinas o yace incubada en un súbito endurecimiento en las mandíbulas o se camufla tras un ceremonial demasiado forzado que actúa como sólido muro de contención para una sed largamente cultivada. Cuando la mano del hombre que sueña atrapa su vaso, sus invitados proceden a imitar con fidelidad sus movimientos. Los integrantes de la mesa sorben el vino y lo tragan con una enervante lentitud ritual. Pero el artificioso protocolo de las gargantas y de los gestos no viene sino a remarcar el indesmentible protagonismo de una sed viciosa que carece de contornos.




No es paranoia, pero si nos atenemos a la idea de que las mujeres tienen un código de habla que sólo se desarrolla cuando están solas y que para nosotros los hombres permanece vedado, ésta puede ser una muestra de ese terrible código. En primer lugar, cuando en el fragmento se nombra a los hombres, no es a la humanidad a lo que se refiere, sino al género, al pobre género masculino. Luego viene, nada más femenino, la observación morbosa, detallista, terrible, que llega hasta el vértice “alucinatario” de las retinas, que percibe hasta el endurecimiento en las mandíbulas, que vigila la mano del hombre cuando atrapa su vaso. Y luego la evaluación, no menos temible: tomar vino, según esta pavorosa mirada, es calmar una sed viciosa, y lo hacemos, según ellas, tragando, sorbiendo, con enervante lentitud ritual, con artificioso protocolo, con gestos infantiles y risibles (bueno eso último es mío).

Tal vez por eso, salí aturdido, abrumado, de ese almuerzo que yo había imaginado de otra forma, más cercano al acto de la entrevista en la Bogotá de nueve años antes. Y entonces toda mi esperanza de continuar el juego de la seducción que Diamela y yo habíamos iniciado, se vino abajo. No tuve fuerzas ni siquiera para rebatir lo que fue una recreación exagerada y descaradamente peyorativa de la experiencia bogotana de Diamela. No quedaba en su memoria ya ningún recuerdo grato, ni de esa vista desde los cerros que ella calificó de magnífica, ni de ese acento bogotano que ella había declarado bello. No quedaba resto de belleza en su evocación, y en su lugar se había instalado una visión horrible: la presunta amargura de un improbable atraco en plena calle, la supuesta angustia de un terrorismo omnipresente y la fingida autocompasión de la que ella hizo gala

Salí, digo, desanimado, sin ganas de volver al congreso, y entonces decidí irme a ver televisión a mi estrecho cuarto de hotel. Fue en esa tarde que me enteré que un tipo de menos de treinta años había violado a una anciana de setenta, que un hospital acaba de incendiarse con el nuevo equipamiento adentro, que a los chicos en Chile los llaman cabritos y que el negro Asprilla (nuestro orgullo futbolero)había protagonizado, a la salida de algún estadio chileno, otro escándalo, con tiros de revolver y todo.

Pero aún faltaban dos acontecimientos poco afortunados de mi viaje a Chile. Claro que el cierre del congreso fue magnífico y generoso, claro que Diamela se portó allí como un angel, claro que los organizadores nos brindaron toda su acogida, claro que el espectáculo folclórico fue maravilloso, y que el vino que rodó a cántaros esa noche final estuvo delicioso; claro que el congreso estuvo muy bien.

Pero no así la idea de ir a Isla Negra. ¿Cómo no ir a Isla Negra, estando tan cerca? El sábado, después de obtener información sobre cómo llegar, decidí ir a la famosa casa de Neruda. En realidad son poco más de dos horas desde Santiago. Salí a eso de las ocho calculando que el museo estaría abierto hacia las diez, según me habían informado.


Con la emoción de estar llegando ante uno de los altares míticos de la poesía latinoamericana, me apeeé del bus al borde de la carretera, justo donde se indica el camino hacia la casa museo. Eran las 10 y 30, así que me demoré un poco haciendo ese corto trayecto desde la carretera, tratando de evocar lo que las biografías y películas sobre Neruda me habían informado sobre su estancia en Isla Negra. Lo primero fue ver entre los árboles ese mar impetuoso que allí no tiene nada de pacífico. La espuma marina bramando contra las rocas, las huellas que dejaba en la arena. Supe entonces que Isla Negra es, efectivamente, un lugar inspirador, cómo no escribir aquí poesía, cómo no sentir el espíritu del poeta chileno. Y entonces la vi: la cabeza de Neruda sobre las rocas, primero a lo lejos, después ya muy cerca y atrás suyo, arriba, su casa, de la que se distingue en seguida la torre cilíndrica.


Neruda empezó su casa, precisamente con la torre de la piedra cilíndrica en 1939. Durante los siguientes 34 años, agregó, refinó, decoró y mejoró el lugar. Y empezó a llenarla con colecciones de casi todo, la colmó de sus juguetes, incluidos un enorme colmillo del Narval, una asombrosa colección de conchas, así como botellas, máscaras, entalladuras hindúes, escarabajos y mariposas. De todo esto sabía por mis lecturas y por las películas, sólo perdía verlas yo mismo.



Pero… la casa museo, justo ese fin de semana, estaba cerrada para turistas. Lo único que logré después de explicar al administrador del lugar que volaría a mi casa a 6000 km de allí al otro día, fue pasear por lo corredores externos, tomar algunas fotos desde las terrazas y ojear, sólo ojear, algunos interiores. ¡Que fiasco!

Tan decepcionado como podía estar, volví a Santiago y me dediqué a hacer algunas compras en la tarde. Luego volví al hotel, preparé maletas y me acosté temprano, muy temprano, pues debía estar en el aeropuerto a las dos de la mañana… Y efectivamente llegué a las 2 de la mañana, sólo para enterarme de que el vuelo, por mal tiempo en Buenos Aires, estaba demorado. De modo que deambulé por el moderno, pero no tan grande Aeropuerto de Santiago, durante seis horas, indagando cada tanto y cada tanto informado sobre el retraso cada vez más prolongado del avión, hasta que a las nueve de la mañana, se nos avisó que el vuelo había sido cancelado y que sólo había uno para el otro día. Así que empezó el vía crucis del traslado a un hotel, de las condiciones que hubo que exigir para que el asunto no se repitiera al otro día, la consecución de los recibos de comidas y toda esa tramitología aburridora que suele desatarse cuando ocurren estos incidentes



Terminé pues, ese domingo hospedado en el Intercontinental en una habitación, eso sí, muy cómoda, viendo en la televisión del hotel la carrera del Gran Premio de Mónaco, la segunda que ganaba nuestro magnífico piloto de Fórmula 1: Juan Pablo Montoya, emocionado a lo lejos, con otros compatriotas que también habían sufrido la incomodidad de la cancelación del viaje. Y fue entonces cuando recordé que el primer gran premio que ganó Juan Pablo ocurrió durante un incidente aéreo del que resulté también víctima, pero con matices más dramáticos: el que se ocasionó por los atentados del 11 de septiembre de 2001.


¿Es que Juan Pablo estaba condenado a ganar sólo si yo sufría algún incidente de viaje? O, planteado de otra forma: ¿Sólo podría ver ganar a Juan Pablo si estaba en medio de algún incidente?

Por fortuna, el tiempo confirmaría que la extrapolación que entonces formulé no volvería a funcionar

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